Vol. 10, No. 1

Debates sobre las representaciones artísticas de la violencia en y desde América Latina

Critical Reviews on Latin American Research

Published by CROLAR at Lateinamerika-Institut, Freie Universität Berlin

Issue Editors: Diana Hernández Suárez, Karla Urbano, Marco Polo Taboada


Editorial Committee: Elis de Aquino, Carolin Loysa, Felipe Fernández, Philipp Kandler, Erick Limas, Joanna Malgorzata Moszczynska, Frank I. Müller, Markus Rauchecker, Fabio Santos

Scientific Advisory Board: Manuela Boatcă; Marianne Braig; Martha Zapata Galindo; Ramiro Segura

Layout: Philipp Kandler

Translation Editorial: Marcela Suárez Estrada (English); Leonardo Moreira Pascuti (Portuguese)

Proofreading: Mercedes Turquet (Spanish)

Cover: © Alejandro Gerardo Pastrana Garnica; Image courtesy of the artist.

CROLAR Critical Reviews on Latin American Research: “Debates sobre las representaciones artísticas de la violencia en y desde América Latina”, Vol. 10, No. 1, February 2022, Berlin: Lateinamerika-Institut of the Freie Universität Berlin.

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ISSN 2195-3481

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Contents/Contenido

EDITORIAL CROLAR 10 (1)5

Debates sobre las representaciones artísticas de la violencia en y desde América Latina

Diana Hernández Suárez5

Karla Urbano

Marco Polo Taboada

Notas críticas12

Escribir es restituir una huella

Liliana Weinberg12

Entre el realismo y la literatura fantástica: la Santa Muerte en “El converso” de Enrique Serna como representación de la violencia

Alfonso Macedo Rodríguez19

La gramática de la violencia en El lenguaje del juego de Daniel Sada

Christian Galdón25

Maternidad y trauma en la posguerra peruana. Un estudio de La hora azul, de Alonso Cueto.

Brenda Morales Muñoz32

¿De dónde son estas palabras? Pensar la escritura más allá de las fronteras nacionales: violencia, exilio y literatura

Ulises Valderrama Abad37

Reseñas44

Cristina Rivera Garza (2020):

Reseña de Roberto Cruz Arzabal44

Carlos A. Aguilera (ed.) (2020): Teoría de la transficción. Narrativa(s) cubana(s) del siglo XXI

Reseña de Ivonne Sánchez Becerril48

Andrea Gremels y Susana Sosenski (eds.) (2019):

Reseña de Héctor Fernando Vizcarra51

Susanne Klengel (2019):

Reseña de Diana Hernández Suárez55

Françoise Perus (2019):

Reseña de Francisco Javier Sainz Paz59

Roland Spiller y Thomas Schreijäck (eds.) en cooperación con Pilar Mendoza, Elizabeth Rohr y Gerhard Strecker (2018):

Reseña de Sebastián Pineda Buitrago63

Sophie Esch (2018):

Reseña de Ximena Alba Villalever66

Debate68

Pablo Oyarzún R., Carlos Pérez López y Federico Rodríguez (eds.) (2017):

Jaime Villarreal68

Intervenciones72

Debates museográficos en la era del negacionismo y la posverdad: dos casos peruanos

María Eugenia Ulfe y Camila Sastre Díaz72

Representaciones de la trata sexual de mujeres en contextos neoliberales: el papel de los productos culturales en la operación del dispositivo antitrata mexicano.

Luz del Carmen Jiménez Portilla85

Panzós, escenario de memorias. Lugares, murales y performances en el siglo XXI

Rigoberto Reyes Sánchez99

Entrevista109

El problema de la violencia. Conversación sobre la literatura y la(s) violencia(s) con Juan Cárdenas

Camilo Del Valle Lattanzio109

EDITORIAL CROLAR 10 (1)

Debates sobre las representaciones artísticas de la violencia en y desde América Latina

Diana Hernández Suárez

UNAM

Karla Urbano

UNAM

Marco Polo Taboada

El Colegio de San Luis

El escarpado tema de la violencia es fuente inagotable de discusiones y destempladas polémicas en la crítica artística contemporánea de nuestro continente. Suscita preguntas tales como ¿Se trata de una condición inherente a Latinoamérica? ¿Su sentido se ha convertido en un eje epistemológico para comprender el devenir artístico y cultural de la región? ¿Su representación tiene un propósito reivindicador? ¿La pretensión referencial de la narrativa es tributaria del correlato con la actualidad?, entre muchas otras más. Naturalmente, el presente Dossier no pretende responder a cada uno de estos cuestionamientos y agotarlos, pero sí partir de los debates que éstos abren con el propósito de aportar una muestra crítica que resulte relevante y esclarecedora.

Para orientar los textos que hemos arracimado en este número, es indispensable deslindar la categoría de “representación” en el ámbito artístico-literario, por tratarse del eje composicional de la propuesta que aquí articulamos. En principio, entendemos por ‘representación’ aquello que constituye a la superestructura ideológica -o “secundaria” desde la perspectiva de Lukács-; es decir, el reflejo dialéctico de la realidad objetiva, que se formula en la conciencia. Sobre esa base nos focalizamos en el reflejo artístico, distinto del “cotidiano”, e insistimos en que aquél no debe entenderse como una imagen especular de los acontecimientos sucedidos a un grupo humano en la actualidad, sino como una especificidad designada por las tensiones -ideológicas, sistémicas, coloniales-, relaciones -de poder, sujeción, intercambio-, fuerzas de producción, entramados políticos y, en concreto, la materialidad histórica vertida de manera sumamente particular en el orden lingüístico-simbólico. En ese sentido, el ‘reflejo artístico’ o bien la ‘representación’ no intenta dar imágenes prescriptivas de su correlato con la realidad, sino más bien anhela constituir una “forma específica de conocimiento” (Perus 1976: 112) que está viva, se encuentra en constante movimiento, capta y reproduce, con sus singularidades, un momento específico del devenir histórico de la humanidad.

En este sentido, creemos que la complejidad de la representación artística consiste menos en designar temas de interés para interpretar las obras, que en determinar la forma en que éstas construyen y organizan sus saberes para situar al receptor en una posición específica. Un lugar privilegiado para encontrar nuevos sentidos con los cuales comprender el horror, la abyección y la crueldad de la realidad. Por lo anterior, la representación de la violencia que nos interesa elucidar en este Dossier no refrenda etiquetas simplistas, categorías vacías y de moda que abundan, sino que más bien aspira a perfilar la complejidad del hecho artístico, en relación con la violencia, como un verdadero territorio en disputa.

En consonancia con lo anterior, este número busca alejarse conceptualmente de la articulación impuesta por agendas políticas, comerciales y culturales sobre la comprensión de un espacio –entiéndase como lugar de enunciación y de construcción simbólica, más que geográfico– trazadas por “representaciones de la violencia” e instrumentalizadas para fines ajenos al esclarecimiento epistemológico sobre “nuestras realidades” latinoamericanas. Al tratarse de un problema complejo, partimos del hecho de que tal acercamiento debe realizarse desde distintas perspectivas y demarcaciones disciplinarias, de forma que se incorporan diversas aportaciones para abonar al debate. De tal suerte que cada uno de los trabajos aquí presentados es una muestra concreta del pensamiento crítico-académico en torno a las representaciones de la violencia en y desde América Latina y, al mismo tiempo, da cuenta de la discusión crítica en forma viva y fluida.

El Dossier abre y se articula en buena medida con la importante nota crítica de la ensayista Liliana Weinberg, “Escribir es restituir una huella”. Se trata de un trabajo que escudriña La biografía del algodón de Cristina Rivera Garza, al trasluz de Mímesis, el clásico estudio de Erich Auerbach. Al dilucidar diversos pasajes de ambos libros, Weinberg muestra cómo se desestabilizan las aparentemente fijas nociones de ‘representación’ y ‘realidad’, mediante las complejas modalidades discursivas empleadas por la autora tamaulipeca. A partir de la mirada tanto de la historiadora como de la escritora –sin perder la especificidad de sendos regímenes–, Rivera Garza construye un relato que une inextricablemente la violenta historia reciente del noroeste mexicano, con la íntima genealogía de los Rivera y los Garza. Esta peculiar forma de dar cuenta de la realidad no se restringe a construir una imagen (inamovible, acaso) del pasado, sino que convoca a “habitar” éticamente “la huella”, “restituirla con un trabajo de búsqueda y escritura, hasta lograr encontrar en ella una primera habitación que nos dé sentido de pertenencia, que nos permita rehabitarla” (pág. 18). Por medio de este ensayo, Weinberg señala que la preocupación por reunir distintas formas de representar lo real, que propone Rivera Garza, tiene su raigambre en la perspectiva tutelar de Auerbach, pero en lugar de repetirla termina por reelaborarla desde otro espacio, dotándola de una nueva reciedumbre y vitalidad.

Desde una perspectiva crítica similar, Alfonso Macedo Rodríguez analiza el cuento “El converso”, de Enrique Serna, como una figuración problemática de la violencia, en donde convenciones genéricas tales como “realismo” y “literatura fantástica” se vuelven permeables y se iluminan mutuamente. Macedo identifica en el análisis filológico del cuento las implicaciones extraliterarias de las manifestaciones de la violencia en la ficción, lo mismo que acierta al señalar que los “procedimientos artísticos también son políticos porque rompen las convenciones de una época” (pág. 19). Al igual que Weinberg, Macedo da cuenta de la importancia de “de[s]-centrar” o “desajustar” las representaciones habituales de la violencia, para exponerla como una “red” que sujeta los efectos, vinculaciones y consecuencias que conlleva el ejercicio del poder sin morigeraciones.

Por su parte, en “La gramática de la violencia en El lenguaje del juego de Daniel Sada”, Christian Galdón examina, bajo la noción de dispositivo, las relaciones de poder que devienen, organizan y posibilitan las manifestaciones de la violencia ejecutada por los barones de las droga. Galdón pretende mostrar que el “juego del lenguaje” funciona dentro la obra narrativa de Sada como un sistema de códigos, símbolos y signos que (de)escriben la experiencia –incluso lingüística– de co-habitar un territorio dominado por poderes paraestatales, “Lo que cuenta en esta novela ya no es tanto el juego con las palabras (la propuesta lúdica, carnavalesca, tan característica de la escritura sadiana) sino “el juego” entendido como un dispositivo propio y autónomo, una gramática” (pág. 26). A decir del crítico, la forma en que la ficción de Sada da cuenta de la violencia examina las relaciones de poder y su articulación estratégica en función del conflicto del narcotráfico y sus implicaciones sociales.

La guerra, los conflictos, el crimen organizado, la negligencia o complicidad de los poderes políticos y sociales ejercen una acción violenta no solo sobre las víctimas directas, sino contra todo el entramado orden social, que trasciende generación tras generación pese al anhelo por el olvido. Brenda Morales Muñoz, en la nota crítica “Maternidad y trauma en la posguerra peruana. Un estudio de La hora azul, de Alonso Cueto” analiza concretamente la violencia contra el cuerpo de mujeres a las que se les consideró “basura”, meros objetos de desahogo sexual durante el conflicto armado peruano (1980-200). La maternidad forzada establece una condena traumática, que se heredará, como yugo histórico vital, sobre las mujeres violadas y sus hijos, para quienes el olvido sería, acaso, la única forma de esperanza en un lugar alterado para siempre por la catástrofe, “una guerra que se ensañó con las mujeres que fueron consideradas objetos desechables, sufrieron en su propio cuerpo agresiones inimaginables y que, además, tuvieron que hacerse cargo de criar solas a los hijos de sus agresores sexuales” (pág. interna).

El territorio como espacio de memoria, protesta, resistencia o supervivencia pierde concreción en la medida en que la violencia aparece como un resquebrajamiento. Ulises Valderrama Abad, en su trabajo “¿De dónde son estas palabras? Pensar la escritura más allá de las fronteras nacionales”, analiza las representaciones literarias de la violencia del exilio. La escritura que desde el destierro condensa “el profundo conflicto identitario, estético y literario” (pág. 36) es muestra del sujeto “escindido de sí mismo”, afectado y fracturado por el conflicto. El autor propone atinadamente una representación del latinoamericano como un ser fronterizo y plural ante la pérdida del mito del Estado-nación.

De forma paralela a la sección anterior, la de reseñas críticas comienza con un análisis escrito por Roberto Cruz Arzabal a The Restless Dead: Necrowriting & Disappropiation (2020), traducción y actualización del clásico ensayo Los muertos indóciles de Cristina Rivera Garza, publicado por Tusquets en el 2013. Tras revisar ambas publicaciones, Cruz Arzabal destaca que las categorías “necroescritura” y “desapropiación”, previamente trabajadas en la versión hispánica, se resignifican en la inglesa mediante dos modificaciones al orden de los capítulos. La primera expone cómo en Los muertos indóciles “se enfatizaban las condiciones de producción de la forma literaria desapropiada: de las necroescrituras al citacionismo al archivo y, finalmente, a la comunalidad” (pág. 48); en contraparte, The Restless Dead “abre con la exposición de las condiciones que hacen posibles las necroescrituras y sigue con la desapropiación” (pág. 46). La segunda alteración corresponde al acomodo de los dos últimos capítulos, “On Alert: Writing in Spanish in the United States Today” y “Let’s be Stubborn” –ausentes en la versión de Tusquets, pero presentes en Debolsillo (2019)–, en los que se postula, por un lado, la importancia de extender la literatura latinoamericana a los estudios culturales de Estados Unidos y, por el otro, a empecinarse en pensar la escritura como un espacio de creación comunal, desapropiada, que produce “realidad” sobre la base del presente -y, con esta última idea, se revela la impronta dejada por la crítica argentina Josefina Ludmer. Por todo lo anterior, la reseña de Cruz Arzabal orienta la propuesta teórica de la ensayista mexicana como una forma de complejizar la crítica a la violencia y, al mismo tiempo, escaparse de “las representaciones prefiguradas por la pornomiseria y la ficción de explotación, tan frecuentes en los mass media y las industrias culturales” (pág. 46), ambos peligros de los que también anhela alejarse nuestro Dossier.

En concordancia con el interés por explorar perspectivas teóricas sugerentes, Ivonne Sánchez Becerril examina la Teoría de la transficción. Narrativa(s) cubana(s) del siglo XXI (2020) de Carlos Aguilar, enfocándose primero en señalar la naturaleza compleja del libro –por cuanto éste se encuentra a caballo entre la antología y la investigación académica–; luego, en abordar la acepción que Aguilar da a la noción de ‘transficción’ -vista como un traslape de la célebre oposición autonomía/posautonomía propuesta por Ludmer-; y, por último, en someter dicho concepto a los sentidos que les han dado tanto la academia francesa, como la inglesa. Sobre esa base, Sánchez Becerril expone que la antología agrupa diecinueve “transficciones” donde se cartografían los movimientos, direcciones y “diálogos que permiten al lector vislumbrar las preocupaciones literarias, políticas y ontológicas de los escritores cubanos más interesantes y propositivos de las tres últimas décadas” (pág. 48). Dicho diálogo, no exento de desencuentros derrengados, está colmado de tensiones que operan como “formas de visibilizar y cuestionar la complejidad de las diversas violencias [...] experimentadas por los cubanos en una continuidad topológica [...] que los llevan al límite, a la deriva o a establecer relaciones conflictivas ontológicamente con ese contexto” (pág. 50).

Para evitar una excesiva prelación a las formas narrativas textuales, Héctor Fernando Vizcarra explora el libro Violencia e infancias en el cine latinoamericano (2020), editado por Andre Gremes y Susana Sosenski, el cual se centra en el estudio de diversos filmes donde aparecen personajes infantiles y adolescentes anegados en ambientes susceptibles a volverse violentos, tales como la familia o la escuela. A partir de las observaciones de Vizcarra es posible dilucidar que el conjunto de estudios agrupados en este volumen manifiesta la misma preocupación: “En América Latina y el Caribe ocurren hoy la mitad de homicidios de niños y adolescentes en el mundo” (pág. 51), una escalofriante estadística que anhela ser profundizada y comprendida mediante el análisis de las construcciones estéticas y discursivas que ofrece el cine. Sobre esa base, Vizcarra destaca que el anhelo de las investigaciones no se centra exclusivamente en exponer las condiciones que prohíjan un destino fatal para los menores, mediante la apoyatura de los filmes referidos; sino que también proponen una perspectiva que integra aproximaciones orgánicas exclusivas de las violencias ejercidas contra la infancia, con el propósito de diseñar una metodología de análisis adecuada al objeto crítico.

Una figura tutelar para discutir, aguzar y comprender tanto el problema del mal, cuanto su concreción en violencia ilimitada –vistos ambos como formas discursivas privilegiadas de la literatura latinoamericana de la segunda mitad del siglo XX, y la primera década del XXI– es Roberto Bolaño. Hay una larga estela de epígonos que ubican el origen de sus estilos en la prolífica obra del escritor chileno que nos ocupa y, a la par, existe una vasta crítica enfocada en el estudio de los postulados estéticos dejados por los libros de este autor. A dicho conjunto de académicos se une Susanne Klengel con su libro, Jünger/Bolaño. Die erschreckende Schönheit des Ornaments, (2019). La reseña del mismo está a cargo de Diana Marisol Hernández Suárez, quien considera que la virtud de esta aportación no solo radica en demostrar una afinidad intelectual entre Bolaño y Ernst Jünger -espaciados por la época y la tradición- sino que también circunscribe “un mismo paradigma estético en cuanto a la representación artística de la violencia” (pág. 51), del que se desprende un narrador bicéfalo, compuesto por la ecuación estética “Jünger/Bolaño”, cuya “mirada fría y distante, frecuentemente desde las alturas, y particularmente, en relación con elementos lunares” (pág. 55) se enfoca en los misterios de sendas poéticas narrativas, aun sin propalar y que, según la romanista alemana, detentan el sentido de las mayores catástrofes de nuestra historia reciente.

En la estirpe de los estudios teóricos y críticos de la literatura de nuestro continente, cuyo propósito se ha centrado en deslindar con prurito los ámbitos de pertinencia para un adecuado examen de los materiales que componen a la disciplina, se abre paso la coruscante contribución hecha por el último libro de la académica Françoise Perus, Transculturaciones en el aire, (2019). En su reseña, Javier Sainz resume grosso modo que: “Perus hace un recorrido por las ideas y tradiciones de pensamiento en las que se insertaron las aportaciones de Ana Pizarro, Fernando Ortiz, Ángel Rama y Antonio Cornejo Polar y los debates en los que estuvieron inmersos” (pág. 59). En su lectura, Sainz destaca que las distintas temporalidades, trayectorias, profundizaciones y conflictos prolijamente esclarecidos por la perspectiva de Perus, demandan una sólida resistencia ante “la suplantación de la educación formal […] por la industria del imaginario de las masas” (pág. 60), ya que ésta última “busca construir subjetividades desinteresadas por indagar en la memoria histórica y proyectar futuros distintos” (pág. 59). Las precauciones que la investigadora exige para los estudios literarios operan como un faro que nos permite orientar los debates que interesan a los textos aquí reunidos, por cuanto las violencias y sus narrativas, en la actual cultura de masas se presentan “como un ethos de la región, y no como un fenómeno de larga data, pues ello revelaría una serie de conflictos por control político-económico y no un ser óntico específico” (pág. 59)

Las dos reseñas postreras que articulan a nuestro Dossier se encargan respectivamente de examinar libros dedicados al estudio de disputas ampliamente analizadas por las ciencias sociales y la historia reciente de nuestra región. Estas luchas son: el conflicto armado en Colombia, la pugnaz inestabilidad de las naciones que integran a Centroamérica, el narcotráfico mexicano y las múltiples guerrillas distribuidas en todos los países mencionados en esta enumeración. La penúltima reseña, escrita por Sebastián Pineda Buitrago, no se limita a glosar los contenidos que comprende el estudio colectivo, Colombia: memoria histórica, posconflicto y transmigración (2018), editado por Roland Spiller y Thomas Schreijäck, en cooperación con Pilar Mendoza, Elizabeth Rohr y Gerhard Strecker; sino que también se propone cuestionar los parámetros metodológicos elegidos por los estudiosos responsables de la publicación. El aserto más lúcido de la crítica que hace Pineda Buitrago consiste en cuestionar los sentidos dados a los conceptos de “memoria histórica”, “posconflicto” y “transmigración” –nada menos que los tres ejes que orientan a la investigación propuesta por Spiller y Schreijäck– puesto que, desde la aguda lectura de Pineda, no se presenta un deslinde pertinaz de dichas ideas organizadoras –ya sea en forma de introducción o de artículo– y, por lo tanto, no se apuntala dicha tríada como un marco conceptual que dirija las reflexiones del volumen. Debido a que esto permea buena parte de la organización de las intervenciones, Pineda precisa varias ideas que se trasiegan en el libro, tales como: la des-romantización del campesino colombiano, la falta de la simpatía popular de las FARC, las afinidades electivas que se profesan hacia la dicotomía izquierda-derecha y, especialmente, la forma en que se aborda el plebiscito para acordar la paz en Colombia, celebrado en 2016. Con las especificaciones ofrecidas por la mirada implacable del reseñista, Colombia: memoria histórica, posconflicto y transmigración gana adecuaciones valiosas que facilitan su recepción.

La última reseña está a cargo de Ximena Alba Villelever, quien se dedica a revisar la investigación hecha por Sophie Esch en su libro, Modernity at Gunpoint. Firearms, politics and culture in Mexico and Central America, (2018). En esta investigación, se estudian las distintas representaciones y políticas de la violencia en los países referidos en el título, a partir de cuatro momentos cruciales de su historia: la Revolución mexicana, la Revolución Popular Sandinista en Nicaragua, la posguerra centroamericana y la guerra contra el narcotráfico en México. Según la lectura de Alba, Esch destina su objeto de estudio al papel simbólico que tienen las armas de fuego en los contextos referidos, tanto como artefactos, tropos y accesorios, o bien, entendidas como herramientas para configurar las asimetrías de poder que caracterizan a la modernidad latinoamericana.

La recolección de los comentarios hechos a estos siete libros desbroza la manera en que distintas investigaciones dialogan con los intereses del Dossier, al tiempo que hacen circular el debate en distintas latitudes diferentes a las páginas que integran nuestra revista. Además de las notas críticas, reseñas y una intervención, el Dossier contiene otras secciones (“Debate”, “Sección especial” y “Entrevista”). Los trabajos que conforman sendos apartados tienen en común -amén de su interés por distintas manifestaciones de la violencia y sus representaciones tanto estéticas como políticas- su actualidad y apertura al devenir. Interpelan a nuestro presente, lo asumen como polémico y toman parte, desde diferentes disciplinas, en la disputa por brindarle sentido.

El debate de Jaime Villarreal a propósito del libro colectivo Letal e incruenta: Walter Benjamin y la crítica de la violencia ofrece un panorama acerca de la traducción, difusión, asimilación y vigencia de “Para una crítica de la violencia”, el artículo que Benjamin publicó en 1921. Villarreal no se limita a glosar el contenido del volumen editado por Pablo Oyarzún, Carlos Pérez y Federico Rodríguez; sugiere un marco de interpretación que permite comprender el profundo arraigo (en distintas latitudes, épocas y áreas de estudio) de la reflexión benjaminiana sobre el vínculo entre violencia, derecho y justicia. Es, precisamente, dicho contexto el que revela los aportes de Letal e incruenta y hace posible entender la manera en que esta obra colectiva actualiza la discusión desplegada por el pensador berlinés.

La “Sección especial” comienza con “Debates museográficos en la era del negacionismo y la posverdad: dos casos peruanos”, estudio en el que María Eugenia Ulfe y Camila Sastre dan cuenta de las vicisitudes enfrentadas por dos museos: el de la Asociación Nacional de Familiares de Secuestrados, Detenidos y Desaparecidos del Perú (ANFASEP) y el Yalpana Wasi, ubicados en los departamentos de Huamanga y Huancayo, respectivamente. Ambos espacios comparten -además de la precariedad, la censura y la permanente amenaza de clausura- el esfuerzo por exhibir piezas capaces de impugnar la “memoria salvadora”, enarbolada por el Estado y refrendada por los medios de comunicación masiva (la cual encomia la gestión fujimorista a la vez que elude sistemáticamente los abusos perpetrados por militares durante el conflicto armado interno).

Luz del Carmen Jiménez se interesa en las figuraciones artísticas de la trata sexual de mujeres, en aras de examinar cómo, desde el campo de la cultura y el arte, se (re)producen y difunden valores e ideas sobre las distintas expresiones del comercio sexual. Uno de los aciertos más notables de “Representaciones de la trata sexual de mujeres en contextos neoliberales: el papel de los productos culturales en la operación del dispositivo antitrata mexicano” consiste en atender la complejidad -teórica/conceptual, jurídica, política, social y cultural- que el tema convoca. De acuerdo con la autora, la obra de teatro y la película que sirven de base para su análisis (Del cielo al infierno, de la ex diputada Rosi Orozco, y Las elegidas, de David Pablos, respectivamente), presentan una imagen fija, estereotipada e inamovible sobre las víctimas de trata: la de mujeres pasivas, “atrapadas en una vida de vicio, actoras involuntarias de su propia historia, sujetas sin autonomía sobre sí mismas” (pág. 96). La insuficiencia, fijeza o incompletud de esa representación salta a la vista cuando Jiménez articula y desbroza los aspectos que deben tenerse en consideración, si se desea emprender una aproximación rigurosa: ya sea los que conciernen directamente al fenómeno de la trata, ya los que se erigen y adosan en torno al cuerpo, la sexualidad y la movilidad de las mujeres.

Para terminar esta sección, en “Panzós, escenario de memorias. Lugares, murales y performances en el siglo XXI”, Rigoberto Reyes emprende un recorrido por las diversas expresiones mediante las que integrantes de una comunidad ubicada en plena selva guatemalteca evocan la masacre perpetrada por militares contra medio centenar de indígenas en 1978. ¿Cómo es que los actos y espacios conmemorativos proyectan ese episodio funesto hacia el presente y de qué manera se transfigura el recuerdo y, con él, la relación entre la colectividad? Para contestar esta interrogante, Reyes, primero, recoge y confronta los actos -monumentos, murales y festivales de tintes carnavalescos- que, a lo largo de las dos últimas décadas, realiza la comunidad; después, aventura que tales celebraciones no han despolitizado el recuerdo: antes bien, lo han incorporado a la defensa de otras causas: “las demandas de justicia y reparación, la defensa del territorio y la liberación de presos políticos” (pág. 107).

El Dossier concluye con “El problema de la violencia. Conversación sobre la literatura y la(s) violencia(s) con Juan Cárdenas”, una entrevista hecha por Camilo del Valle. Los editores consideramos que las reflexiones del narrador, traductor y ensayista colombiano convergen con la orientación de este esfuerzo crítico y editorial por apre(he)nder la especificidad de las representaciones artísticas en y desde América Latina (manifestaciones sometidas históricamente a una doble exigencia: la de evidenciar, primero, su singularidad e independencia respecto a otras y, después, su pertenencia a la denominada cultura “universal”). Así, antes que ponderar la violencia como rasgo distintivo -sino es que endémico- de la región, los textos aquí reunidos cumplen el propósito de abonar a la discusión -irresuelta y, por tanto, vigente- sobre su validez explicativa en lo que concierne a la sociedad y al arte latinoamericanos (y, desde luego, al vínculo que se establece entre una y otro). Las declaraciones de Juan Cárdenas resultan idóneas por distintas razones: ya porque revelan la inoperancia de nominalismos que, en vez de dar cuenta de la complejidad de un fenómeno, lo simplifican: “En lugar de mostrar la materialidad histórica, las tensiones, la economía política, los agregados de la experiencia colonial/capitalista y las sedimentaciones de todas esas fuerzas en los cuerpos y en el lenguaje, los académicos perezosos y los reseñistas deportivos lo explican todo con esa palabrita: violencia” (pág. 110); ya porque subrayan la manera particular en que la obra de arte (y, para el caso, la literatura) dialoga con el devenir social concreto y le da sentido: “Mi obra no «responde» a un problema social y político específico. No está escrita como una reacción, no es un partido de tenis donde la literatura devuelve los golpes de la actualidad. La ficción, al menos la que a mí me interesa, no se deja imponer la inmediatez de esa actualidad […] La ficción propone una temporalidad diferente, que segmenta y derriba los tiempos de la actualidad” (pág. interna); ya porque rebate las interrogantes más inmediatas (y en apariencia apremiantes) para expandir y multiplicar -espacial, temporal y conceptualmente- los acercamientos, tanto artísticos como críticos, al devenir histórico y social: “vengo insistiendo en la necesidad de cambiar la conversación y dejar de hablar de violencia […] A la literatura latinoamericana le conviene mejor ponerse a hablar del mundo del presente, con todos sus desafíos” (pág. interna). Así, frente a la imposición de interrogantes que dan fe de cómo la “violencia” se configura como una categoría “vacía” pero “impositiva”, las respuestas de Cárdenas constriñen y evitan caer en una discusión que fije una visión específica del mundo y del arte latinoamericanos.

Al lector le corresponde ubicar (y discutir) el posicionamiento crítico de cada uno de los textos frente a la polémica que, a todas luces, continúa abierta, viva, interpelándonos.

Agradecimientos

Los editores de este Dossier, “Debates sobre las representaciones artísticas de la violencia en y desde América Latina”, agradecemos al equipo editorial de CROLAR la oportunidad de dirigir el primer número arbitrado de la revista.

Bibliografía

Perus, Françoise (1976): “El concepto de realismo en Lukacs”, en Revista Mexicana de Sociología, 38, 1 enero-marzo, 111-126.

Notas críticas

Escribir es restituir una huella

Liliana Weinberg

UNAM, Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe

Resumen

Se propone una lectura interpretativa de la Autobiografía del algodón, publicada por Cristina Rivera Garza en 2020, y se la pone en diálogo con algunas ideas de Auerbach en torno a la relación entre representación y realidad. Se plantea que la escritora ha abierto un notable camino que ofrece una mirada original en cuanto a la integración de diversas modalidades discursivas, lo que no implica necesariamente desembocar en una hibridez genérica ni tampoco en la disolución de las fronteras entre ficción y no ficción. Rivera Garza apela a diversas herramientas para construir un relato en que concurren el oficio de la historiadora y el de la narradora, en una permanente retroalimentación de regímenes discursivos que, sin embargo, no pierden su especificidad ni conducen a descreer de las nociones de ‘realidad’ y de ‘verdad’. La preocupación por las distintas formas de dar cuenta de la realidad que evidencia la Mimesis de Auerbach no queda derrotada por una obra como la de Rivera Garza sino que, muy por el contrario, queda fortalecida desde un nuevo lugar, un nuevo tiempo, un nuevo desafío al quehacer del escritor. La obra de Rivera Garza contribuye a su vez a complejizar el fenómeno de la violencia como tema de la literatura contemporánea.

Palabras clave: Cristina Rivera Garza, México, narrativa, ensayo, huella, representación, José Revueltas, género.

La pandemia significó la irrupción de un tiempo otro e inexplicable en nuestro cotidiano. El tiempo largo de la vida de los virus, sus estrategias de supervivencia y multiplicación, ingresó sin permiso en nuestro breve y atareado tiempo humano, al acecho de nuestra habitación y nuestro cuerpo individual y social, en el presente y el corto plazo en que estamos instalados. Las plagas concurren en el instante destrozado del cuerpo infectado o de la normalidad precaria invadida por los tiempos incalculables del cosmos y los ritmos de la vida. En todo momento, quien se sienta a escribir busca, honradamente, volver a habitar, re-habitar las huellas, construir su derecho a habitar la huella de los otros:

Si como habitantes de la tierra solo nos queda estar con otros o volver a estar donde estuvieron otros, entonces la tarea más básica, la más honesta, la más difícil, consiste en identificar las huellas que nos acogen. Este es el momento ético de toda escritura, y, aún más, de toda experiencia. La huella, sí, nos altera, obligándonos a reconocer la raíz plural de nuestros pasos y obligándonos también a cuestionar la ausencia, que hace posibles a los nuestros en primera instancia. La huella nos recuerda nuestra calidad de huéspedes y, con toda probabilidad, con aparatosa frecuencia nuestra calidad de usurpadores. De nuestra mera presencia, es decir, del hecho de que nuestra presencia es presencia en el lugar alguna vez ocupado por otro, o concomitantemente ocupado por otro, surge la pregunta sobre la ausencia. ¿El destierro de quién o de qué huida abrió el terreno que piso? ¿Qué fuerzas o qué desatino lo conminó a alejarse de aquí y a fundar el allá? ¿Qué injusticia o qué crueldad o qué invitación estelar? Pertenecer es el mecanismo que utilizamos para volver palpable al tiempo. La escritura, que convoca al pasado, que lo requiere, también nos lo convida.

Usurpar es otro verbo […] sin clemencia. Usurpar es apoderarse de una propiedad y de un derecho que le pertenece legítimamente a otro. Por lo general con violencia. Arrogarse la dignidad, empleo y oficio de otro y usarlos como si fueran propios. El usurpador es el que no puede ver la vecindad que nos instaura desde dentro y desde el inicio. El que opta por la ceguera de ver el mundo sin microscopio y sin telescopio.

Usurpar es lo contrario a escribir (Rivera Garza 2020: 91).

Este pasaje corresponde al segundo capítulo de la Autobiografía del algodón, de Cristina Rivera Garza. Su búsqueda se puede enlazar con la misma gran pregunta por la posibilidad de representación de la realidad en la literatura –ya no solo occidental— que preocupó a Erich Auerbach. En este caso, Rivera Garza, novelista, poeta, ensayista, historiadora, conocedora de la teoría y la crítica literaria contemporáneas y lectora sagaz, se aplica a recuperar a través de la investigación y la imaginación las huellas de su familia. Se trata de una narrativa tramada a partir de distintas hiladas que dan cuenta de la larga búsqueda de las huellas de la vida de los abuelos. Esta saga familiar, en gran parte borrada o sumergida, se fue a su vez trenzando o entrelazando con la vida, fulgor y muerte del cultivo del algodón, y con la inclemencia, la miseria, la precariedad y el olvido a que se vieron arrojadas varias generaciones que habitaron la zona fronteriza de México, entre Nuevo León y Tamaulipas, cuyas vidas fueron atravesadas por los avatares de la falta de trabajo, de casa y de comida, salvadas temporalmente por el milagro del agua y el riego con que se logró impulsar el cultivo del algodón, ligados estos a su vez a las posibilidades de compartir las corrientes del Río Bravo.

A través de las siete partes que componen el texto, Rivera Garza nos ofrece un relato construido a partir de la búsqueda de huellas dispersas y extraviadas en los documentos y testimonios que logró recuperar, a la vez que se pregunta por los indicios que yacen bajo las ruinas, las fotografías, las actas de nacimiento, de matrimonio y defunción, los papeles migratorios, los restos de lugares que alguna vez tuvieron vida y hoy han quedado prácticamente borrados de la faz de la tierra. Traza los primeros esquemas y recorridos textuales a través de la persecución de esas huellas, del descubrimiento de claves impensadas (la obra de José Revueltas, los árboles plantados por el abuelo, el recuerdo de una niña que se pierde y es rescatada en los campos de algodón, los secretos y los silencios de familia) al tiempo que narra su propia búsqueda de esas huellas. La autora salva momentos luminosos de la vida de distintos seres humanos que lucharon contra el olvido y el desprecio a los que los sometieron las políticas de gobierno, cuyas presencias vuelven a florecer, como el algodón, cuando el Estado (y particularmente la política cardenista) se acuerda de ellos, pero quedan abandonados y librados una vez más a la intemperie, la precariedad y la desolación cuando las políticas de gobierno se olvidan de ellos. La novela nos ofrece también amplias posibilidades de reflexión sobre un sistema que ya no asume su responsabilidad por la gente ni sus obligaciones para con la vida: un sistema ciego y sordo, que avanza o se repliega a partir del desprecio, el autoritarismo y el olvido.

La autobiografía del algodón puede leerse como una obra independiente o en diálogo con otras de la misma autora, tal como la dedicada a narrar la vida y el feminicidio de Liliana Rivera Garza, que acaba de ser publicada en 2021, en cuanto partes de un amplio programa destinado a nombrar y rescatar la vida y el sentido secuestrados por condiciones de violencia, injusticia, autoritarismo y desaparición. Un vasto proyecto que implica sacar a la luz y nombrar las fuerzas oscuras que siembran la muerte y agostan las esperanzas bajo todas las formas de la violencia. Llama la atención que una de las fuerzas actuantes señaladas en este libro sea el propio poder, ciego a las necesidades de la gente y siempre complaciente con los intereses privados, con una sutil pero al mismo tiempo sostenida atención a la responsabilidad del Estado: responsabilidad en retirada, que trae aparejados el avance de la precariedad de la vida, la indefensión de los habitantes, la violencia en grados que superan día a día lo imaginado, las infecciones “oportunistas” del extractivismo (desde las industrias cerveceras hasta las nuevas modalidades de explotación minera que se apoderan, privatizan y hacen un uso abusivo del agua). Insisto: la mayor violencia queda evidenciada en la obra de Rivera Garza a partir del repliegue de los gobiernos y del Estado en cuanto a sus deberes para con la sociedad, y la propia genealogía que busca la autora no hace sino recuperar a innumerables seres humillados, ofendidos, olvidados, que en la fortaleza de su lucha por la vida y en la fragilidad a que los tiene condenados el poder, se acercan en muchos sentidos a los personajes de Rulfo y de Revueltas.

La obra se divide en siete grandes capítulos: I. Estación Camarón; II. La pluralidad de los mundos habitados; III. Los que llevan a los muertos en bolsas de gamuza fajadas a la cintura; IV. Bordos; V. Somos apariciones, no fantasmas; VI. Arqueología doméstica de la repatriación; VII. Terricidio. Incluye además una breve sección dedicada a los reconocimientos y otra a las fuentes, donde se da cuenta de los documentos, materiales de consulta, noticias históricas y obras literarias que nutren su trabajo, tales como la obra Let us now praise famous men (1941), con texto de James Agee y fotografías de Walter Evans, que registra la vida de distintas familias dedicadas al cultivo del algodón en el sur de los Estados Unidos durante la Gran Depresión.

La obra de Rivera Garza pone sobre la mesa muchas claves de su propia organización y esto, sin embargo, no la hace desdibujar su especificidad, sino que permite examinarla desde un nuevo mirador que apunta a los secretos revelados de su construcción. Se evidencia también el primoroso sondeo de las palabras, la salvación de elementos de la materialidad y de la vida social. He aquí, por ejemplo, la omnipresencia de un diccionario, el Velázquez, que servía a los migrantes para encontrar los términos en traducción:

Esta historia, la historia del algodón en la esquina noreste de la frontera entre México y los Estados Unidos, no habría sido posible sin la presencia cercana, voluminosa, de ese diccionario. Se necesitan palabras extrañas, palabras de otros, palabras con definición y traducción, palabras que vienen desde lejos, para contar esta historia de otros como mía o mía como de otros. Todo lo que nos ha antecedido nos marca. Toda marca de apariencia personal tiene una genealogía que les pertenece a grupos enteros. Esta es la historia de mis abuelos, abriéndose paso entre matorrales y huizaches, lodo, culebrillas. Tiempo. La historia de cómo una planta humilde y poderosa transformó las vidas de tantos, comunidades enteras, hasta el clima mismo. La historia de cómo, aun antes de nacer, el algodón me formó (Rivera Garza 2020: 292).

En la obra se tejen componentes provenientes del trabajo de la historiadora y la cronista que va en busca de documentos y de hechos que contribuyan a la construcción de una historia fehaciente, junto con los de la narradora que procura salvar las ausencias de datos y recrearlas a través de la ficción. Se dan también reflexiones sobre el oficio de escribir y el diálogo con varias de las principales corrientes de pensamiento contemporáneas que confirman el lugar de alta densidad de debate teórico desde donde escribe Rivera Garza. Difícil resulta pues seguir ateniéndonos a la distinción de Bühler entre los verbos orientados predominantemente al narrar y aquellos orientados sobre todo al explicar, los primeros tranquilizadores y volcados al tiempo pasado y los segundos siempre inquietantes e inscritos predominantemente en el tiempo presente. Insistiremos en que la coexistencia de distintas estrategias, distintos registros y discursos no desemboca en mezcla e hibridez, sino en un fluir de la escritura capaz de articular la heterogeneidad sin disolverla, sino siempre salvándola. Y ello se logra a pesar de este carrefour de discursos que incluyen la historia y la crónica, la narrativa, el ensayo y la lírica, así como se ponen en relación con algunas imágenes también reproducidas en el libro, y a pesar de esta confluencia de distintas estrategias que no se agotan en las arriba mencionadas sino que comprenden, por ejemplo, la construcción viva de la memoria, la restauración de los recuerdos, la crítica y el diálogo con otros autores —Revueltas, Anzaldúa o los periodistas y fotógrafos del algodón—, al tiempo que dan lugar a zonas de concurrencia entre la interpretación y la iluminación poética.

La segunda parte de la obra, “La pluralidad de los mundos habitados”, está organizada a partir de varias secciones cuyo título se indica entre corchetes: [ojos desde Urano], [el punto de vista externo], [un eslabón], [pertenecer es una palabra ardiente], [un método], [Venus parecía exactamente Venus]. En ella asistimos a la puesta en escritura de distintos planos y niveles de la experiencia y la existencia. En la primera sección, [ojos desde Urano], se evoca la figura del escritor mexicano José Revueltas, con cuya novela El luto humano se enlaza la Autobiografía del algodón, pero en este caso se trata de la reconstrucción del momento en que Revueltas escribe una carta a su hija Andrea desde Ciudad Alemán en 1952. En esa carta, redactada en condiciones precarias (una máquina de escribir en equilibrio inestable, ruido, calor, mosquitos), Revueltas habla a su hija “sobre Copérnico y Darwin, sobre la posibilidad de vida en otros mundos y, finalmente, sobre su proyecto de elaborar una historia general del materialismo. Seguir estudiando, escribía. Ordenar algunas fichas. Leer más. Leerlo todo” (Rivera Garza 2020: 83).

Aun en las condiciones más difíciles y oscuras, el luminoso ser humano, representado en este caso por Revueltas, se anima a pensar el infinito. Habla a su hija de un libro que a su vez contiene la multiplicación: La pluralidad de mundos habitados, de Camilo Flammarion (2020: 83). Rivera Garza cita textualmente la carta donde Revueltas conversa con la hija que extraña y a quien le participa su visión: “la tierra no es el único planeta en donde existen seres humanos, sino que, dentro del ámbito infinito del universo es posible (es segura) la existencia de otros mundos donde, cuando menos, debe existir vida orgánica” (2020: 84). E interviene ahora la voz que representa a la narradora-historiadora-lectora Rivera Garza para comentar: “Es del todo posible que fue desde entonces, desde esos 12 o 13 años, que Revueltas empezó a preguntarse quiénes nos miraban desde Urano” (2020: 84).

¿Es posible pensar en un punto de vista exterior a las cosas humanas, como el de un hipotético observador de Urano, a quien interese la miseria en la tierra? Es esa también la pregunta que se hace el narrador de El luto humano evocado por la autora: “tendría algún significado si no hubiese ojos para mirarla, ojos, simplemente ojos de animal o de hombre, desde cualquier punto, desde aquí, o desde Urano?” (Rivera Garza 2020: 84).

Rivera Garza reconstruye, como crítica y narradora, el marco de enunciación de las palabras de Revueltas, la posibilidad y el sentido de su pregunta. Acto seguido, la autora reflexiona sobre los distintos movimientos revolucionarios que, animados por una misma inquietud, pensaron “la posibilidad de otras vidas, de otros mundos dentro de este mundo, de otras maneras de estar en y convivir con el planeta” (2020: 84).

Pasa luego, en su dimensión crítica, a enlazar la pregunta materialista de Revueltas, “que descentra la posición del ser humano sobre la tierra, equiparándolo a la planta o la roca, el mar o la nebulosa, y ligándolo a otras formas de vida, orgánica o inorgánica, en otros sistemas planetarios o en otras galaxias” (Rivera Garza 2020: 85), a la preocupación que es hoy central en “los nuevos materialismos” y —agreguemos— en los nuevos realismos “que hoy atraviesan una buena parte de las discusiones en las humanidades” (2020: 85). Rivera Garza, aguda observadora y conocedora de las discusiones que tienen actualmente lugar en la academia y en el campo de las humanidades, enlaza su propia obra y la del autor de El luto humano a esta discusión, traza nuevas tradiciones de pensamiento que a su vez nos conducen a reinterpretar desde otro lugar y en el marco de renovadas discusiones la obra de Revueltas.

Lo que sigue nos conduce a una de las estrategias fundamentales empleadas por Auerbach para explorar los modos de confluencia entre la obra artística y el mundo, y recupera toda su fuerza, todo su interés:

[el punto de vista externo]

La imagen de un adolescente que, una noche tupida de estrellas detiene en seco su carrera para observar así, todavía con la respiración entrecortada, la bóveda del universo.

¿Qué mar de oscuros reflejos, de abismos luminosos, de espumas cósmicas habrá del otro lado del horizonte, en los crepúsculos?

La imagen del adolescente que levanta el rostro para toparse con los ojos que lo ven, que le dan sentido a su existencia, desde otro planeta. El punto de vista externo […] (Rivera Garza 2020: 84).

La adolescencia es la gran etapa de los descubrimientos, de la valentía de quien se atreve a mirar más allá de sí mismo, de quien se atreve a emplear las palabras de la tribu para explorar y dar nombre a nuevas realidades, a buscar nuevos significados.

El acto de narrar y la propia reflexión de la autora se enlazan claramente con el acto de narrar y preguntarse del propio Revueltas: “No está solo el mundo”: “lo ocupa el hombre”. “aquella constelación, aquel planeta solitario, toda esa materia sinfónica que vibra, ordenada y rigurosa, ¿tendría algún significado si no hubiesen ojos para mirarla, ojos, simplemente ojos de animal o de hombre, desde cualquier punto, desde aquí o desde Urano?” (Rivera Garza 2020: 86). Nótese que lejos, muy lejos, de simplemente apelar a una cita de Revueltas o sacarla de contexto de manera extractivista, Rivera Garza honra aquel momento de reflexión y de escritura que le dieron nacimiento, lo subraya, lo vuelve a dotar de toda la relevancia, de toda la perentoria y vital importancia con que fue formulado, para a su vez entrar en diálogo existencial con él. Cuando escribía su propia novela, Rivera Garza descubrió asombrada su genealogía con El luto humano: el lugar central del agua, sí, pero también la cercanía de ciertos temas y la preocupación de los primeros años de militancia de Revueltas, que giraron en torno a una realidad que es también la del pasado familiar y las genealogías de los Rivera y los Garza que la autora andaba buscando. En efecto, como ella misma lo recuerda, el propio Revueltas había visitado, muy joven aún, Estación Camarón, lugar que habitaron los propios antepasados de la autora. Por otra parte, ella nos recordará también que ese lugar extremo, marginal, extraviado en la geografía y la memoria histórica de México, fue nada menos que el escenario de la primera revuelta agrícola postrevolucionaria y, en cuanto tal, laboratorio de uno de los procesos sociales más interesantes de la primera parte del siglo XX. Una vez más, las posiciones de marginalidad y centralidad, los valores de excepcionalidad y relevancia alimentan la visión de Rivera Garza y se enlazan con la misma preocupación de Revueltas y del propio ser humano a la hora de aceptar con cada vez mayor modestia nuestro lugar en el cosmos y de reconocer con un voto de esperanza nuestra posibilidad de observarlo y observarnos. El punto de vista laboriosamente construido por la larga tradición de la literatura occidental se descentra, se reformula, se complejiza hoy al infinito desde la experiencia y la mirada de los autores provenientes de distintas partes del mundo y se enriquece con la concurrencia de diversas tradiciones y formas de contar la historia.

Además de todo ello, registra la obra de Rivera Garza otra preocupación contemporánea que atraviesa nuestra conciencia y desestabiliza nuestros hábitos de pensamiento: “la descentralización de la presencia humana sobre la tierra” (2020: 86). Una vez planteado el tema, la autora abre la trama de esta novela-ensayo a las reflexiones de otros pensadores. En las pocas páginas que hemos decidido comentar son llamadas a comparecer con este propósito las reflexiones de Deleuze, Ortega y Gasset, Heidegger, Jussi Parikka. Nos maravilla el modo en que Rivera Garza teje estas inquietudes, que pueden a su vez abordarse, como lo hace en [un eslabón], con un sentido abstracto que se toca con la pregunta poética por la raíz misma de nuestra existencia:

La descentralización de la presencia humana sobre la tierra: apenas un punto en un universo definitivamente más extenso, más maravilloso, más fulminante. Un eslabón, quiero decir. Algo que, deleuzianamente, conecta. Los pies con la tierra, la mano con otras manos, los ojos con la mirada ignota del animal o de la planta o de la piedra o de ese otro que todavía no alcanzamos a distinguir en la orilla de las esferas. Yo soy yo y mi galaxia. Yo soy yo y mi sitio sobre la tierra. Yo soy yo y mi sitio junto con otros sobre la tierra, en este lugar del sistema solar, dentro de un universo plagado de estrellas (Rivera Garza 2020: 86).

Este tan breve como intenso capítulo, esta isla preponderantemente ensayística y poética en el fluir narrativo, se cierra con dos secciones de enorme densidad que enlazan a su vez la experiencia particular de la escritura con una reflexión general sobre la condición humana: En [pertenecer es una palabra ardiente] aborda la gran cuestión del habitar, el pertenecer como la “condición primordial e ineludible” del ser humano y de todos los seres (2020: 87); el “reconocer la consistencia misma de nuestras múltiples habitaciones y responder a sus requerimientos” (2020: 88). Reconocer con modestia nuestro lugar como habitantes de la tierra, como cuerpo entre otros cuerpos, “nuestra condición de huéspedes” (2020: 89). Y aun otro elemento de no pocas consecuencias: la posibilidad de llegar a un nivel fundamental y fundante de verdad:

La verdad cruel, la verdad simple, la verdad de la que parten todas las otras verdades: estamos alojados en una casa ajena. Somos huéspedes en un lugar que es también la ubicación de otros seres humanos y otras especies y otros seres orgánicos e inorgánicos. Reconocer la raíz plural de nuestra habitación, asumir nuestra condición de huéspedes en un mundo radicalmente compartido […]. Habitar es devenir, ciertamente. No se trata de una conexión abstracta y ni siquiera sagrada, sino de una interrelación material (Rivera Garza 2020: 89).

Regresar a Revueltas y a la cuestión del materialismo es a la vez acceder a cuestiones mayores como el sentido de nuestro habitar en la tierra y a la posibilidad de seguir afirmando la existencia de la verdad.

Reencontrarse una vez más, en este nuevo giro de la espiral, con Revueltas, permite a Rivera Garza preguntarse, con él, tanto por la materia del mundo y de la escritura como por el sentido de ser escritor. Con ello logra, a su vez, rescatar y restaurar tanto la presencia de Revueltas, ese “escritor que muere por la vida” (2020: 89), en la historia que se está contando, como dialogar con él en torno al “trabajo de creación”, que debe pasar ineludiblemente por el cuerpo, así como por la responsabilidad del escritor:

A la manera de los pensadores del giro no-humano, aunque mucho antes que ellos, Revueltas entiende la ardiente palabra pertenecer como parte de o sinónimo de otro verbo encarnado: producir. De la mano al cerebro y viceversa, con la dignidad de las yemas encallecidas, la producción del planeta, de la vida humana y no-humana sobre el planeta tierra, es la condición de la que no podemos, ni queremos, escapar. Habitar, que es también producir una habitación, es lo que nos conmina a reconocernos (Rivera Garza 2020: 90).

No dejaremos de mencionar otro quehacer de algún modo cercano a la filología, que acompañará toda la obra de Rivera Garza: su apropiación y toma de distancia crítica, su escuchar, su dotar de calidad y saborear el sentido individual y colectivo, el carácter dulce o amargo de las palabras: “pertenecer es una palabra ardiente” (2020: 87), “cumplir es un verbo sin misericordia”, “usurpar es otro verbo que viene del latín y es otro verbo sin clemencia” (2020: 91).

En este momento de tránsitos y migraciones, en este momento en que a la certeza de los pocos que tienen una habitación y un trabajo se contrapone la incertidumbre de la intemperie, Rivera Garza retoma estas reflexiones que son las de quien busca trazar su genealogía persiguiendo ella misma, en tránsito por tierras peligrosas y desoladas, la huella de una familia en permanente movimiento y precariedad laboral y existencial:

[un método]

Pero pertenecer es siempre ir de vuelta. No hay tábula rasa […]. Nadie pertenece por primera vez. Compartimos estancia de entrada, en el origen mismo de toda materia […]. Ojos en el microscopio: Ojos en el telescopio. La tecnología nos lo recuerda o lo hace patente: no hay lugar vacío. Más que un mito, la des-habitación es un crimen. Pertenecer es re-habitar. Negar el origen abstracto o puro del universo y abrazar su materialidad: eso es pertenecer. La primera habitación, por lo tanto, es la huella (Rivera Garza 2020: 90-91).

Tras este pasaje de aliento poético sigue la reflexión sobre la responsabilidad del escritor, que se enlaza tanto con las exigencias de la propia novela que se está escribiendo como con las demandas del ser humano y de la vida. La moral de la forma se entrelaza en lo profundo con la forma de la moral. Regresemos a las palabras mencionadas en el comienzo de este artículo:

Si como habitantes de la tierra solo nos queda estar con otros o volver a estar donde estuvieron otros, entonces la tarea más básica, la más honesta, la más difícil, consiste en identificar las huellas que nos acogen. Este es el momento ético de toda escritura, y, aún más, de toda experiencia (Rivera Garza 2020: 91).

Aun cuando nos espera una última página para cerrar esta sección, página de retorno y homenaje a la obra de Revueltas, prefiero quedarme aquí, por los alcances a la vez éticos, estéticos y epistémicos de esta afirmación que está en la base del programa escritural, vital y político de Rivera Garza: volver a habitar la huella, restituirla con un trabajo de búsqueda y escritura, hasta lograr encontrar en ella una primera habitación que nos dé sentido de pertenencia, que nos permita rehabitarla. Añado que rehabitar es también encontrar las condiciones para rehabilitar nuestra vida en la vida, la vida en nuestra vida.

Cuando Erich Auerbach, perseguido por el nazismo, se refugia en Estambul, decide escribir Mimesis, este libro de alta crítica que es a la vez un canto de amor a la tradición cultural que lo acunó en su infancia, a la “civilización” que alguna vez lo convidó a creerse parte de ella y que más tarde bárbaramente lo expulsó y lo obligó a buscar nuevos sentidos de pertenencia. En 1942 y en pleno avance de los horrores del nazismo, Auerbach propone un método de lectura de los textos que busca a su vez indagar “la interpretación de lo real por la representación literaria” (1988: 522). Muestra allí los distintos momentos de una larga historia que tiene uno de sus hitos en la tradición figural, y afirma que “el realismo moderno, en la forma que se presentó en Francia a principios del siglo XIX […] hace de sus personajes objetos de representación seria, problemática y hasta trágica” (1988: 522). Recordemos que existen en alemán dos términos diferentes, Realität y Wirklichkeit, que suelen traducirse al español con el mismo vocablo, ‘realidad’, aunque debe distinguirse entre Realität como soporte material de todo lo dado y Wirklichkeit como realidad construida o configurada por el sujeto (Galcerat 1995: 72). Considero que en el caso de Rivera Garza estos dos sentidos se hacen presentes: tanto la realidad material que es trasfondo de los acontecimientos y es una y otra vez evocada a través de la obra, y la realidad construida por un sujeto que obedece a la tarea de historiar, relatar, imaginar.

Regresar a Auerbach después de leer a Cristina Rivera Garza es tender puentes entre dos autores que combaten desde la crítica y la creación literaria el avance de la intemperie y proponen diversas formas para identificar las huellas que nos acogen. Es redescubrir a dos figuras que no se rinden e insisten en la necesidad de defender la dignidad de lo humano a la hora de entablar el diálogo con la literatura. Es asomarse al punto cero donde la representación de la realidad se pregunta por sus propias condiciones de posibilidad y se descubre parte de la larga exigencia de pensar lo humano sin hacer concesiones a la usurpación de la mentira. Es reemprender la marcha en busca empecinada de los indicios de la vida, la verdad, el valor de lo existente. Es afirmar nuestro derecho a transitar y hacer habitable el mundo, nuestro derecho a recuperar las huellas de la memoria e indagar el horizonte del sentido.

Referencias

Auerbach, Erich (1988): Mimesis. La representación de la realidad en la literatura occidental, México: FCE.

Galcerat Huguet, Montserrat (1995): “Realidad y actualidad o efectividad o bien la concepción hegeliana del ser como existencia devenida”, en: Anales del Seminario de Historia de la Filosofía, 12, 57-78, en: https://revistas.ucm.es/index.php/ASHF/article/view/ASHF9595110057A (Acceso en 13/01/2022).

Revueltas, José (2014): El luto humano, México: Ediciones Era.

Rivera Garza, Cristina (2020): Autobiografía del algodón, México: Random House Mondadori.

Rivera Garza, Cristina (2021): El invencible verano de Liliana, México: Random House Mondadori.

Entre el realismo y la literatura fantástica: la Santa Muerte en “El converso” de Enrique Serna como representación de la violencia

Alfonso Macedo Rodríguez

Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa

Resumen

En esta nota se estudia el cuento “El converso” de Enrique Serna como una representación de la violencia en la narrativa mexicana de la segunda década del siglo XXI. El relato, publicado en el volumen La ternura caníbal (2013), destaca debido a sus procedimientos que rompen las convenciones del género realista para instalarse en el fantástico, a propósito de la tradición literaria mexicana y las formas en que se representa, y denuncia el abuso de poder y la violencia cotidiana. “El converso”, cuento que se inscribe al principio, y de manera aparente, en el realismo, da un giro hacia la literatura fantástica, lo que sugiere que no se trata de una obra ni de un género evasivos, sino que subraya el horror ante la violencia producida por la guerra contra el narcotráfico en las dos primeras décadas del siglo XXI en México.

Palabras clave: Enrique Serna, narrativa mexicana, realismo, literatura fantástica, violencia.

1. La narrativa mexicana contemporánea y las representaciones de la violencia

Como en el teatro clásico, la narrativa siempre se ha inclinado a la representación de la realidad en el sentido aristotélico. Esta afirmación, que puede parecer obvia, podría sostenerse en el estudio clásico Mímesis de Erich Auerbach (2002), publicado originalmente en 1942: de la Odisea y el Génesis hasta Al faro de Virginia Woolf, pasando por las obras de Boccaccio, Montaigne, Shakespeare, Cervantes y otros autores, el crítico alemán analiza el estilo en cada fragmento que reproduce y lo contextualiza en la historia de la literatura europea y los procedimientos artísticos que los escritores incorporan, de acuerdo con las tendencias de cada época.

En Mímesis, lo que podría parecer una lectura exclusivamente filológica para especialistas tiene entre líneas un mensaje oculto sobre el poder: ahí donde identificamos un estilo (alto, medio, bajo) en los autores que Auerbach estudia sincrónica y diacrónicamente, subyace un trasfondo político. Así, en su capítulo sobre El satiricón concluye que no hay denuncia social del régimen imperial, solo un tratamiento festivo que celebra: Petronio y Tácito “miran desde arriba” (2002: 51).

En la historia de la crítica literaria, Mímesis —cuyo subtítulo es La representación de la realidad en la literatura occidental— ocupa un lugar central: en ese análisis de diversos momentos en que se estudia la representación de la realidad, Erich Auerbach consolidó el análisis estilístico y convirtió su obra en un referente crítico, de tal modo que mantuvo la relación ineludible entre novela y realismo, como si la novela fuera exclusiva y definitivamente realista. Desde luego, esta apreciación ha sido cuestionada y refutada en la práctica si se piensa en los aportes definitivos de la literatura fantástica, como queda de manifiesto en las obras producidas en dos zonas geográficas donde el género se cultiva poderosamente: el Río de la Plata y México. A pesar de los modos en que los escritores de ambas zonas cuestionan la realidad empírica en la ficción —comenzando con Borges y su combinación de elementos fantásticos dentro de relatos que fingen ser reseñas de libros inexistentes—, el predominio de la representación de la realidad en las obras narrativas “realistas” y “fantásticas” se mantiene. En el género fantástico la ruptura de las leyes de la naturaleza terrenal y el cuestionamiento de lo que está ocurriendo sugieren una adherencia inamovible a la representación de la realidad.

La influencia de Auerbach en los estudios literarios que analizan la representación de la realidad —a la que esta nota también suscribe, ya que en “El converso” se narra un acontecimiento extraordinario que rompe la representación de la realidad (mimética) para inscribirse en un universo en el que la Santa Muerte es real y decisiva, ya que su función es de una especie de dea ex machina— es decisiva, como queda de manifiesto en las abundantes referencias a su obra. En ese sentido, el concepto de representación tiene un trasfondo mimético al igual que el concepto de figuración que emplea el escritor argentino Juan José Saer. En su ensayo “La narración-objeto” analiza la verosimilitud de la ficción en relación con los procedimientos artísticos que la catapultan y la convierten en una obra de ruptura, por encima de las obras convencionales que pertenecen al mismo género pero que no innovan ni rompen la tradición a la que pertenecen:

[…] en tanto que arte, toda narración tiende a apartarse naturalmente de los invariantes de construcción y género. Por su alejamiento, ostensible o no, de esos marcos, toda narración tiende a ser única, y esa individuación se produce gracias a la proliferación en su interior de elementos particulares en detrimento de los invariantes de construcción y de género. En el caso inverso, el respeto de esos invariantes empobrece el tejido de figuraciones particulares (algún día habrá que escribir una historia de la evolución del detalle en el relato realista, a través del camino abierto por Mimesis, la obra magistral de Erich Auerbach) y transformar el relato en una especie de producto industrial (Saer 1999: 25).

La afirmación del escritor santafesino parece una actualización de los postulados teóricos de Viktor Shlovsky y Iuri Tinianov a propósito de los procedimientos artísticos, la evolución literaria y las series que producen variantes en la tradición. Esa afirmación también se acerca a la teoría de Theodor W. Adorno a propósito de su crítica a la industria cultural pero también a la teoría de Auerbach porque se trata de diversos procedimientos para pensar en la ficción como figuración (representación) de la realidad al tiempo que se piensa en obras literarias particulares —para Auerbach, se trata de las obras de Homero, Petronio, Apuleyo, Zola, Woolf, etc.; para Saer, de Los adioses de Onetti, El silenciero de Di Benedetto y Pedro Páramo (1999: 26)— que superan su propia representación de la realidad para convertirse en obras artísticas mayores o, para emplear la terminología de Saer, narraciones-objeto autónomas que rompen las leyes del género en el que se inscriben.

Para Saer, esa ruptura estética puede ser ejemplificada con otras obras que, en su momento, marcaron un nuevo rumbo y el inicio de un nuevo género: la novela negra, con Raymond Chandler a la cabeza y quien rompió las convenciones del género policial de enigma (1999: 25-26). Saer afirma que se trata de un gesto de innovación artística que, a pesar de que posteriormente se convertiría en un producto industrial con una fórmula más rígida que la del género de la que surgió, en su momento creó una narración-objeto autónoma. Esta apreciación tiene un trasfondo revolucionario porque, en buena medida, la función política de las novelas de realismo sucio de Chandler hace una denuncia social contra la corrupción sistematizada de los gobiernos capitalistas estadounidenses. También se trata de una superación de la novela policial de enigma, por lo que la función estética (la ruptura dentro de la tradición literaria) corre paralela con la política.

Ambas funciones mantienen una relación inherente e inseparable en las artes y la literatura contemporáneas y, en gran medida, fueron anticipadas en los ensayos de Walter Benjamin. La evolución literaria no solo se produce, así, en la obra; sus procedimientos artísticos también son políticos porque rompen con las convenciones de una época y con un gusto artístico dominante. En ese sentido, la relación epistolar y las coincidencias estéticas e ideológicas entre Benjamin y Auerbarch quedan de manifiesto en los breves estudios que Raúl Rodríguez Freire dedicó a ambos críticos en la edición de su breve correspondencia. Ahí identifica una línea subversiva en la obra de Auerbach —que puede leerse entre líneas— y un mensaje político cifrado que anuncia el ocaso de la representación mimética de la realidad: “[Jacques] Rancière reconoce que fue Mímesis el libro que lo llevó a percibir aquella estética que realiza el quiebre de lo que él mismo llama el régimen mimético” (Freire 2015: 80). Tanto Rancière como Edward Said, otro crítico fundamental de la cultura contemporánea, coinciden en el carácter desautomatizador de la crítica de Auerbach, lo que lleva a pensar a Rodríguez Freire que el historicismo de aquel, así como la alegoría estudiada por Walter Benjamin en su libro sobre el drama barroco alemán, “bien podría ser el antídoto que necesitamos para comprender la realidad re-presentada una vez que se ha declarado la muerte de la representación y la muerte de la «realidad»” (2015: 83) en sus formas estéticas convencionales.

De acuerdo con lo anterior, una lectura de la representación de la realidad en la narrativa mexicana contemporánea, de El matrimonio de los peces rojos (2013) de Guadalupe Nettel, Los atacantes (2015) y Manos de lumbre (2018) de Alberto Chimal —para mencionar algunos referentes centrales de la narrativa de los años diez de este siglo— a los cuentos de Enrique Serna, sugiere un desajuste en las representaciones habituales, no solo en cuanto al género fantástico como alternativa estética, sino desde los mismos relatos convencionalmente llamados realistas —como una etiqueta que reflejara una distancia explícita con aquel.

Remitiéndome a un trabajo anterior sobre el cuento de terror “La mujer que camina para atrás”, de Chimal (Macedo Rodríguez 2020), doy por sentada la superación del prejuicio que atribuye a la literatura fantástica una evasión de las problemáticas sociales. Arán (1999) y Roas (2011) ya habían identificado la ruta subversiva del género fantástico en la literatura hispanoamericana y española. La representación de la realidad como mímesis, en el contexto de la violencia de las décadas anteriores, ha encontrado en la literatura mexicana actual algunas tendencias estéticas más cercanas al ámbito de lo fantástico, como la denuncia ante la situación de peligro permanente debido a la guerra contra el narcotráfico del presidente Felipe Calderón durante su mandato (2006-2012) —como queda de manifiesto en “La mujer que camina para atrás” de Chimal y “El converso” de Serna— o la desigualdad social que permite la violación normalizada a los derechos humanos por parte de la clase alta como detentora del poder económico, tal como se sugiere en otro cuento de Chimal, “La gente buena” (Los atacantes).

El cuento que aquí analizo se inscribe no solo en el género fantástico sino también en la literatura de terror: La Santa Muerte, el personaje que cumple la función de antagonista, exige sangre humana y adoración perpetua; se trata de un agente negativo que incide en la vida cotidiana cada vez más violenta de los estados del norte y el occidente de México.

2. “El converso”: de la leyenda colonial al cuento de terror regional

Ella escribía el cuento de terror que yo protagonizaba,

pero ningún personaje doblegado por la corrupción colectiva

puede alegar inocencia.

Enrique Serna, “El converso”

El cuento presenta a un narrador homodiegético: se trata del protagonista, párroco del pueblo de Jungapeo, ubicado en el estado de Michoacán. Su vocación religiosa se pone en contexto debido a sus comentarios autolaudatorios sobre sus actividades permanentes en beneficio de los habitantes y que van más allá del auxilio espiritual: consigue vacunas y medicamentos, reparte cobertores en época de frío, construye y dirige obras. Su única debilidad son las mujeres, por lo que ha roto frecuentemente sus votos de castidad. Precisamente, el cuento comienza con un sueño nocturno erótico: “Estaba gozando a doña Leonor Acevedo, la presidenta del patronato de obras pías, cuando un llanto infantil me despertó en la madrugada” (Serna 2013: 225). El relato, narrado en orden cronológico, es la historia de un descubrimiento en clave policial pero también se inscribe en la literatura de terror, ya que el protagonista escucha un llamado que interrumpe su sueño y se encuentra relacionado con sus deseos carnales: en la madrugada, escucha el llanto de una niña junto a los ruidos del movimiento de la rueda de la fortuna de la feria ubicada en las calles del pueblo. Cada vez que Genaro comete un pecado contra su castidad obligatoria —aun en sus sueños eróticos—, surgen esos ruidos metálicos que sugieren un movimiento invisible.

En su discurso narrativo cargado de cierta justificación moral por sus actos, el narrador es claro al exponer el contexto social de Jungapeo: los habitantes están abandonados frente la violencia de los grupos criminales; el reclutamiento de los jóvenes a las filas de los grupos de narcotraficantes va en aumento (“Cada vez que daba la comunión a un muchacho me preguntaba: ¿cuánto tardará este pobre infeliz en renegar del Señor y rendirle vasallaje a los matones que se pavonean en la calle con sus esclavas de oro macizo?” [2013: 231]); el robo de los recursos públicos por parte de los funcionarios municipales ya no es una novedad en el pueblo, pero al protagonista todavía le causa indignación. En cuanto a la posición de la religión católica, la de mayor influencia y alcance en las zonas rurales del país, se sugiere —desde el punto de vista del personaje pero de manera tal que su discurso funciona como una especie de sinécdoque particularizante y como una representación de la realidad en la ficción— que ha habido un desplazamiento gradual en el que, junto al culto a las figuras religiosas tradicionales (Dios, Jesús, la Virgen María), se ha instalado el culto a la Santa Muerte de manera definitiva. En el cuento, la representación literaria y alegorización de esta moderna Coatlicue —unos pocos años antes, Vince Gilligan también había realizado una asociación entre la Santa Muerte y los narcos mexicanos en su serie de televisión Breaking Bad (2008-2013)— refleja el modo en que su culto ha ganado devotos:

De camino al Palacio de Gobierno me topé con una caravana de infieles que llevaban en andas la efigie de la Santa Muerte, con capucha, guadaña, y un lujoso vestido de encaje que ya quisieran las vírgenes empolvadas de la parroquia. Iban cantando alabanzas a La Niña Blanca, el mote de cariño de su falsa diosa, con un fervor que me atrevería a calificar de satánico. Maldije al presidente municipal por permitir esas procesiones sacrílegas a cambio de generosas dádivas. Por su culpa, el culto a la patrona de los narcos ha proliferado en toda la comarca (2013: 230-231).

Junto a esta contextualización de la vida cotidiana en Michoacán ocurre una serie de indicios que sugiere la existencia de acontecimientos sobrenaturales, aunque estos solo son captados por el protagonista; no hay nadie que los respalde, lo que no significa que no ocurran. Hay varias pruebas que se confirmarán hacia el final de la historia: los ruidos de la rueda de la fortuna —como guiño a la posición cambiante de los personajes, asesinados si tienen problemas con los grupos criminales o enriquecidos si ceden a la presión y el soborno— encendida en la madrugada, el lodo en los zapatos cuando Genaro sale a buscar el origen del ruido, etc.

Su confesor, el padre Quintero —cuyas actividades sociales pueden ser interpretadas como una alegoría de los sacerdotes seguidores de la teología de la liberación, de gran alcance ideológico y social en muchas comunidades rurales de América Latina—, sugiere que no hay ningún espectro o “ánima en pena” (2013: 234): todo lo atribuye a la culpa por sus pecados carnales. Sin embargo, la comprobación de los acontecimientos sobrenaturales —que confirman que “El converso” es un cuento que parte del terror físico para experimentar sobre todo un terror metafísico (Roas 2011: 79-107) y llegar a una especie de resignación—, tiene lugar en lo que podríamos llamar un recurso narrativo cinematográfico: Genaro, creyendo que puede descubrir el secreto de la beata Hilaria (el espectro que lo atormenta en sus sueños y la vigilia y quien por su negligencia murió sin haber recibido la extremaunción), viaja con su nueva amante a la capital a revisar unos viejos archivos que la involucran con el asesinato de la madre de Hilaria cuando esta era una niña. Mientras revisa el expediente, descubre que ella fue quien delató a su madre por sostener relaciones extramaritales con el trabajador encargado de la rueda de la fortuna. Justo en ese momento, Genaro es testigo de un acontecimiento sobrenatural: en uno de los documentos que se encuentra consultando, ve surgir una frase escrita en letras rojas: “BUELBE AL HOTEL CON TU PUTA” (Serna 2013: 248). La frase premonitoria, que surge solo para el protagonista como advertencia de una tragedia inevitable, se confirma: Leonor muere en un ataque perpetrado por un grupo de sicarios de la Familia Michoacana contra dos agentes federales que se hospedaban en el hotel donde ella y Genaro habían pasado la noche.

Más allá del desarrollo de la historia, con el mensaje de sangre de Hilaria se pone de manifiesto el modo en que ocurre el desplazamiento de la violencia de los viejos relatos de terror y las leyendas —como la de la Llorona, “la famosa plañidera de la leyenda colonial” (2013: 242)— para instaurar el verdadero horror desatado por la violencia en el contexto de la lucha contra el narcotráfico y las instituciones gubernamentales vencidas e infiltradas. La frase que aparece en uno de los papeles consultados por Genaro tiene uno de los rasgos característicos de los mensajes de los grupos criminales cuando ejecutan a miembros de las organizaciones rivales: las faltas de ortografía. Esas faltas exhiben una violencia en la que el texto se acompaña de un mensaje visual: los cuerpos de las víctimas presentan heridas contundentes y sugieren largas horas de tortura; como en el filme El infierno (2010) de Luis Estrada, los verdugos escriben su mensaje por la disputa de la plaza —punto de venta— y lo clavan con un cuchillo sobre los cuerpos inertes. El mensaje de Hilaria a Genaro, escrito con sangre, anticipa el asesinato y contribuye a que él cediera y fuera asimilado a la Familia.

Semanas después, el protagonista se incorpora a las actividades parroquiales; poco a poco, cede y cambia su mentalidad: recibe medio millón de pesos del cártel dominante que emplea para obras de caridad y remodelación de la iglesia, lo que sugiere el inicio de sus concesiones al grupo que ha rebasado y asimilado a todas las instituciones que mantenían el orden social. Una noche, la muerta lo llama otra vez: al seguir la voz, llega a una capilla dedicada a la Santa Muerte y encuentra ahí al espectro de Hilaria, quien le confiesa el poder que ejerce sobre él porque se entregó, en su momento de agonía, no a Dios —quien la había abandonado porque el protagonista no llegó a darle los santos óleos— sino a la Santa Muerte, de quien es fiel servidora. Convencido del poder de esta y sabiendo que Hilaria no dejará de perseguirlo, Genaro se convertirá en fiel seguidor del culto al caos y la violencia: “ahora soy un guiñapo sin albedrío. Haré lo que Dios disponga, si me lo permite la Niña Blanca” (2013: 257).

Como parte de la poética de Serna, en sus cuentos hay una constante: se trata del final sorpresivo que da un giro en la identidad del narrador. Sin embargo, como sucede en “Tía Nela” de El orgasmógrafo y “Borges y el ultraísmo” de Amores de segunda mano, en “El converso”, el giro sugerido de antemano en el título se encuentra en el sometimiento no a Hilaria como agente negativo sobrenatural, sino a la Santa Muerte como patrona de los grupos criminales con un alcance cada vez mayor en las zonas populares urbanas y rurales de México. En ese sentido, las palabras del epígrafe, al inicio de esta sección, confirman el control ejercido por el narco: antes de su relato, Genaro ya había sucumbido a ese poder que ha desplazado al Estado; por su parte, la religión católica ha visto cómo en los cultos y rituales tradicionales ha surgido el fervor por la Santa Muerte. El punto de vista del inicio sugería la resistencia del protagonista ante la corrupción imperante de todas las instituciones dentro de una trama perteneciente a la literatura de terror con elementos del policial pero, en realidad, todo estaba perdido desde antes: conforme avanza el relato y se llega al final sorpresivo, se comprueban los acontecimientos fantásticos que remiten a la caída moral y definitiva del protagonista.

Referencias

Arán, Pampa O. (1999): El fantástico literario. Aportes teóricos, Córdoba: Narvaja Editor.

Auerbach, Erich (2002) [1ª ed., 1942]: Mimesis. La representación de la realidad en la literatura occidental, trad. I. Villanueva y E. Imaz, México: FCE.

Macedo Rodríguez, Alfonso (2020): “Historia, prensa y literatura fantástica en «La mujer que camina para atrás» de Alberto Chimal”, en Francisco Martín Peredo Castro e Isabel Lincoln Strange Reséndiz (coords.), Tinta, papel, nitrato y celuloideDiálogos entre cine, prensa y literatura en México, México: UNAM/Coordinación de Difusión Cultural. Versión electrónica.

Roas, David (2011): Tras los límites de lo real. Una definición de lo fantástico, Madrid: Páginas de Espuma.

Rodríguez Freire, Raúl (2015): “Epílogo. Erich Auerbach como filólogo político”, en Correspondencia entre Erich Auerbach y Walter Benjamin, trad. y estudio preliminar de Raúl Rodríguez Freire, Buenos Aires: Ediciones Godot, 73-83.

Saer, Juan José (1999): La narración-objeto, Buenos Aires: Seix Barral.

Serna, Enrique (2013): La ternura caníbal, Madrid-México: Páginas de Espuma.

La gramática de la violencia en El lenguaje del juego de Daniel Sada

Christian Galdón

Université Paris 1, Paris Panthéon-Sorbonne

“Pobre Mágico, pobre país sumergido en

un inexorable hoyo negro.”

-Daniel Sada, El lenguaje del juego

Resumen

En su novela póstuma, El lenguaje del juego (2012), Daniel Sada nos ofrece una visión compleja del fenómeno de la violencia asociado al narcotráfico de drogas en México. En este artículo esta complejidad es interpretada como un dispositivo propio y autónomo, una gramática, esto es, un lenguaje, en el que se articulan y combinan diferentes elementos heterogéneos con una función estratégica siempre inscrita en una relación de poder.

Palabras clave: Daniel Sada, violencia, dispositivo, política.

Introducción:

En los últimos treinta años (desde la expansión del narcotráfico en los años noventa del siglo pasado hasta hoy) una parte de la literatura mexicana contemporánea se ha centrado en tratar de explicar, criticar, describir o ficcionalizar el fenómeno de la violencia asociada al narco. Son innumerables los reportajes, ensayos, novelas, crónicas, que han tratado de rendir cuenta del crimen, de la corrupción, del nepotismo que gangrenan, como un cáncer, a la sociedad mexicana. Los testimonios son sumamente heterogéneos, tanto desde el punto de vista de la forma como del contenido, y han abierto un debate en el seno de la crítica. Hay quienes, como Martín Solares, subrayan la relación desigual entre la cantidad y la calidad de los libros publicados (2014: 189, 201). Otros críticos, como Rafael Lemus, Oswaldo Zavala o Pablo Raphael denuncian la complacencia y la connivencia de la narcocultura con el mercado, su “costumbrismo dócil”, su “abulia formal” (Lemus 2005: 40), cuando no el hecho de que estos libros reproduzcan de manera acrítica el discurso oficial hegemónico (Zavala 2018: 2358-2369).

En este campo de valoraciones tensionado, inestable, de la crítica mexicana acerca de la violencia del narco, es donde hay que insertar El lenguaje del juego (2012) novela póstuma de Daniel Sada. Obra que hay que enraizar, asimismo, en el monolito que representa Porque parece mentira la verdad nunca se sabe (1999), eje central de la carrera literaria de Sada. Siguiendo la pista de reflexión abierta por Oswaldo Zavala en su libro sobre el tema, Los cárteles no existen: cultura y narcotráfico en México (2018), lo que pretendemos demostrar en este artículo es que el narcotráfico y la violencia en la obra de Sada, lejos de ser el gran Otro (el enemigo formidable a combatir y derrotar), forman parte del “lenguaje del juego”, como dice el título de su última novela. Es decir, que son elementos de una gramática compleja, legible, que integra redes diversas de poder: de la política, del mundo empresarial, de la policía, del ejército, etc.

1. La gramática como dispositivo.

Primero conviene definir qué entendemos por gramática y violencia y cuál es el vínculo que se establece entre ambos en la novela de Sada. En su libro ¿Qué es un dispositivo?, Giorgio Agamben retoma un “término decisivo en la estrategia del pensamiento de Foucault” (2014: 7) y aporta una interesante reflexión sobre la noción de dispositivo. Para el filósofo italiano, el término puede resumirse brevemente en tres puntos:

  1. El dispositivo es un conjunto heterogéneo que incluye virtualmente cualquier cosa, tanto lo lingüístico como lo no lingüístico: discursos, instituciones, edificios, leyes, medidas de policía, proposiciones filosóficas, etc. En sí mismo, el dispositivo es la red que se establece entre estos elementos.
  2. El dispositivo siempre tiene una función estratégica concreta y siempre se inscribe en una relación de poder.
  3. Como tal, resulta del cruce entre relaciones de poder y relaciones de saber (2014: 8-9).

Esta triple definición de dispositivo entendido como conjunto heterogéneo de elementos y cosas, como red estratégica inscrita en una relación de poder y como cruce o nexo entre relaciones, nos sirve para entender lo que nosotros buscamos definir como la gramática de la violencia en El lenguaje del juego; a saber: el conjunto de reglas, principios o normas (no necesariamente sintácticas, ortográficas o fonéticas) que confieren una lógica, o lo que es igual, que aportan un orden al fenómeno de la violencia. Lo que cuenta en esta novela ya no es tanto el juego con las palabras (la propuesta lúdica, carnavalesca, tan característica de la escritura sadiana) sino “el juego” entendido como un dispositivo propio y autónomo, una gramática; esto es, un lenguaje en el que se articulan y combinan diferentes elementos heterogéneos con una función estratégica siempre inscrita en una relación de poder.

La trama de la novela se puede resumir en unas pocas líneas argumentales. Valente Montaño es un bracero que ha intentado cruzar de manera ilegal la frontera norte en dieciocho ocasiones, hasta que finalmente logra reunir un capital modesto que le permite inaugurar un negocio (una pizzería) en su pueblo de origen, San Gregorio (topónimo que contiene y predice la sangre por venir). Valente se instala con su esposa, Yolanda, y sus dos hijos, Candelario y Martina, y desde el comienzo todos contribuyen a dinamizar el negocio en un lugar en donde prima la comida tradicional mexicana. El restaurante se convierte pronto en el escenario donde “colindan la normalidad de una familia típica y la anomia que representa la violencia producida por los diversos grupos delincuenciales que sucesivamente se instalan en el pueblo” (Sperling 2017: 129-130). La lucha o la disputa por la plaza de los narcos (en connivencia con el poder oficial) coincide con el “desmadre familiar” (Quintana 2017: 12) de los Montaño. Candelario abandona el negocio para integrar las filas del crimen organizado en donde se vuelve capo, mientras que Martina se fuga con un sicario que termina por asesinarla de manera brutal. Una vez más, como ya ocurre en Porque parece mentira la verdad nunca se sabe (1999), la familia nuclear mexicana entra en crisis y se desintegra. Los padres abandonados (al igual que Trinidad y Cecilia) permanecen en casa tratando de entender su fracaso (que puede ser leído metonímicamente como el fracaso de toda una sociedad). Candelario, por su parte, tampoco vuelve (como no lo harán ni Papías ni Salomón) para reunirse con lo que queda de la familia: su fuga “culmina simbólicamente en la imposibilidad de afirmar la identidad individual y familiar en la clausura del relato” (Sperling 2017: 131).

2. Todas las familias (in)felices

“Los mexicanos somos una gran familia extendida…”

-Carlos Fuentes, Todas las familias felices.

Como en muchas otras novelas de Sada, la familia se erige en un potente topoï productor de sentido(s). Así lo prefigura el íncipit mismo de la novela, en donde nos encontramos con una estampa idealizada de los Montaño:

Primero la parsimonia. Sentado en un sofá anchuroso y sabiéndose dueño de su casa, Valente Montaño miraba a través de un ventanal las dispersiones del campo. Minutos más tarde invitó a su esposa Yolanda y a sus hijos Martina y Candelario a que le hicieran compañía. La señora se sentó a su lado mientras que sus hijos se mantuvieron de pie durante un buen rato. Así el cuadro familiar estuvo mirando pensativo como si los recuerdos bulleran a lo lejos: sí: como si algo empezara a redondearse. (Sada 2012: 11)

Esta imagen de unión, que nos reenvía a una estructura familiar clásica y patriarcal (todos se reúnen alrededor de la figura del pater familias), se va a ir desgastando, como apunta Cécile Quintana “hasta desaparecer totalmente, según un proceso destructor que inician los mismos hijos al desprenderse del núcleo familiar” (2017: 13). Primero será Candelario quien, fascinado por el éxito y el poder de los Zorrilla, y tras fumarse su primer cigarro de marihuana (símbolo de su desorientación ética) descarta regresar al “cobijo” de la familia. Así describe la escena imaginaria el narrador:

Pero ahora el retiro cabizbajo: ¿hacia dónde?: Candelario no quería remediar –con arrepentimiento de por medio – lo que a las claras le resultaba cómodo: ir a la casa nueva a buscar el cobijo familiar: sí: con el perdón cual buche nauseabundo: sí: el torpe simulacro de hincarse teatralmente y mírenlo, compréndanlo, vean su humildad sincera; se añade el menester de las explicaciones, prodigarse a la fuerza con enredos sin gracia, a bien de conseguir – de manera indirecta – que papá y que mamá se apiadaran de él sin hacerle siquiera la más tonta pregunta: mmm: de antemano esa treta quedaba descartada (Sada 2012: 39).

Vemos en este extracto cómo la teatralidad de la escena (en la que narrador implica al lector: “mírenlo, compréndanlo, vean su humildad sincera”), subraya “la distancia recorrida entre la normalidad inherente al “cobijo familiar” y el acto de transgresión cometido” (Sperling 2017: 138). Candelario integra pronto la narcocultura, un mundo con códigos sociales y culturales, o mejor, de reglas de juego propias: “la opulencia, el derroche, el consumo demostrativo, la transgresión, el incumplimiento de la norma, el machismo”, etc. (Ovalle y Giacomello 2006: 299). Un mundo con valores que simpatizan con la lógica despiadada del capitalismo; un mundo, en definitiva, en donde la ganancia, como escribe Cécile Quintana, está por encima de la vida (2017: 15), y el dinero fácil por delante del trabajo honesto y el sacrificio: “—Yo no quiero repetir lo que hizo mi papá: el andar de ilegal en el otro lado, rifándosela siempre…Fueron años de friega, de mucho sacrificio. Deducción al vapor: dinero fácil, o dicho de otro modo, vida de rico ¡ya!, sin contratiempos.” (Sada 2012: 51).

Esta oposición entre los valores del padre y los valores del hijo la volvemos a encontrar otra vez en un diálogo que este último mantiene con Virgilio Zorrilla (el papá de su amigo Mónico, un capo que, como en Trabajos del reino (2004) de Yuri Herrera, es presentado por el narrador como el gran señor). El patrón quiere saber si Candelario estaría dispuesto a matar o morir por él: “Para ganar mucho dinero se necesita que seas muy valiente […] ¿Tú lo eres?, ¿estás dispuesto a todo?, ¿a matar y a que te maten?” (Sada 2012: 51), le pregunta el mayor de los Zorrilla. El juego aquí con la etimología (valiente-Valente) subraya, como escribe Sperling, “la contraposición de ambas generaciones” (2017: 139) de manera irónica, pues la valentía del narco —la muerte como ejercicio de soberanía, de necropolítica, (Mbembe 2006: 229)— nada tiene que ver con la de Valente, prototipo de personaje luchador (Sísifo) que invierte en la cultura del esfuerzo. Candelario responde afirmativamente a la pregunta del “gran señor” y la escena se termina con las ensoñaciones de este, quien, por su parte, ya se imagina la nueva “vida de rico”: “La nueva vida comprimida, vivirla a todo tren. Y la visión incrustada en el paisaje aéreo de lo más lejano y luminoso del día: los billetes cayendo del cielo. Oh figuración. El dineral desprendido de un gran árbol irreal.” (Sada 2012: 52).

De manera similar a Candelario, aunque no tan brutalmente, rompe Martina con la familia, “imantada al fin por los mismos modelos de lujo y supuesta independencia liberadora” (Quintana 2017: 17). Si bien el anhelo de Martina no es el dinero fácil “desprendido de un gran árbol irreal” (la promesa del narco) sino el deseo en la mirada del otro, un deseo que sea emancipador, que le permita escapar del yugo de la familia. Una escena en particular en la que Martina se maquilla frente al espejo es reveladora de su metamorfosis identitaria:

Arreglo frente al espejo…

Un repaso con recargo de rímel en las pestañas y más abajo el embarre de cacao cremoso puesto en los cachetes morenos. Máscara de emplasto pote, con pintureo de unas líneas ultrarrectas, sin doblez […] Así el gesto de Martina era una bestialidad, nomás por lo exagerado de pintarse colorida para ser vista por alguien que se quedara alelado y con ganas de besar esos labios carmesí, pelotones por carnosos, y pues a ver qué carajos resultaba para bien, porque atraer: ojalá, a un hombre bien valedor, uno que estuviera esbelto y entrara como si nada al negocio familiar a comerse alguna pizza y así como no queriendo: la conexión de miradas de ella y él: pausadamente: y el suspenso redondeado y luego ya los destellos de un deseo que se dispara hasta encontrar al azar el milagro del amor (Sada 2012: 87).

Como lo subraya Cécile Quintana, “Martina reproduce los moldes que cultiva el ámbito del narcotráfico en términos de representación y sexualidad femenina al servicio de los capos” (2017: 17). Así se lo hace saber su madre: “Te pintas la cara como se pintan las putas. Deberías ser más discreta en tu arreglo personal” (Sada, 2012: 87). Martina, de hecho, sigue el patrón de lo que significa ser mujer en el narcomundo, un sistema esencialmente machista, “donde se reproduce en forma caricaturesca el orden social instaurado artificialmente sobre la base del supuesto de la superioridad masculina” (Ovalle y Giacomello 2006: 300-301). Su contemplación en el espejo nos reenvía la imagen del mundo en el que está inmersa, y a las contradicciones de la cultura contemporánea. Martina encuentra la mirada que busca (la del deseo) en la figura de un asesino que la maltrata. Ahora bien, mientras que Candelario desaparece en el narco y queda atrapado en las razones de su cobardía, Martina es abandonada muerta en un barranco. Un triste final para la familia de los Montaño si tenemos en cuenta las expectativas que alumbraban el primer retrato de la novela. Valente y su esposa Yolanda, como Trinidad y Cecilia en Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, deberán volver a empezar de nuevo, tal vez en otro sitio: sin los hijos desaparecidos, muertos, fugados. Esta vez no es un recado sino una bendición lo que nos deja la última frase del libro: “Candelario vislumbró fugazmente la imagen de sus padres, se atrevió a trazar una cruz en el aire como si los bendijera para siempre” (Sada 2012: 198).

3. El narco y el estado, primos hermanos

La familia Montaño no es la única que transita por El lenguaje del juego. Otras familias como la del narco y la del Estado, cruzan sus miembros, se aparean, se disputan, se protegen. El capo Flavio es “dueño de un territorio que bien podía llamarse feudo”, (Sada 2012: 116) y se ocupa de sus trabajadores como si fueran de su propia estirpe. También Ernesto de la Sota tiene sus trabajadores (hijos) que sirven para expandir “el negocio”, entre ellos Candelario. En “las fiestas de las balas” se disputan los territorios y cada familia trata de ganar una “plaza” nueva.

La retórica de la familia, como una forma de organización comunitaria e identitaria, se utiliza en México para designar algunos de los cárteles (los de Tijuana, Sinaloa, Ciudad Juárez, etc.). Aunque quizás la más conocida de todas ellas sea La Familia Michoacana creada en 2006 para expulsar a los Zetas (otra familia) y hacerse con el control de la región. “La única Familia bien avenida del país”, escribe Julián Herbert en Canción de tumba (2012), “radica en Michoacán, es un clan del narcotráfico y sus miembros se dedican a cercenar cabezas” (Sada 2012: 27). Para Cécile Quintana, esta retórica “sirve de estrategia mediática para cultivar la respetabilidad de los hombres que al fin se asumen como ricos empresarios y hombres poderosos como cualquier industrial, aunque el lenguaje del juego sea el crimen” (2017: 21). El narco o “señor feudal” (Sada 2012: 116) se presenta al público como un ejemplar padre de familia: “Tengo a mi esposa, cinco mujeres, cinco nietos y un bisnieto. Ellas, las seis, están aquí, en los ranchos; son hijas del monte, como yo […]”, confiesa “El Mayo” Zambada en una entrevista con Julio Scherer García para la revista Proceso (Scherer 2010: 9).

En Michoacán otra familia, La Gran Familia de Mamá Rosa, se hizo célebre después de que el 15 de julio de 2014, una sección militarizada de la Policía Federal hiciera una redada para intervenir sus locales, un albergue que acogía a niños huérfanos y jóvenes recién salidos del correccional que, al parecer, eran golpeados y explotados económicamente por la figura y la institución que se suponía debía protegerlos. En este caso no se trataba del narco, pero el episodio (bien teatralizado por los medios de comunicación) dejó claro su imbricación, su familiaridad, valga la redundancia, con el Estado. Así lo analiza Claudio Lomnitz:

A primera vista, pues, la familia de Mamá Rosa representa una alternativa familiar heroica a la incapacidad del Estado para gestionar los servicios sociales, ya que no se trataba ni de un orfanato, ni de un albergue, ni de una institución carcelaria, sino antes bien de una familia nacida del compromiso de una madre sin marido para con los pobres, apoyada por la comunidad local, ya fuera de manera espontánea o por vergüenza. De hecho, la familia de Rosa es una respuesta familiar y comunitaria a innumerables crisis menores de familias locales que generan huérfanos, niños de la calle o niños rebeldes que no podían ser refrenados por su parentela […].

Sin embargo, la apertura de La Gran Familia a una demanda en constante crecimiento socavó el ethos familiar de la organización. En primer lugar, porque se dio una imbricación cada vez mayor entre las instituciones de la familia y el Estado y, en segundo lugar, porque las prácticas de estilo familiar dentro de los confines de la organización se debilitaron. Estos dos factores supusieron un profundo desafío a lo que podríamos llamar la “fantasía de la familia”, ya que revelaron lo difícil que era afrontar las crisis de las familias michoacanas particulares a través de grandes fórmulas familiares. La realidad es que la crisis de muchas de las familias michoacanas más pobres no se puede resolver por completo mediante una ideología de la gran familia sustentada en la comunidad, incluso si está liderada por una figura de gran talento y serio compromiso como Mamá Rosa (2016: 30).

Si citamos largamente a Lomnitz refiriéndose a este episodio de gran repercusión mediática en México, o mejor, si convocamos este episodio de La Gran Familia de Mamá Rosa junto a otros ejemplos de organizaciones familiares (como la de los narcos), es para acentuar, en primer lugar, el uso frecuente y abusivo de la referencia a la Familia en el imaginario mexicano, como símbolo de organización social, pero sobre todo de protección frente al Otro. En segundo lugar, para poner de relieve, a su vez, la imbricación de estas familias con el Estado que, en su rol de padre providente, debería no solo representar sino proteger a sus ciudadanos. Y, en tercer lugar, para denunciar el vacío, las crisis de ambas instituciones simbólicas, familia y Estado, así como la connivencia entre-familias, la responsabilidad compartida (entre el narco y el poder oficial). De este modo, el narco deja de ser el enemigo abstracto (el gran Otro) a quién responsabilizar de la violencia del Estado y la sociedad civil, el receptor pasivo sobre el que recae el peso de dicha violencia. Visto de esta manera compleja, sin embargo, el narco queda enmarcado, como escribe Oswaldo Zavala, “dentro del Estado y la sociedad civil, (entre las familias de los) políticos, empresarios y policías, es decir, en la clara superficie de nuestra compartida esfera pública” (2018: 2472).

4. El lenguaje del poder

“¿Legalizar la droga? Más bien, desarmar al país. Ésa sería la mejor manera de atenuar la violencia en Mágico. Pero oh utopía.”

-Daniel Sada, El lenguaje del juego

El país, “Mágico”, no se desarma, ocurre más bien lo contrario. San Gregorio se militariza en El lenguaje del juego, se llena de armas, que es, al fin y al cabo, el verdadero lenguaje del poder. Primero son los narcos, “cuatro hombres empistolados”, (Sada 2012: 54) los que entran en la pizzería de Valente y dan muestra de la autoridad de las armas, al levantarse y pretender irse sin pagar:

¿A poco nos vas a cobrar, hijo de tu puta madre? […] ¿Qué es lo que quieres?, ¿qué te meta dos plomazos? Valente recula asustado y se queda […] mudo-atónito. Notoria inmovilidad de estatua. Estatuas también Yolanda y Martina. Estatuas los empleados. Estatuas los clientes. Mundo perplejo, sin aliento. Mundo: escoria. Ningún chasquido indiscreto. Parálisis mantenida hasta el momento mismo en que los sombrerudos abordaron su camioneta y arrancaron (Sada 2012: 55).

A este momento de “estremecimiento general” y “tono casi enlutado” le sigue una reflexión del narrador: “ése era el lenguaje del poder, así se hablaba desde arriba para amedrentar a los de abajo, que era un lodazal membranoso al que todavía había que ensuciar con palabrerío zanguango y luego con balas y muerte. Un enorme escupitajo” (2012: 55). Valente toma la iniciativa de ir a la Presidencia municipal a denunciar los hechos y allí le prometen que harán “algo transcendental al respecto” (2012: 56). Al día siguiente aparecen en San Gregorio: “Dos muertos. Dos espectáculos. Dos espantosas novedades […]” (2012: 57). Son los primeros de los muchos cuerpos decapitados “en cuelgue móvil: huy: de la rama de un roble” (2012: 57) que aparecen en la novela. El presidente de la localidad, Atanasio Contreras se lamenta airadamente: “¡Esto merece un castigo muy duro para los agresores! ¡Me las van a pagar, hijos de la chingada!” (2012: 57-58). El narrador, sin embargo, ironiza:

¿Lenguaje del poder? […] La neurosis heroica en busca de un montaje, un “cómo” que tal vez mañana mismo o “cuándo”. Cuanto antes Anastasio se comunicaría con el gobernador. Ojalá que le enviara al día siguiente un batallón cuantioso de soldados. Guerra, a final de cuentas, o formal protección. La gente agradecida, aplaudiría la sabia iniciativa y le tendría cariño a la tan comprensiva autoridad, a ese gran Atanasio que supo cómo hacerle en un caso de veras tan extremo (2012: 58).

Las hipótesis del narrador imitan (ironizando) el discurso oficial del expresidente Felipe Calderón en la realidad, al proponer la guerra (las armas) como única solución al conflicto. Sin embargo, la llegada del ejército a San Gregorio no sirve ni para combatir al narco ni para proteger formalmente a la población: “Ahora lo que hay que ver es lo que hace la gente del ejército durante veinticuatro horas. Su presencia transpone cierta relajación que está supeditada a un terror cotidiano siempre latente y turbio…Latente y turbio, por no decir baldío, o simplón o sin gracia.” (2012: 61).

De hecho, poco después de la partida del ejército, Atanasio Contreras, el presidente municipal, aparece asesinado en su casa y el narrador especula: “De seguro un corrupto policía mal pagado facilitó el contacto. O gente del ejército: bien cabría suponer. Sí, porque para colmo: ¡también a los guaruras los mataron! […] En fin: títeres que cayeron…” (2012: 70). Esta última frase da cuenta de la banalidad de la política, de la superchería de la democracia en “Mágico” (México), pues los títeres son suplantados rápidamente por otros títeres. Tras una guerra cruenta entre cárteles, Virgilio Zorrilla, el empresario y cacique local que también participaba en el “negocio” del narco, se ve obligado a exilarse a Estados Unidos con la llegada a San Gregorio de Flavio Benavides, el nuevo y flamante señor del feudo. Se llevan a cabo, entonces, nuevos cambios en la municipalidad. Así los presenta el narrador:

El alcalde interino se llamaba Juan Benito Colín, nombrado por…de acuerdo con…Ahora hay que revelar que el partido político en funciones fue el que le dio la venia para…pero también el nuevo capo intruso que se llamaba Flavio Benavides, venido de…a saber, pero quizá de un punto muy lejano…venido en avalancha con todo su poder (2012: 82).

Vemos aquí la importancia que cobran los puntos suspensivos en la poética sadiana pues en este caso los silencios, las elipsis, dicen más de lo que callan (nos dan a entender que el poder oficial, “el partido político en funciones”, sostiene al nuevo capo). Las familias se cruzan, el narco y el Estado gestionan, como si se tratara de una empresa, el futuro de San Gregorio. El lenguaje, en ese sentido, articula esa relación entre las partes, entre los miembros de diferentes familias, generando una gramática propia.

La realidad queda ‘resignificada’ por el lenguaje del poder: el de las armas, de la corrupción, el del crimen, el del nepotismo, el de la mentira, el de las decapitaciones. Un lenguaje, gramática pura de la violencia, que imposibilita y obstruye las condiciones necesarias de la política: la confianza, el diálogo, la trasparencia. En conclusión, un lenguaje falso, un simulacro, un “juego de apariencias” que, como no podía ser de otra manera en Sada, se convierte en un fatuo ejercicio teatral:

Digamos que la lucha por el poder local era un teatro sobradamente mentiroso. Digamos que, pasara lo que pasara, ganaría de calle el sistema ya conocido, el conservador, pues, digamos que la retorcida democracia era un juego de apariencias que servía de desahogo a las multitudes, pero cuya eficacia jamás sería la total transparencia deseada por quién sabe quiénes. […] La democracia era un juego, un simulacro, y esto tenía que ser más claro que el agua. También sería doloroso reconocerlo (2012: 151).

Cierto, el partido conservador gana: doloroso, y las frases del discurso victorioso de su candidato: “Hay que encender la llama de la esperanza” […] “La paz debe avanzar como las aguas mansas de un arroyuelo” no son más que “puras cursilerías escolares: de esas que se sacan de la manga las maestras regañonas y anteojudas…”, pero igualmente cierto es que, todo esto, como concluye el narrador sadiano, “también sería mordaz saberlo”, (2012: 152), aunque no sea para tomar consciencia y abrir las vías del cambio.

Referencias

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Maternidad y trauma en la posguerra peruana. Un estudio de La hora azul, de Alonso Cueto.

Brenda Morales Muñoz

Facultad de Filosofía y Letras, UNAM

Resumen

Durante el conflicto armado peruano muchas mujeres, en su mayoría campesinas quechuaparlantes, sufrieron distintos tipos de agresiones sexuales. Una de sus consecuencias fue la maternidad forzada. Este trabajo se enfocará en el análisis de dicha temática en la novela La hora azul, de Alonso Cueto. Se ofrecerá una mirada con perspectiva de género y se apoyará en las ideas de basurización, de Rocío Silva Santisteban, y de posverdad, de Marianne Hirsch, para analizar la manera en que se representó ficcionalmente la maternidad forzada y el trauma que generó la violencia en contra de las mujeres en un contexto de guerra.

Palabras clave: Literatura peruana; crímenes contra las mujeres; violencia de género; violencia sexual; cuerpo femenino; maternidad, trauma.

Cuando se reconoció oficialmente el final del conflicto armado interno peruano (1980-2000) se creó una Comisión de Verdad y Reconciliación con el objetivo de tratar de entender lo que había sucedido en el pasado inmediato. En 2003 se publicó su informe final que, en cuanto a la violencia contra las mujeres, daba a conocer datos escalofriantes: las víctimas de violaciones fueron mujeres de entre 10 y 29 años de edad, aunque también hubo niñas más pequeñas y ancianas, y las agresiones fueron cometidas en su mayoría (83%) por agentes estatales. La violencia de género también incluyó esclavitud sexual, prostitución, unión, abortos, esterilizaciones y embarazos forzados. Es importante subrayar que la mayoría de estas mujeres eran indígenas de la zona andina, por lo que no puede obviarse el componente racista de la violencia durante el conflicto armado. A este respecto, el informe de la CVR (2003, tomo VI, capítulo I, apartado 1.5) señala que:

En cuanto al perfil sociodemográfico de las víctimas de violencia sexual, se puede afirmar que estas provenían de las fracciones sociales menos integradas a los centros de poder económico y político de la sociedad peruana. Así como sucedió en general con todas las víctimas del conflicto armado, las que sufrieron algún tipo de violencia sexual formaban parte de sectores especialmente vulnerables por su marginalidad. La gran mayoría eran analfabetas o sólo habían llegado a cursar la primaria. Asimismo, las víctimas eran mayormente mujeres quechuablantes (75% de los casos), de origen rural (83%), campesinas (36%) o amas de casa (30%). Dicho de otro modo, fueron las peruanas más excluidas, y por lo tanto desprotegidas, las que sufrieron con mayor intensidad la práctica de la violación sexual. (CVR 2003: 278)

La experiencia peruana muestra que las mujeres no eran consideradas sujetos, sino objetos o basura. Como lo señala la crítica peruana Rocío Silva Santisteban, que utiliza el término “basurización” del cuerpo femenino pensando en que la basura es lo que se expulsa, algo inútil: “Los sujetos se permiten a sí mismos no percibir sentimiento alguno por el otro […] sino sólo la necesidad utilitaria de sacarlo del sistema: evacuarlo, someterlo o humillarlo para permitirse una victoria” (2008: 70).

Quisiera detenerme en las uniones forzadas por ser un tema esencial en la novela La hora azul que se analizará más adelante. Tanto Jelke Boesten como Francesca Denegri (2015) refieren que, durante la guerra, las mujeres de las comunidades indígenas eran hechas prisioneras injustificadamente y la mayoría de ellas eran “dadas a las tropas”, es decir, violadas en forma colectiva. Pero en ciertas ocasiones, si un alto mando “reclamaba” a alguna prisionera para él, nadie más podía violarla, así que muchas mujeres fueron obligadas a unirse a ellos, a ser las “mujeres” de sus violadores, a llevar una “vida de casadas” en las bases militares. Si el alto mando la convertía en su “protegida” en vez de ser violada por muchos soldados, solo era violada por uno, en eso constaba la protección. Cuando esto sucedía, los soldados decían que el jefe se había “enamorado”, incluso pensaban que eran “cuidadas”, como si la violación fuera una expresión del amor romántico (Denegri 2015: 69). En diversos testimonios recogidos por Denegri, los militares que “se quedaban” con las prisioneras señalaban que no creían ser culpables, al contrario, estaban convencidos de que habían “protegido” y “salvado” a las mujeres. Incluso confesaban que les hablaban cariñosamente porque eran “pareja”, aunque evidentemente no era una relación consensuada: “el cariño que les pedían sus captores era su disposición al sexo y eso en el imaginario del agresor no era considerado una forma real de agresión contra la detenida” (2015: 67). Así, muchos de estos militares no se consideraban violadores porque “trataban con cariño” a sus prisioneras, mujeres que no tenían derecho a resistirse.

En estas uniones, muchas mujeres quedaron embarazadas. El tema de los infantes que nacieron como consecuencia de violaciones sexuales durante la guerra es poco estudiado y también es esencial en la novela de Alonso Cueto. Las mujeres que habían sido abusadas por militares tenían pocas opciones: algunas intentaban abortar con hierbas; otras recurrían al “aborto posparto”, una práctica de larga data en el campo que consiste en “dejar morir” a los bebés no deseados acostándolos boca abajo hasta que dejan de respirar; y otras daban a luz y criaban solas a niños o niñas producto de una violación. Así, el trauma de la guerra no se quedaba solamente en ellas, pues nacieron bebés que llevaban encima el estigma de ser hijo o hija de un militar: “Algunas madres criaron a estos niños en sus estancias, aislándolos de los insultos que circulaban en sus comunidades. Algunas los enviaron a familiares en la costa. Otros, ya adolescentes, han crecido en sus pueblos, aguantando las habladurías” (Theidon 2004: 127).

La hora azul, séptima novela del escritor Alonso Cueto (Lima, 1954), aborda diversos aspectos del conflicto armado interno, pero este trabajo solo se enfocará en la manera en que se presenta el trauma de la violencia sexual1 y la maternidad forzada en su protagonista, Miriam. En este artículo se hablará concretamente de maternidad y no de procreación porque el segundo término designa solamente el proceso biológico de la reproducción (concepción y embarazo) y en esta novela lo que se observa es, además de la procreación, los trabajos de cuidados y crianza asociados a la maternidad; es decir, que esta no solo se refiere al momento de dar a luz, sino que conlleva la construcción de lazos materno-filiales.

La historia se ubica temporalmente cuando la guerra ha terminado. El narrador, Adrián Ormache, es un prestigioso abogado de clase alta que descubre parte del pasado de su padre, un exmilitar que él consideraba un héroe de guerra:

El viejo tenía que matar a los terrucos a veces. Pero no los mataba así nomás. A los hombres los mandaba trabajar… para que hablaran pues…, y a las mujeres, ya pues, a las mujeres a veces se las tiraba y ya después a veces se las daba a la tropa para que se las tiraran y después les metieran bala, esas cosas hacía. (Cueto 2005: 37)

Con esta revelación, Adrián no solo descubre que su padre tiene un trato “basurizante” con las prisioneras, lo cual es notable en su práctica habitual de violarlas y asesinarlas, sino que había forzado a una de ellas a tener una relación con él, era: “una chola que le gustó al viejo y no se la dio a la tropa, se la quedó para él nomás” (Cueto 2005: 43). El narrador se obsesiona con encontrar a esa mujer, para ello se entrevista con dos ex militares que habían sido subordinados de su padre en Huanta durante la guerra: Chacho y Guayo. Ambos le confirman sin el menor asomo de remordimiento que, para ellos, las mujeres no valían, que eran basura, pues las secuestraban en los pueblos, las acusaban falsamente y se las llevaban a su padre. Él las violaba y luego se las daba a la tropa para que hicieran lo mismo y, por último, las mataban. Ninguno de ellos siente arrepentimiento o empatía hacia las prisioneras, lo cual muestra el proceso de basurización anteriormente descrito por Rocío Silva Santisteban. Las mujeres no eran tomadas como iguales, no eran sujetos, eran objetos que podían desecharse. El comandante Ormache, acostumbrado a violar sistemáticamente a las prisioneras para después asesinarlas, cambia con Miriam:

Un día encontramos a una chica linda. Una chica muy bonita, muy joven. Era delgada de pelo largo y unos ojos grandes. La encontramos en el pueblo junto a Huanta […] Tu papá se quedó con ella esa noche pero al día siguiente cuando esperábamos que nos la diera, que nos la entregara a la chica, su puerta de tu papá no se abrió. No se abrió, oye. Tu papá no quería que la tuviéramos. No sé qué le pasó. No se la mandó a la tropa… A tu viejo le encantó esa chica y no quiso que se la agarrara la tropa. No quiso que la ejecutaran […] Y allí nomás no sé cómo de repente se reblandeció tu padre, se puso contento esos días […] estaba loquito por ella. (Cueto 2005: 77)

La novela describe así la unión forzada a la que algunas mujeres fueron sometidas. Miriam fue obligada a convivir con el comandante Ormache, a tener relaciones sexuales con él, a jugar el papel de su esposa. Ella pudo sobrevivir porque destacó entre las otras prisioneras y tuvo la “suerte” de que quien daba las órdenes “se enamorara” de ella. Pero también pudo sobrevivir gracias a su habilidad para distraer a sus captores y escapar de aquel cuartel en el que era retenida contra su voluntad y sin ninguna justificación. Después de un largo periplo, Adrián logra ubicar a Miriam y ella le relata su cautiverio. Él escucha con atención la voz de una mujer que había sido basurizada: secuestrada, violada y a quien le habían asesinado a toda su familia, una sobreviviente que cuenta su historia traumática, su lamentable pasado y los rastros de la guerra que se habían quedado en ella. Además, le revela quién había sido su padre, los actos que había sido capaz de cometer:

A su papá lo odié tanto, le digo, a su padre pude haberlo matado si hubiera podido porque me engañó tanto, y abusó de mí, en ese cuartito, yo lo odié tanto, por culpa de ellos, de los soldados, de los morocos, perdí a mi familia, ya no pude ver a mi familia, ya no los alcancé, se murieron, se murieron sin mí, y yo lo odiaba tanto a su papá. (Cueto ٢٠٠٥: ٢١٩)

El peso de la narración de La hora azul está focalizado en la perspectiva de Miriam, una víctima directa que sufrió agresiones sexuales, unión forzada, resultó embarazada de su agresor y fue obligada a convertirse en madre. Como tantas otras mujeres que habían sido prisioneras injustamente, Miriam tuvo un hijo que fue producto de lo que para ella fue una violación, pero para su agresor fue una relación amorosa.

Las marcas más dolorosas que le dejó la guerra eran sus muertos, pero también su hijo Miguel, a quien aprendió a querer. La maternidad de Miriam es muy compleja porque, si bien pudo establecer un lazo amoroso con su hijo, este no se dio desde su nacimiento, como dicta el estereotipo de las maternidades, sino con el paso del tiempo y de la convivencia. Además, cabe subrayar que convertirse en madre no anuló el trauma sufrido en la guerra, por el contrario, era su huella más visible. Como muchas madres en la posguerra, Miriam no tuvo otras alternativas. Tras su fuga, la prioridad era para mantenerse con vida, en la novela nunca se plantea que la protagonista haya tenido tiempo para reflexionar lo que iba a hacer con el embarazo. Asumió la crianza en solitario de un niño producto de un abuso, un niño que le recordaría la violencia que el padre ejerció sobre ella. La maternidad de Miriam es agridulce, pero hace todo lo posible para que Miguel no sepa su pasado y su origen. Para ella lo más importante es su hijo, finalmente es el único familiar que tiene, después de una experiencia como la que había vivido, lo único que pide es que él pueda: “vivir sin tristezas, que no tenga esos silencios largos que tiene” (Cueto 2005: 251). Miriam desea que el trauma de la guerra solo sea un peso para ella, no para Miguel, a él no le correspondía ese dolor. Le preocupa que Miguel no hable con nadie y parece culparse por eso. Siente que las cicatrices que la guerra había dejado en ella le habían impedido ser feliz y, por lo tanto, le habían imposibilitado enseñarle a su hijo a serlo. En ese sentido, piensa que para el niño el olvido sería lo mejor, si hubiera sido posible borrarle todos los recuerdos de la cabeza lo habría hecho:

Yo quisiera que no se acuerde de mí, que yo no esté allí para contarle todo lo que pasó con sus abuelos. Ya él no debe pensar en eso. Él no debe pensar que a sus tíos y abuelos los mataron, que yo estuve en Huanta con la guerra y todo lo que pasó con mis papás. Tiene que estar en otro sitio. Él tiene que sentir que puede vivir, ¿no crees que eso es lo que le puede dar una madre a su hijo, no es lo único, o sea no es eso, convencerlo de que vale la pena seguir vivo, pensar que le van a pasar cosas buenas, que él piense que le pueden pasar cosas buenas? (Cueto 2005: 252)

Miriam desea algo imposible, se sabe incapaz de transmitirlo porque no lo cree para ella misma, no puede ser un modelo para Miguel, quien siempre había visto triste a su madre, aceptando y repitiendo que es difícil tener esperanza cuando hay tantas pérdidas. Después del tiempo transcurrido desde su escape —aproximadamente catorce años— Miriam acepta que no siente rencor, incluso acepta que ya ha perdonado a su captor. Lo que siente es cansancio de extrañar a su familia, de no saber dónde están. Miriam es una sobreviviente que no entiende cuál es el objetivo de volver constantemente a un recuerdo que hace daño. Pese a que en apariencia perdona a su agresor, no puede deshacerse del dolor que le causó. En cambio, Miguel sí puede dejar el pasado atrás porque no lo vivió directamente.

Por lo anterior, el manejo de la memoria que propone la novela se acerca a lo que se conoce como posmemoria. Para Marianne Hirsch este término se refiere al vínculo que guarda una generación con un hecho traumático pasado, del cual esta no fue víctima ni cómplice porque precedió a su nacimiento. Sin embargo, tal hecho se transmite a través de quienes lo experimentaron. De este modo, el pasado violento no se sufre, pero sí moldea el presente, el carácter y la vida de la persona. Hay una mediación necesaria entre el hecho histórico en sí mismo y la representación de este, llevada a cabo por el descendiente porque no la ha vivido de manera directa y solo lo conoce por las historias, los recuerdos y los comportamientos de los familiares o personas con las que ha crecido. Es una memoria afectiva porque el evento suele conocerse a través de alguien con quien hay un lazo de aprecio, aunque Hirsch (2008) precisa que no se circunscribe a lazos familiares ni a víctimas. Puede haber transmisión de una memoria traumática de un victimario o agresor a un escucha que no esté vinculado familiarmente con él:

Descendants of survivors (of victims as well as of perpetrators) of massive traumatic events connect so deeply to the previous generation’s remembrances of the past that they need to call that connection memory and thus that, in certain extreme circumstances, memory can be transmitted to those who were not actually there to live an event. (2008: 105-106)

Las huellas de ese pasado doloroso permanecen vigentes y se perpetúan gracias a lo que Hirsch llama transmisión transgeneracional del trauma, en la que los testimonios, la museología, los monumentos, la historia oral, la literatura, la fotografía y el cine desempeñan un papel fundamental. En este sentido, La hora azul comparte elementos de la posmemoria planteada por Hirsch. En la novela los representantes de la segunda generación no pueden ser más distintos entre sí, están separados por un abismo de edad y de clase: Adrián es hijo de un verdugo y Miguel de una víctima. Hirsch habla de memorias que preceden el nacimiento o la conciencia (2008: 107). Tal es el caso de Adrián Ormache, quien vivió durante la guerra siendo apenas un niño en Lima y no tuvo conciencia de ella sino años después. En ese momento no podía informarse y sus padres, que eran los encargados de hacerlo, simplemente lo ignoraron, como tantas otras personas de clase alta a quienes el conflicto no les afectaba y, por lo tanto, lo ocultaban.

El personaje en el que se ve más claramente la posmemoria es Miguel, porque su vida está totalmente influida por el trauma sufrido por su madre. La guerra sucedió antes de que él naciera, pero él mismo es una consecuencia de ella para Miriam. Pese a que no la experimentó sí moldeó su carácter y su forma de vida: el niño siente sus efectos por el comportamiento de su madre más que por lo que ella le cuenta.

La hora azul muestra que el conflicto armado marcó a casi todos los sectores de la sociedad, directa o indirectamente, incluso a quienes, como Adrián, nunca se lo habían imaginado. Asimismo, evidencia la crueldad de una guerra que se ensañó con las mujeres que fueron consideradas objetos desechables, sufrieron en su propio cuerpo agresiones inimaginables y que, además, tuvieron que hacerse cargo de criar solas a los hijos de sus agresores sexuales. Miriam, aunque desea olvidar el pasado, no puede escapar del trauma que le dejó la guerra ni de sus recuerdos dolorosos. Si bien nunca planeó ser madre, no solo acepta a Miguel, sino que lo cría amorosamente, él constituye su única familia. La maternidad forzada de Miriam, como la de tantas otras mujeres, muestra que, aunque la guerra terminara, sus efectos continuaron para las mujeres que, más que sujetos, fueron consideradas basura, como señalaba Rocío Silva Santisteban. Y, a pesar de eso, siguieron adelante porque alguien dependía de ellas.

Referencias

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Theidon, Kimberly (2004): Entre prójimos. El conflicto armado interno y la política de reconciliación en el Perú, Lima: Instituto de Estudios Peruanos.


1 El tema de la violencia sexual en contra de las mujeres en contextos bélicos ha sido ampliamente estudiado por Rita Segato. Para más información véase Segato, Rita (2016): La guerra contra las mujeres, Madrid: Traficantes de sueños.

¿De dónde son estas palabras? Pensar la escritura más allá de las fronteras nacionales: violencia, exilio y literatura

Ulises Valderrama Abad

Facultad de Filosofía y Letras, UNAM

Resumen

En el presente ensayo se reflexiona sobre la literatura escrita por exiliados argentinos en México a raíz de la última dictadura cívico-militar (1976-1983), a partir del hecho de que su condición de destierro es derivada de la violencia política ejercida en su contra, la misma que los llevó a salir de Argentina para salvar sus vidas. Estos cruces entre violencia, exilio y literatura nos llevan a pensar en obras que van más allá de las fronteras estrictas de una nación, pues en su creación encontramos un afán por expandir las fronteras culturales y reinterpretar la identidad de sus autores/as. Todo esto nos lleva a cuestionar los cánones nacionales y pensar, en cambio, en un tipo de literatura latinoamericana más acorde a lo posnacional.

Palabras clave: Exilio, violencia, Latinoamérica, literatura posnacional.

En la actualidad es por demás conflictiva la noción de literatura nacional, concepto que engloba e invisibiliza una variedad de miradas y formas de entender el mundo. Su consolidación durante el siglo xix resulta difícil de sostenerse en una era posnacional y tendiente a la globalización, aunado a la tecnósfera creada por las nuevas tecnologías de la información. En este cruce de caminos podemos encontrar procesos estético-literarios que parecen no tener cabida en los márgenes de teorías literarias que piensan las fronteras como una circunstancia política y no como fenómenos históricos, sociales y, sobre todo, culturales con repercusiones sostenidas en el tiempo. Partiendo de este entendido, la literatura apunta no solo a conflictos nacionales, sino también a sucesos transfronterizos concretos como el de la violencia que se ha extendido a lo largo y ancho del territorio latinoamericano.

La literatura posnacional ha tomado especial relevancia en los últimos años, una época marcada por el capitalismo y la globalización, categorías relacionadas directamente con el tema en cuestión. He de comenzar retomando los preceptos de Bernart Castany Prado quien menciona que han existido tres etapas principales en lo que respecta al cruce entre territorio, política y literatura: la prenacional, la nacional y la posnacional. Este señalamiento puede parecer general, empero es de gran provecho para visibilizar y reflexionar sobre las fronteras políticas que ha dejado marcadas el nacionalismo, y que han tenido una fuerte repercusión en múltiples aspectos de la vida cotidiana. Sin embargo, no hay que dejar de lado lo que el investigador Sebastián Saldarriaga-Gutiérrez señala sobre las dos últimas etapas mencionadas por Castany: “[…] lo posnacional solo puede entenderse en una tensión dialéctica con lo nacional, no con su desaparición” (2007: 50). Es decir, cuando hablamos de lo posnacional no estamos negando lo nacional, pero sí pretendemos un posicionamiento más amplio y menos rígido que lo propuesto por este último.

Además, si partimos de la era prenacional y la posnacional podemos mencionar que ambas comparten características similares, como el hecho de buscar una escritura que logre crear identidades más generales que la nacional, pues estas no están acotadas a fronteras políticas concretas. Sin embargo, lo que diferencia a lo posnacional de lo prenacional es el afán por construir una identidad multilateral, es decir, se nutre de diversos espacios, culturas, tradiciones, políticas, etc. De modo tal que la característica principal de lo posnacional es traspasar los límites de las fronteras políticas y abrevar de múltiples fuentes (geográficamente más extensas).

Lo anterior da como resultado una identidad literaria contemporánea compleja y plural, en contraposición a lo que ha construido la historia hegemónica nacionalista. Según el ya mencionado Castany Prado: “la literatura posnacional […] busca nuevos modos de imaginar la identidad más acordes con su carácter inasible y plural” (2007: 10). En este sentido, la investigadora Silvana Mandolessi señala: “la unión […] entre nación y literatura, se ha fracturado: ya no es posible pensar ni la producción ni la circulación de lo literario en el estrecho marco de lo nacional, sino que ahora se vuelve necesario una topografía diferente, más amplia, transnacional, globalizada o ‘mundial’” (2011: 61).

Esta forma de entender y escribir literatura ha tomado especial relevancia en las letras latinoamericanas contemporáneas, un territorio cultural en donde la violencia, en sus diversas acepciones, ha tenido como una de sus principales consecuencias el desplazamiento territorial de un sin número de individuos, entre ellos, por supuesto, gran cúmulo de escritoras y escritores. Estas migraciones, casi siempre forzadas, ya sea por violencia política, económica, de género, etc., se han visto reflejadas en las letras contemporáneas y, especialmente, en la creación de una literatura que tiene en su seno a lo posnacional, como lo ha señalado Luis Mora “Da la impresión de que lo posnacional es ya una categoría propia dentro de los estudios literarios últimos, sobre todo hispanoamericanos” (2014: 323).

Asimismo, al hablar de estos temas no podemos ignorar que una de las preguntas que ha recorrido las reflexiones literarias a lo largo de la historia se centra, precisamente, en la capacidad de las letras para narrar la violencia e intentar transmitir la experiencia límite de quienes la han sufrido. Desde las declaraciones lapidarias de Theodor Adorno sobre la imposibilidad de escribir poesía después del terror de Auschwitz hasta los feminicidios en la frontera norte de México narrados por Roberto Bolaño en 2666 (2004), o las atrocidades de la Guerra Interna peruana retomadas por Santiago Roncagliolo en su novela Abril Rojo (2006), la violencia ha sido uno de los elementos centrales en la literatura latinoamericana. Ya lo decía Michel Foucault (1996), la literatura es el lenguaje encargado de narrar las infamias de la humanidad, es la depositaria, o la recolectora, de las atrocidades inenarrables en un primer momento. Por ende, la literatura es capaz de convertirse en un recodo de libertad idóneo para expresar las atrocidades ocurridas en el espacio público.

Ahora bien, me interesa resaltar las reflexiones de Gustavo Lespada (2015) expresadas en su ensayo sobre la violencia en la literatura, pues aquí retoma un eje medular para nuestro trabajo, me refiero a la violencia respecto a las dictaduras militares latinoamericanas ocurridas, mayoritariamente, en la segunda mitad del siglo xx. El autor señala: “mientras el autoritarismo restringía la opinión pública por medio de censuras y persecuciones, la literatura –mayormente escrita y publicada en el exilio– se transformó en el espacio que apostó a dar cuenta del horror represivo” (2015: 37). Lespada destaca atinadamente a la literatura escrita en el exilio como una de las principales formas de dar a conocer y denunciar las injusticias de los gobiernos militares. Esta tercera arista, la del exilio, nos ayuda a completar el triángulo de estudio propuesto en este ensayo, me refiero a la literatura escrita en el exilio, a raíz de la violencia política, que logró traspasar las fronteras de lo nacional para proponer una escritura posnacional que ampliara los márgenes culturales impuestos y se enriqueciera del contacto con otras culturas más allá de la tierra de nacimiento.

Cabe señalar que para los objetivos del presente trabajo exploraremos estos conceptos en un caso latinoamericano concreto que, de cierta forma, une los dos polos de la América hispana; me refiero a la literatura producida durante o sobre el exilio argentino en México a raíz de la última dictadura cívico-militar (1976-1983). En este contexto debemos resaltar la importancia de un elemento común entre ambos países: la lengua. Este factor se suma a otros, como la historia, movimientos sociales de derechos humanos, problemas económicos, religiosos, políticos, etc., los cuales dotan no solo a México y Argentina, sino a la región latinoamericana, de una cultura compartida. Lo anterior, claramente se contrapone a otro abordaje más tradicional de la literatura, el cual tiende a ceñirse a los márgenes acotados de un solo país.

En primera instancia podemos mencionar que las repercusiones de la violencia ejercida sobre la población durante la dictadura cívico-militar no se limitaron únicamente al interior de Argentina, sino que se extendieron a lo largo de otros territorios y durante varios años, pues la ola expansiva de violencia se vio reflejada en países fronterizos, en otras naciones latinoamericanas e, incluso, en otros continentes. Un ejemplo de ello es el fenómeno del exilio, por medio del cual el gobierno militar expulsó a miles de argentinos a diferentes países del orbe como: Chile, Brasil, México, España, Francia, Italia, Israel, etc. Asimismo, hemos de decir que el destierro no tuvo fechas concretas, por lo que además de extenderse en el ámbito geográfico, también lo hizo en el plano temporal, pues se suele hablar del inicio del destierro argentino asociado a la última dictadura desde 1974 (Yankelevich 2010; Jitrik 2016), dos años antes de que tomara el poder la junta militar autodenominada Proceso de Reorganización Nacional. Ahora bien, en cuanto a los “regresos”, de igual forma fueron muy inciertos, si bien algunas personas volvieron aún en dictadura, otras esperaron su final para retornar; así, el común de exiliados puso como fecha simbólica de retorno el 10 de diciembre de 1983 (Bernetti y Giardinelli 2014), día de la toma de poder de Raúl Alfonsín, primer presidente democrático argentino tras la dictadura. Empero, no podemos dejar de lado a quienes decidieron permanecer por más tiempo en México e incluso, a la larga, quedarse a vivir en el país de adopción, e hicieron suya otra cultura, que en el fondo tenía muchas similitudes y, a la vez, aportaron a la misma su conocimiento y experiencia.

Centrados en el exilio, es necesario señalar que este fue uno de los principales actos de violencia emanados de los gobiernos represores, pues salir al destierro no era una decisión libre de los sujetos, sino una acción forzada por el poder hegemónico. Luis Roniger, uno de los principales estudiosos del tema, define el exilio como: “un mecanismo de exclusión institucional destinado a revocar el pleno uso de los derechos de ciudadanía y más aún, prevenir la participación del exiliado/a en la arena política nacional” (2014: 10). En el mismo tenor, Giorgio Agamben centra sus reflexiones sobre la gravedad de la violación a los derechos básicos de igualdad y pertenencia a una ciudadanía: “hoy día cualquier aproximación al problema del exilio debe empezar ante todo por cuestionar la asociación que se suele establecer entre la cuestión del exilio y la de los derechos del hombre” (1996: 41). Estas dos posturas recogen el grueso de los estudios sobre exilio centrándose en la violación al derecho fundamental de igualdad ante las leyes y en la violencia ejercida por un aparato represor que destierra a las personas; es decir, se sale del país que uno considera como propio para salvar la vida (coacción), teniendo como resultado la pérdida del derecho a interferir públicamente sobre el escenario político interno.

Ahora bien, podemos decir que la literatura del exilio argentino en México es uno de los fenómenos emanados de esta violencia institucionalizada de un gobierno militar, defensor de las fronteras nacionales en un doble sentido: a) hacia fuera, contra posibles conflictos bélicos con otras naciones y, sobre todo, b) hacia adentro, reprimiendo intentos de subversión al interior del país. Baste recordar los preceptos de Walter Bénjamin (2001) sobre la violencia gubernamental, quien señala que el Estado tiene el monopolio de la violencia, pues es el encargado de crear normas para evitarla y, a la vez, el único posibilitado para ejercerla en caso de ver amenazados sus intereses, cuales quiera que ellos determinen. Los autores y autoras que han escrito sobre su experiencia de exilio tuvieron que huir de dicha violencia militar contra la población y por medio de sus textos incorporaron a la cultura del país receptor, a la vez que esta también permeaba su identidad.

Muchos fueron las y los escritores argentinos que vivieron su exilio en México, podemos referir nombres como los de Mempo Giardinelli, Tununa Mercado, Rolo Díez, Miguel Bonasso, Myriam Laurini, Noé Jitrik, Humberto Costantini y, en una generación más joven, encontramos a Sandra Lorenzano, Sergio Schmucler, Federico Bonasso, Rolando Diez Laurini, Inés Ulanovsky, Nicolás Cabral, Ana Negri, etc., por mencionar tan solo a algunos. He de puntualizar que esta lista se centra en autoras y autores que han escrito narrativa, al margen de otros géneros y trabajos como la poesía, guiones cinematográficos, ensayos políticos, teoría sociológica, psicológica, etc.

Al centrarnos en el quehacer literario de la comunidad de exiliados argentinos en México, Noé Jitrik menciona en una conferencia lo siguiente:

En determinado momento coincidieron en México yo diría que por lo menos cuarenta argentinos que poseían una práctica literaria. Más ordenadamente: de los cuarenta, por lo menos diecisiete […] habían publicado uno o más libros […] Luego unos once publicaron libros o empezaron a escribir en México, libros de alguna y diversa relevancia. Unas seis o siete personas comenzaron a hacer literatura, o algo que pretende ser literatura, y, por fin, unos lo hicieron después de concluir el exilio (1989a:159).

Lo anterior nos deja ver la importancia que tuvo la escritura antes, durante y después del exilio, continuando hasta hoy en día con la mayoría de autoras y autores mencionados en activo. Ahora bien, sin obviar su lugar de enunciación descentrado, algunos de ellos, como Tununa Mercado (2002) y el citado Noé Jitrik (1989a), se han preguntado a dónde pertenece su literatura: ¿México o Argentina? entrando en conflicto, por un lado, con la noción de literatura nacional y reconociendo la marginalidad de sus trabajos en el exilio. Aunque, por otro lado, intuitivamente se acercaban a los preceptos de lo posnacional, al proponer un espacio cultural más amplio e inclusivo en el que cupiera su literatura, me refiero al territorio Latinoamericano: “[…] pertenece a la literatura latinoamericana lo que brota o surge de estos cruces, de estos desplazamientos, de esta velocidad, respecto de la cual el exilio sería el nutriente” (Jitrik 1989a: 157). Debemos reconocer que este concepto de lo latinoamericano se define por el espacio geográfico, la lengua y una cultura compartida, pero, en principio, no por fronteras políticas administrativas: “la abstracción designada como literatura latinoamericana puede descansar sobre el hecho del exilio entendido como un viaje, como un desplazamiento constante” (1989a: 158). Nosotros debemos añadir, como lo hemos señalado antes, que ese desplazamiento constante que menciona Noé Jitrik es preeminentemente forzado y, por ende, violento cuando nos referimos a una literatura resultado de la experiencia de exilio.

No obstante, entre la comunidad existía cierto temor por no ser tomados en cuenta en ningún lado: en México por ser extranjeros y en Argentina por haber publicado fuera del país. Esto abre una nueva problemática relacionada con las tensiones entre lo nacional y lo posnacional; me refiero a la conformación de cánones literarios locales y a la distribución estratégica de libros por parte de la industria editorial, fenómenos que sería importante estudiar en relación con lo posnacional.

De igual manera, hemos de señalar que la literatura del exilio busca crear espacios ficcionales que sobrepasen las fronteras políticas, es decir, la literatura se nutre del intercambio cultural que surge del desplazamiento de los cuerpos en un espacio transfronterizo, intentando identificarse con algún elemento identitario colectivo. En el presente caso, la lengua fue este componente identitario encargado de nuclear las distintas escrituras durante el destierro argentino en México, refugio inagotable y, a la vez, patria compartida que agrupaba experiencias, sobrepasando las normas creadas en torno a lo nacional. Así nos los deja ver Tununa Mercado, quien acepta haberse vuelto consciente de lo nacional en una situación compleja para la conformación de su identidad personal y haber roto esas barreras imaginarias lejos de su patria, refugiándose en la lengua durante los momentos más complicados de su destierro: “En mi caso fue el exilio la condición que hizo posible ese vislumbre de un horizonte más allá de lo nacional, de la nacionalidad, de la tradición o el terruño, y todas las variantes que tiene la lengua para describir la atadura a una tierra natal” (2000: 125). En un sentido similar, Mempo Giardinelli y Jorge Luis Bernetti (2014) hablarían de un proceso de “desprovincialización” que se llevó a cabo con la llegada de los argentinos a México propiciando el estrechamiento de lazos compartidos con Latinoamérica y ampliando su visión de mundo más allá de los límites políticos.

Ahora bien, el reflejo de lo dicho hasta el momento aparece de forma concreta en las preocupaciones literarias de las y los escritores mencionados, textos que tienen al exilio y la violencia como dos de sus principales hitos de reflexión. El primer punto a tomar en cuenta a la hora de sentarse a escribir literatura desde el destierro es ¿qué registro del español utilizar?, ¿el mexicano o el argentino?, ¿una fusión de ambos? La resolución de estos cuestionamientos da como resultado un lenguaje híbrido. Por otro lado, también debemos resaltar los temas y preocupaciones a la hora de escribir, los cuales van desde narrar la propia experiencia de exilio (en qué condiciones se salió de la patria, cómo fue la llegada, el regreso, etc.), hasta cuestiones ambiguas como lo relacionado con “la pérdida” que acarrea el exilio (pérdida del país, del tiempo, de la familia, amigos, de los objetos personales, etc.) y, finalmente, una tendencia a construir personajes heterogéneos, algunos de ellos perdidos en sus pensamientos como en el exilio.

Una muestra de lo anterior la encontramos en los protagonistas de la novela Limbo (1989), de Noé Jitrik, una familia que no encuentra la forma de procesar su destierro y experimentan el terror por medio de trastornos mentales. Otros personajes, como los de Rolo Diez, en Papel picado (2003), tienden a ser entusiastas con el país de recepción, aunque esto signifique entrar en contacto con los rincones más sórdidos del crimen en la Ciudad de México, hasta que nuevamente se abre la posibilidad de volver a Argentina y ejercer el derecho a participar en la vida política que se les arrebató con el destierro. Y, por otra parte, encontramos algunos personajes como los de Mempo Giardinelli, en la novela Qué solos se quedan los muertos (1985), quienes tienen una segunda oportunidad de redimir lo que en un momento interpretaron como huir de su destino (exiliarse) y se enfrentan decididamente al narcotráfico en México, quizá una acción por demás suicida. Precisamente, me interesa resaltar la construcción del protagonista de esta última novela, un personaje solitario que refleja la creación híbrida de la literatura posnacional. José Giustozzi, periodista exiliado en México, intenta resolver el asesinato de su expareja, Carmen Rubiolo, ocurrido en Zacatecas, sin embargo, pronto se dará cuenta que la situación es más compleja de lo que imagina, pues las autoridades del país están coludidas con los presuntos culpables. En un momento dado, el comandante de la ciudad, encargado de procurar justicia, intentará intimidar al protagonista para alejarlo del caso, la forma más inmediata que encuentra es preguntarle por su situación migratoria, tratando de buscar alguna falla que lo ponga en ventaja. A esta pregunta, Giustozzi responde no con una explicación formal, sino con un alegato que demuestra su conocimiento de la cultura local y su fusión con esta durante el tiempo de su exilio, una forma de decirle al comandante que no necesita papeles que lo avalen, pues efectivamente es extranjero, pero también mexicano y, podríamos agregar, sobre todo profundamente latinoamericano. Estas son las palabras de José Giustozzi:

Afirmé que pagaba mis impuestos con toda puntualidad, y que se me podía considerar guadalupano, ya que nunca le falté a la virgencita desde que llegué a este bendito país. Dije ser porrista de los Pumas de la unam, priista si hubiera nacido en México y que este país era maravilloso porque —recité— “el Niño Dios le escrituró un establo, y los veneros de petróleo el Diablo”. (1991: 30)

Esta cita es de vital importancia si retomamos punto por punto las cuatro referencias con las que se identifica el personaje frente a la autoridad que lo cuestiona, figura institucional encargada de cuidar la seguridad del Estado (e implícitamente las fronteras). Giustozzi hará referencia, en primer lugar a la virgen de Guadalupe, probablemente la imagen del culto religioso católico más venerada en México y una de las más conocidas por los creyentes católicos en Latinoamérica (el día de su festejo es de asueto nacional en México); en segundo lugar, hará alusión al deporte más popular (el fútbol) y al equipo de la universidad más grande del país, los pumas de la unam (Universidad Nacional Autónoma de México); en seguida se identificará, probablemente de forma irónica, por lo que representa su interlocutor, con el partido político que gobernó al país durante más de 70 años seguidos (Partido Revolucionario Institucional); y, por último, será especialmente significativa la cita al poema “Suave Patria”, de Ramón López Velarde, uno de los poetas más importantes de México. Pero más allá del contenido de los versos mencionados, y de otras referencias directas a la novela Pedro Páramo (1995), de Juan Rulfo, en las que no ahondaremos por cuestión de espacio, esto demuestra el estrecho contacto entre dos sociedades latinoamericanas y la interacción existente entre sus sistemas literarios que no son distintos, sino fragmentos relacionados entre sí, a la vez que parte de uno más grande, el cual hemos identificado hasta ahora como literatura latinoamericana (posnacional).

Asimismo, un segundo ejemplo que quiero traer a colación es el del protagonista de la novela Diario negro de Buenos Aires (2019), de Federico Bonasso, autor de una generación más joven que Giardinelli y quien también llegó exiliado a México junto con sus padres desde la década de 1980, donde actualmente reside. El personaje principal de este libro experimenta una situación excepcional: el regreso a Argentina después de muchos años de destierro. Lo que encontrará en Buenos Aires no es la tierra que le habían prometido a la distancia sus padres, sino una ciudad imbuida en su propia dinámica que sigue adelante el curso de su historia sin reparar en nadie. El protagonista, argentino de nacimiento, no se halla cómodo dentro de las fronteras nacionales de “su país”, los códigos que posee después de vivir muchos años en México son distintos a los que encuentra en la ciudad porteña. No sabe cómo ordenar comida en un restaurante ni cómo pagar el transporte público o tratar con los vecinos y, sobre todo, no comprende si lo que experimenta es un regreso o un segundo exilio: “el presente es una nueva geografía, que me ofrece […] una libertad no desdeñable. Soy un anónimo absoluto” (Bonasso 2019: 12).

En el texto de Bonasso también encontramos un trabajo con el lenguaje más allá de lo nacional, pues mezcla armónicamente dos dialectos del español, el mexicano y el argentino, además de situar el foco de la narración en un personaje que se siente extranjero en la que debiera ser su tierra. Así lo demuestra una plática con amigos que recién ha conocido en Buenos Aires: “Comenzaron a preguntarme por México y por primera vez me encontré en aguas conocidas” (2019: 76). Su comodidad está dada por hablar de un país que siente como suyo, México. Entonces cabría preguntarnos ¿a dónde pertenece realmente el protagonista? Y retomando las preocupaciones expuestas al inicio ¿esta es una novela argentina o mexicana?, ¿el autor es de “aquí” o de “allá”? (utilizo deliberadamente los deícticos). Esta novela ejemplifica muy bien el desconcierto frente a las fronteras políticas que cuestiona la literatura posnacional, dado que no basta con tener un documento oficial que nos identifique como ciudadanos de determinado país si no se ha dado una convivencia con el mismo durante muchos años, pero el conflicto se suaviza si insertamos la novela dentro de un territorio más amplio, ni exclusivamente argentino ni mexicano, sino uno donde los códigos culturales sean compartidos, me refiero al latinoamericano.

Las novelas retomadas a lo largo de este trabajo, son fruto del cruce expuesto entre violencia y exilio, pues todas ellas fueron escritas en el destierro mexicano y, por ende, condensan el profundo conflicto identitario, estético y literario de escribir más allá de las fronteras políticas nacionales. A la vez, construyen un tipo de literatura que abreva de múltiples fuentes culturales. Sin embargo, resulta más atinado dejar de lado los cuestionamientos nacionales y situar estos textos dentro de una propuesta posnacional, la cual no se rige por pasaportes ni carnets de identidad, sino por el sentimiento de pertenencia a una cultura transfronteriza, inclusiva y plural.

Finalmente, podemos decir que la literatura posnacional requiere un nuevo abordaje teórico y, sobre todo, una nueva forma de acercarnos a los textos, en la que al leer no debamos pensar que tal o cual libro son exclusivos de una nación. Cuando leemos esta literatura, cuando un escritor plasma sus ideas en el papel y un personaje se expresa, aún cabría la pregunta ¿de dónde son estas palabras?

De varios lados y de ninguno en específico. Pero, sin dudarlo, debemos comprender que son producto de una cultura compartida, de fronteras atravesadas por la lengua, de reflexiones llevadas a cabo a la distancia y, por ende, resultado de una literatura posnacional que busca construir identidades diversas, más cercanas a los tiempos actuales en que vivimos, en donde lo que ocurre en un lugar del mundo repercute en el extremo contrario sin por ello significar dos fenómenos distintos. La literatura posnacional cuestiona las dicotomías frontera/nación, política/violencia y, sobre todo, escritura/exilio, entendiendo que no son motivo de separación, sino un ejercicio dialéctico cultural que va más allá de los nacionalismos implantados en la población.

Referencias

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Bonasso, Federico (2019): Diario negro de Buenos Aires, México: Penguin Random House Grupo Editorial.

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Lespada, Gustavo (2015): “Violencia y literatura / Violencia en la literatura” en Teresa Basile (coord.), Literatura y violencia en la narrativa latinoamericana reciente, La Plata: Universidad Nacional de La Plata, 35-57.

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Yankelevich, Pablo (2010): Ráfagas de un exilio. Argentinos en México, 1974-1983, Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica-El Colegio de México.

Reseñas

Cristina Rivera Garza (2020):

The Restless Dead: Necrowriting & Disappropiation, trad. Robin Myers

Nashville: Vanderbilt UP, Critical Mexican Studies, 1, 178 pp.

Reseña de Roberto Cruz Arzabal

UV, Instituto de Investigaciones Lingüístico-Literarias

Los muertos indóciles fue publicado originalmente en 2013 por la editorial Tusquets dentro de su colección Ensayo, dedicada al pensamiento contemporáneo en español. The Restless Dead se reeditó siete años después dentro de la colección Critical Mexican Studies, dirigida por el crítico mexicanista Ignacio M. Sánchez Prado, con traducción de Robin Myers (y un apartado por Sarah Booker). Entre ambas ediciones media no solo el tiempo y la traducción, sino también el refinamiento del pensamiento de la autora. Además de esta cualidad, una lectura de la trayectoria del libro nos permite identificar algunos de los recorridos del campo literario y del pensamiento mexicano; e incluso, del latinoamericano.

El libro articula dos tipos de discurso alrededor de un mismo objeto: la escritura literaria contemporánea. Se trata simultáneamente de un diagnóstico crítico de la producción literaria y de un programa de escritura para cuestionarla; sin embargo, el libro no se estructura de tal manera que a un discurso siga el otro, sino que ambos están entramados entre sí a lo largo de los capítulos, sobre todo en torno de los conceptos principales.

El primero de los conceptos, necrowriting (necroescritura) es, acaso, en el que más claramente puede identificarse el pliegue de la lectura y la crítica. Las necroescrituras “are writing practices that both bear witness to and resist the violence and death resulting from the neoliberal state” (Rivera Garza, 2020: 5). Es posible establecer un paralelismo entre diversas teorías de la forma literaria que la definen como la negociación —o la tensión— entre las condiciones de posibilidad de la obra y las técnicas artísticas. Estas teorías, que parten de una base materialista, identifican la producción de la forma como resultado de un proceso de formación o individuación (Jameson 1981; Macherey 2015; Wasser 2016).

A diferencia de estas teorías de carácter general, Rivera Garza sigue de cerca la propuesta de Josefina Ludmer sobre las literaturas postautónomas (2010, 2014). Estas se refieren a un periodo de la producción literaria que se caracteriza por la mercantilización global y la transnacionalización de las estéticas y sus soportes textuales. Al mismo tiempo, las escrituras que se mueven en los márgenes de la mundialización literaria utilizan estrategias artísticas que, si bien operan en oposición a las condiciones generales, dependen de ellas para existir; por ello, estas estrategias son aglutinadas por Ludmer en el término “literaturas posautónomas”. Según Ludmer, el presente literario se define por la deslocalización de la producción literaria en América Latina y el paso de las editoriales nacionales a los corporativos mediáticos transnacionales. La tensión entre postautonomía y autonomía literaria no cierra el ciclo de la producción literaria, pero sí lo modifica y lo altera. De manera más puntual, el modo posautónomo —como una forma literaria y no una condición social— se relaciona con la fabricación de presente, que constituye una respuesta a la relación cada vez más íntima entre lo económico y lo cultural (Ludmer 2010: 150-151). La fabricación de presente es una de las políticas de las literaturas posautónomas, su régimen de sentido es tal que no hay distinción tajante entre la ficción —entendida como fabulación— y la representación de lo real. Las escrituras posautónomas no mantienen el vínculo con la estetización de la literatura global, sino que apelan a la localización para producir presente en esa realidad. El régimen de sentido de la posautonomía no es la oposición entre el realismo y la fantasía sino la materialidad de lo cotidiano.

En la intersección entre el problema de la forma literaria contemporánea y el de la producción literaria latinoamericana en el contexto global, Rivera Garza sitúa su pensamiento en un territorio literario acotado —en México—, al mismo tiempo que en un campo social ampliado —las zonas expoliadas por la violencia durante el periodo neoliberal. Es decir, las necroescrituras serían la relación estratégica entre las condiciones de violencia causadas por el neoliberalismo y la resistencia a la forma literaria neoliberal. A diferencia de Ludmer, Rivera Garza identifica la singularidad del lenguaje literario contemporáneo no solo en el diálogo crítico con la economía, sino con una forma específica de la economía, de evidente base colonial: la necropolítica, es decir, el despliegue de una gubernamentalidad mediante la violencia y la precarización de la vida.

Rivera Garza entra en contienda con la forma neoliberal, sin nombrarla como tal, en varias de sus dimensiones, especialmente dos: la autoría como figuración mercantil y la espectacularización de la violencia. La manera en la que estas dos dimensiones están trenzadas en un hilo que une por igual la exposición pública de personas asesinadas y la producción de novelas históricas comerciales, es lo que permite adentrarse en el segundo y tercer concepto principal como un programa de resistencia.

Disappropiation (desapropiación) y communality (comunalidad) se proponen como prácticas en el polo opuesto de la producción de la forma neoliberal. La primera consiste en la técnica de ensamblaje que resiste la autoría contemporánea como reificación del tópico del genio creador (Estrada Medina 2016; Cruz Arzabal 2019). La segunda consiste en la derivación ética de la desapropiación, pues supone la exposición del trabajo colectivo que subyace en toda escritura (Reyes 2018), que en realidad es reescritura: “Disappropiation […] force us to discern the material traces. Of those who were there, and those who are here as I write: specters, apparitions, memories, accompaniment. There is no solitude in writing” (Rivera Garza 2020: 53).

El filo crítico de los conceptos ha servido para analizar la obra de la autora (Negrete Sandoval 2019), también otros libros posteriores, así como del canon literario mexicano, en los que es posible identificar una pulsión desapropiacionista y comunal en la literatura documental (García Sánchez 2018). Este tipo de trabajos coinciden en el movimiento crítico a partir del concepto. Por un lado, la identificación entre las prácticas desapropiacionistas y la escritura de Nellie Campobello, por ejemplo, es el resultado de un movimiento centrífugo que traza una genealogía de prácticas de cuidado textual en obras que con otras herramientas críticas podrían parecer solamente híbridos entre ficción y testimonio. Por otro lado, la extensión del concepto al resto de la obra de la autora es un movimiento centrípeto en el que la dimensión programática explica los usos estilísticos que devienen poética y ethos autoral.

En tanto diagnóstico, Rivera Garza no expone las formas de la representación de la violencia en la literatura sino sus condiciones de posibilidad. Para hacerlo, se sirve de una constelación de pensadores y pensadoras del Norte y el Sur Global. De Achille Mbembe a Silvia Federici, de Floriberto Díaz a David Markson, organiza el pensamiento contemporáneo mediante lo que Sánchez Prado (2018) ha llamado “occidentalismo estratégico”. Este consiste en el trabajo crítico sobre la tradición cosmopolita de la literatura mexicana en el siglo XX. Rivera Garza participa de este occidentalismo al incluir en sus reflexiones teóricas autores de tradiciones críticas muy diversas, ya sea la teoría crítica sobre el Sur Global, el feminismo materialista, la teoría política de las comunidades mixes o el experimentalismo estadounidense. Al mismo tiempo, como señala Sánchez Prado (2018), el trabajo de Rivera Garza sugiere que a proper engagement with the consequences of neoliberalization involves puncturing the procedures of autonomous literature and showing the ideological seams of the novelist’s materials” (2018:179).

Esta estrategia de mediación entre el campo literario mexicano y otros campos internacionales es lo que permite dimensionar las modificaciones entre la primera edición y la traducción. Son tres los cambios principales. El primero es el orden de los capítulos. En la primera edición se enfatizaban las condiciones de producción de la forma literaria desapropiada: de las necroescrituras al citacionismo, luego al archivo y, finalmente, a la comunalidad. Esta progresión, irregular y rizomática, se basaba en el cuestionamiento de la materialidad de la escritura en los entornos digitales. En la versión en inglés, la reorganización de los capítulos permite otra lectura. Abre con la exposición de las condiciones que hacen posibles las necroescrituras y sigue con la desapropiación. En ese capítulo incluye un apartado con tres ejemplos de escritura desapropiada: Antígona González (2012) de Sara Uribe, Bulgaria Mexicalli (2011) de Gerardo Arana y El drama del lavaplatos (2010) de Eugenio Tisselli. La desapropiación como diagnóstico, que identifica un marco común de lectura de estas obras, se complementa con el manifiesto que se incluye páginas después donde el concepto opera en su dimensión programática. Rivera Garza lee a otros escritores mexicanos a partir de una constelación que los vincula en sus procedimientos algorítmicos y en su densidad poiética, abre el campo de la literatura mexicana hacia la teorización de sus procesos y la crítica de sus condiciones. A propósito de una carta de Juan Rulfo a su esposa Clara Aparicio, donde Rulfo identifica las cartas de amor como cartas de negocios (2020: 134), Rivera Garza propone una perspectiva materialista de los talleres literarios. No ya dispositivos de conformación del gusto y el estilo, sino laboratorios de observación y desapropiación.

Los últimos dos capítulos, ausentes de la primera edición pero incluidos en la segunda (publicada por Debolsillo, 2019), convierten Los muertos indóciles, un libro situado en el ámbito experimental de la literatura mexicana, en The Restless Dead, una obra que se integra a un corpus de teorías y obras literarias como un libro de conocimiento situado (Haraway 1988), publicado en inglés dentro de una colección de estudios teóricos mexicanos en la era postTrump. El penúltimo capítulo, “On Alert: Writing in Spanish in the United States Today”, amplía el encuadre de la literatura en América Latina hacia los Estados Unidos. Este movimiento es una expropiación del espacio hacia los campos letrados del Sur, una desapropiación del cosmopolitismo latinoamericano hacia otras fronteras e incluso otras lenguas. El último capítulo convoca a la obstinación (“Let’s be stubborn”) de la escritura como una práctica común y comunal, la escritura literaria como una forma de hacer frente a la devastación no mediante la representación o la mimesis sino con la producción de presente.

A pesar de que lleva muchos años escribiendo y enseñando en Estados Unidos, la obra de Rivera Garza no era tan conocida en ese país como lo es en México, o siquiera en el mundo hispánico. Su obra, que cuenta con una legión fiel y exigente de lectoras y lectores, contribuyó a modificar muchas de las ideas literarias contemporáneas en México. Con ella ha mostrado una gran capacidad de tender puentes entre tradiciones culturales, entre vanguardias vivas y canónicos mexicanos, y entre teoría crítica e imaginación literaria. Las traducciones al inglés de varias de sus novelas, de su libro de ensayos sobre la violencia y la cultura en México (Dolerse 2011, 2015; Grieving 2020) y, finalmente, la obtención de la beca MacArthur en 2020 permiten atisbar la consolidación de Rivera Garza como una de las autoras más visibles dentro del panorama de la literatura escrita por latinoamericanos en Estados Unidos.

En todas las obras de Rivera Garza se han explorado formas y secuelas de los ciclos de despojo, violencia y explotación a lo largo de la historia moderna de México. Gracias a los procedimientos desapropiacionistas y al ethos comunalitario, es posible reconocer estos fenómenos de violencia en modos que escapan a las representaciones prefiguradas por la pornomiseria y la ficción de explotación, tan frecuentes en los mass media y las industrias culturales. Como categorías analíticas, permiten identificar formas literarias en la intersección entre autonomía literaria y compromiso político que, de hecho, superan esa dicotomía moderna. Finalmente, desde su nuevo contexto de enunciación, The Restless Dead puede operar como un nodo agregado a la red de estrategias y conceptos para el campo hemisférico de las literaturas postautónomas.

Referencias

Cruz Arzabal, Roberto (2019): “Necroescrituras fantológicas: espectros y materialidad en Antígona González y La sodomía en la Nueva España”, en: iMex Revista 8, 16, 68-83, en: https://doi.org/10.23692/iMex.16.5. (Acceso el 26/01/2022)

Estrada Medina, Francisco (2016): “Reimaginar la autoría: la desapropiación según Cristina Rivera Garza”, en: Letras Femeninas, 42, 2, 27-34.

García Sánchez, Nayeli (2018): “Comunidad y comunalidad. Claves para una lectura de la narrativa documental”, en: Acta poética, 39, 1, 45-65, en: https://doi.org/10.19130/iifl.ap.2018.1.814. (Acceso el 26/01/2022)

Haraway, Donna (1988): “Situated Knowledges: The Science Question in Feminism and the Privilege of Partial Perspective”, en: Feminist Studies, 14, 3, 575-99, en https://doi.org/10.2307/3178066. (Acceso el 26/01/2022)

Jameson, Fredric (1981): The Political Unconscious: Narrative as a Socially Symbolic Act, New York: Cornell University Press.

Ludmer, Josefina (2010): Aquí América Latina. Una especulación, Buenos Aires: Eterna Cadencia.

Ludmer, Josefina (2014): “Literaturas postautónomas: otro estado de la escritura”, en: Dossier, mayo. http://www.revistadossier.cl/literaturas-postautonomas-otro-estado-de-la-escritura/. (Acceso el 26/01/2022)

Macherey, Pierre (2015): A Theory of Literary Production, Traducido por Geoffrey Wall. Boston: Routledge.

Negrete Sandoval, Julia Érika (2019): “La escritura en la narrativa de Cristina Rivera Garza: hurtos, apropiaciones, trazos de la otredad textual”, en Roberto Cruz Arzabal. (ed.), Aquí se esconde un paréntesis: Lecturas críticas a la obra de Cristina Rivera Garza, México: UNAM-Facultad de Filosofía y Letras, 111-136. En: http://ru.atheneadigital.filos.unam.mx/jspui/handle/FFYL_UNAM/120. (Acceso el 26/01/2022)

Reyes, Jaime López (2018): “De la comunalidad a la desapropiación en Los muertos indóciles de Cristina Rivera Garza”, en: Sincronía 73: 131-39.

Rivera Garza, Cristina (2015) [1ª ed., 2011]: Dolerse. Textos desde un país herido, Oaxaca: Sur+.

Rivera Garza, Cristina (2020): Grieving. Dispatches from a Wounded Country, trad. por Sarah Booker, New York: Feminist Press.

Cristina Rivera Garza (2020) The Restless Dead: Necrowriting & Disappropiation, trad. Robin Myers, Nashville: Vanderbilt UP, Critical Mexican Studies, 1.

Sánchez Prado, Ignacio M. (2018): Strategic Occidentalism: On Mexican Fiction, the Neoliberal Book Market, and the Question of World Literature, Evanston, Illinois: Northwestern University Press.

Wasser, Audrey (2016): The Work of Difference: Modernism, Romanticism, and the Production of Literary Form, New York: Fordham University Press.

Carlos A. Aguilera (ed.) (2020):

Teoría de la transficción. Narrativa(s) cubana(s) del siglo XXI

Columbia: Editorial Hipermedia, 204 pp.

Reseña de Ivonne Sánchez Becerril

UNAM, Instituto de Investigaciones Filológicas

En este volumen, Carlos A. Aguilera nos presenta una antología de relatos en tensión con las nociones de literatura, ficción, realidad, presente, nación, el Yo. Digo relatos en un sentido amplio, pues aunque la mayoría son cuentos (i.e. ficciones) hay algunos que se sitúan en la frontera difusa con otros géneros no-ficcionales. Los diecinueve textos son reunidos en esta misma antología gracias a que son presentados por Aguilera, en el texto homónimo al libro que inaugura la antología, bajo la provocadora etiqueta de transficciones. De tal forma que el libro es al mismo tiempo, una propuesta teórico-crítica de comprensión de la narrativa cubana del siglo XXI (yo diría que a partir de los noventa, por algunos de los textos incluidos), como un corpus de narraciones “transficcionales”. En ese sentido, quizá hubiese sido más afortunado un título distinto para el volumen (referir a la teoría de la transficción en un subtítulo tal vez) con el objetivo de no generar confusión alguna entre los posibles lectores sobre su naturaleza. El subtítulo que tiene el libro ‒Narrativa(s) cubana(s) del siglo XXI‒ parece esconderse, pues no aparece sino hasta la segunda portadilla.

La propuesta de transficción/transficcionalidad de Aguilera se aleja tanto de la que introdujera Richard Saint-Gelais, en la academia francesa en su libro Fictions transfuges. La transfictionnalité et ses enjeux (Seuil) en 2011, como de la que reúne a los diversos autores del libro Transfiction. Research into the realities of translation fiction, editado por los académicos austriacos Klaus Kaindl y Karlheinz Spitzl (John Benjamins) en Viena en 2014. Si bien para Saint-Gelais las ficciones transfugas y la transficcionalidad refieren a narraciones que amplían, continúan o modifican mundos diegéticos (ficcionales en términos generales) de otros autores –por ejemplo, la fanfiction, los textos no canónicos Holmesianos, zombificaciones literarias, los ejercicios crítico-literarios de Pierre Bayard o el traslado-extensión de un universo diegético a otros medios‒; para los autores reunidos por Kaindl y Spitzl la transficción alude a la ficcionalización, la imaginación estetizada, de la acción traductora, y reconoce el poder de la ficción como un recurso académico que ayuda a expandir la amplitud y profundidad de los estudios sobre traducción.

Aguilera, en cambio, considera que la transficción apela tanto a la condición, que ha venido a sustituir a la Autonomía/Postautonomía postulada por Josefina Ludmer (2009), por lo que “todo aquello que antes solía considerarse ‘fuera’ de lo literario o artístico, su horizonte de guerra, y ahora se asimila, se lee, se recicla, se teatraliza desde la intensidad […] todo eso que configuran un espacio donde el self, el imaginario y lo procesual niega la ideología que tradicionalmente la ha convertido en otra cosa, en bicho homogéneo” (Aguilera 2020: 12). Una forma de pensar y escribir sobre el “límite-ahora”, aquello “que siempre se mueve encima de una red compleja” (2020: 12) y que no apela (directamente) a ese crear realidad planteada por Ludmer. La selección de textos atraviesa la producción narrativa de autores de dos generaciones (noción empleada aquí bastante laxamente), aquella bautizada por Salvador Redonet en 1993 como “novísimos” y la reciente Generación 0. La antología resulta muy sugerente, pues los relatos entran en ricos diálogos que permiten al lector vislumbrar las preocupaciones literarias, políticas y ontológicas de los escritores cubanos más interesantes y propositivos de las tres últimas décadas. Autores reconocidos (y publicados) internacionalmente por su calidad literaria como José Manuel Prieto, Ena Lucía Portela, Carlos Manuel Álvarez, Idalia Morejón, Ronaldo Menéndez, Iván de la Nuez, Legna Rodríguez Iglesias o Jorge Enrique Lage, en yuxtaposición con voces igualmente sugerentes pero que han corrido con menos suerte editorial (trasnacionalmente) como Abel Fernández-Larrea, Ahmed Echevarría, Pablo de Cuba Soria o Radamés Molina. Se resiente la omisión de escritoras en la selección de Aguilera, que si bien incluye a tres, da cuenta de una persistencia en la dominante masculina para hacer su propio canon transficcional, cuando algunos textos de Anna Lidia Vega Serova, Mylene Fernández Pintado o Agnieska Hernández Díaz hacen eco con los ejes de interés de Aguilera para conformar la antología.

En el contexto del agitado presente cubano, llamó mi atención la inclusión “El nombre y la urna (un cuento jovial)” no solo porque fue originalmente publicado en 1993, sino por su vigencia tanto estética como temática; tres estudiantes universitarios deciden “correr la suerte de Ugolino”, morir de inanición encerrados. El relato es una inteligente versión que reescribe al fatídico destino de los hijos de Saturno a través de la ficcionalización de Ugolino della Gherardesca de Dante en un ejercicio que devela y pone en tensión la performatividad de la disposición del texto en la página, la relación con otros textos para saturar de sentido la trama, y su carácter meta-reflexivo. Pero estos rasgos también refieren al resto de las narraciones de la antología, ya sea en las minificciones de Radamés Molina al amparo del título de “Prosas”, en el mundo paralelo de “White Trash” de Jorge Enrique Lage o las tres perspectivas que integran “Antihéroe. Un homenaje a José Martí” de Legna Rodríguez Iglesias. Textos en los que se exploran y retan a la formas de narrar como “Cabeza” de Ramón Hondal; que redefinen nociones nodales como “Armazón que sobre sí misma se arma” de Pablo de Cuba Soria; o que van de la intertextualidad a la transficcionalidad (aquí la propuesta de Saint-Gelais) como “Umbral” de Rolando Sánchez Mejías o “Cerdo y hombres, o, el extraño caso de A.” de Ronaldo Menéndez, una variación a la anécdota encierro (otro) entre Claudio y Bill, de su novela La Bestias (otro doctorando se confronta filosófica y ontológicamente con, lo así denominado, Lo Negro, una máquina de devorar todo lo que no sea su propio cuerpo y la circunstancia de la precarización de la vida). Hay una importante presencia de la impronta de la vida e imaginario del ex Bloque Socialista, desde “Sin descansos ese verano” de José Manuel Prieto (una constante en su obra) pasando por “Absolut vodka” de Abel Fernández-Larrea o algunos textos de Radamés Molina, a “9550” de Abel Arcos. O el texto (de no-ficción o no ficcional) del ensayista Iván de la Nuez, “El atleta que surgió del frío”.

Además, claro, son fundamentales los núcleos de tensión que Carlos A. Aguilera identifica en la presentación de la antología, “Teoría de la transficción”: la problematización de la nación-nacionalismo que llama trasnacionalismo pero que podría llamarse también transterritorialidad, como lo plantea Iván de la Nuez (en La balsa perpetua, por ejemplo); el sincretismo entre ligereza y densidad literaria (quizá en diálogo-debate con lo que Odette Casamayor Cisneros llama ingravidez en Utopía, distopía e ingravidez); la difuminación de géneros y multimodalidad de los textos (que Aguilera llama específicamente transficción); la transtemporalidad que define como un kitsch de temporalidades (que merecería una revisión más detenida para contrastar con las nociones de heretogeneidad multitemporal, heterotopías y temporalidades intrincadas, de Canclini, Foucault y Mbembe, respectivamente). Finalmente, el transyo: la conversión ‒desencapsular el Yo, dice Aguilera‒ de la primera persona del singular en otras cosas (2020: 14). Este núcleo es quizá el más confuso, pero comprende (según entiendo) esa subversión y escenificación de la performatividad del Yo de los que se aprovecha, por ejemplo, la autoficción, pero que en última instancia reafirma al extremo que ese Yo nunca es referencial al mundo fuera de la diégesis; algo aparentemente obvio, pero que se vuelve problemático en textos que se escriben en la frontera entre ficción-realidad, que van más allá de la autonomía literaria.

Aunque Aguilera abusa del prefijo trans para la creación de neologismos, coincido plenamente con él en la transversalidad de estos narradores y los núcleos de tensión que identifica en las narrativas cubanas que incorpora en su antología. Sería interesante ampliar tanto su reflexión sobre dichas tensiones y su importancia en el complejo contexto cubano de las últimas tres décadas, como su propuesta de una teoría de la transficción cubana, pues muchos de sus planteamientos son (sugerentemente) ambiguos e inacabados, pero sobre todo difíciles de aprehender. En el caso de la relación de sus núcleos de tensión y contexto, me atrevería a proponer que se viera la serie de estrategias que emplean los autores antologados por Aguilera como formas de visibilizar y cuestionar la complejidad de las diversas violencias ‒subjetivas y objetivas si recurrimos a la clasificación de S. Žižek (2008)‒ experimentadas por los cubanos en una continuidad topológica (Han 2017) que los llevan al límite, a la deriva o a establecer relaciones conflictivas ontológicamente con ese contexto. Un libro sugerente en su planteamiento, pero sobre todo, una muy buena antología de la narrativa cubana de las tres últimas décadas.

Referencias

Casamayor-Cisneros, Odette (2013): Utopía, distopía e ingravidez: Reconfiguraciones cosmológicas en la narrativa postsoviética cubana. Madrid: Iberoamericana-Vervuert.

Han, Byung-Chul (2017): Topología de la violencia. Barcelona: Herder

Kaindl, Klaus y Spitzl, Karlheinz, (eds.) (2014): Transfiction. Research into the realities of translation fiction. Viena: John Benjamins.

Ludmer, Josefina (2009): “Literaturas postautónomas 2.0”, in: Propuesta Educativa, 32, 41-45.

Saint-Gelais, Richard (2011): Fictions transfuges. La transfictionnalité et ses enjeux. París: Seuil.

Žižek, Slavoj (٢٠٠٨): Violence. Six Sideways Reflexions. Nueva York: Picador

Andrea Gremels y Susana Sosenski (eds.) (2019):

Violencia e infancias en el cine latinoamericano

Berlín: Peter Lang, 247 pp.

Reseña de Héctor Fernando Vizcarra

UNAM, Instituto de Investigaciones Filológicas

La academia latinoamericana, particularmente desde la segunda mitad del siglo XX, ha hecho del fenómeno de la violencia uno de los principales objetos de sus reflexiones. Sus representaciones en la ficción literaria, los procesos de restauración de las comunidades afectadas y las repercusiones sociales en los entornos violentos (generados, por ejemplo, por los Estados o por el narcotráfico) son motivo de discusiones, libros y actividades en el seno de las instituciones universitarias, en sus facultades y en sus centros de investigaciones en Ciencias Sociales y en Humanidades. Sin embargo, como lo sustenta el contenido del libro coordinado por Andrea Gremels y Susana Sosenski —generado dentro del marco de la investigación “Espacios para la infancia en la Ciudad de México, peligros y emociones (1940–1960)”—, la violencia específica contra la infancia requiere de aproximaciones orgánicas para dar una perspectiva integradora de los aspectos que la conforman —fenómeno de crisis aguda en América Latina, tal como se demuestra en algunas de sus producciones fílmicas.

Constituido por diez capítulos más la Introducción elaborada por las editoras, Violencia e infancias en el cine latinoamericano propone una amplia revisión de películas —de muy distinta naturaleza y temporalidad— que, ya sea de manera crítica, pedagógica o sensacionalista, acuden a personajes infantiles y adolescentes inmersos en contextos violentos: desde el ámbito familiar y el educativo, donde los menores son susceptibles de padecer violencia sistémica, hasta los casos extremos de prostitución, sicariato o militarización; los estudios exponen y diseccionan las condiciones adversas que se resumen así en la Introducción del libro: “En América Latina y el Caribe ocurren hoy la mitad de homicidios de niños y adolescentes en el mundo” (Gremels y Sosenski 2019: 7), estadística atroz que refleja claramente la pertinencia del conjunto de textos reunidos.

Si bien la filmografía de Luis Buñuel realizada en México, a excepción de El ángel exterminador, no suele emparentarse directamente con su faceta surrealista, varias secuencias de Los olvidados (1950) han sido estudiadas desde la perspectiva psicoanalítica debido a las inserciones oníricas de Pedro, uno de los niños protagonistas. “¿Surrealismo mexicano? Violencia e infancia en Los olvidados de Luis Buñuel”, de Andrea Gremels, aborda el film de mayores repercusiones sociales (al menos en México) del cineasta para establecer varias de las directrices y temáticas desarrolladas en los capítulos subsecuentes: reproducción cíclica de la violencia, economías precarias, debates éticos y, ante todo, reflexión sobre la desigualdad. A partir de tres categorías de violencia, directa, estructural y latente, Gremels analiza la transferencia de roles entre la víctima y el victimario infantiles. Una suerte de lógica autodestructiva que, en oposición y paradoja con los postulados del surrealismo, suprime la imaginación entre los niños que no tienen acceso a las ventajas de la urbe moderna en la que habitan; de lo cual se desprende la correlación, señalada por Buñuel, entre el entorno de pobreza y la generación de este tipo de violencia contra los infantes, quienes a su vez se ven autorizados para ejercerla. En este sentido, la lectura de Gremels sobre el surrealismo en Los olvidados no apunta hacia la estética audiovisual de la obra sino hacia la violencia latente que apela a los espectadores, quienes se ven confrontados por imágenes que cuestionan la inocencia infantil, la idealización de la figura materna y las políticas públicas sobre el progreso.

La problematización del desfase entre el discurso gubernamental y la realidad que opera en las dinámicas sociales se retoma en “O ‘problema do menor’ na tela: Pixote no cinema, meninos em cena”, donde se confronta el film de Hector Babenco con la serie de iniciativas y legislaciones instituidas por el régimen militar y dictatorial de Brasil durante la segunda mitad del siglo XX. Pixote, a lei do mais fraco (Babenco 1980) sirve como ejemplo de las representaciones en pantalla de los menores infractores que viven en las favelas, su reclusión en centros de detención y su desplazamiento motivado por la búsqueda de dinero entre dos grandes ciudades: Río de Janeiro y Sao Paulo. Para Silvia Fávero y Reinaldo Lohn, autores del capítulo, la película de Babenco cuestiona las políticas asistencialistas de integración de niños y jóvenes marginados (difundidas de forma masiva por la televisión y la prensa) que suponían una estrategia para ocultar y disimular el conflicto de los menores —apartándolos de su comunidad sometiéndolos a la violencia policíaca— y, sobre todo, para respaldar la propaganda oficial sobre el progreso brasileño de la década de los setenta.

Sicario (José Ramón Novoa 1994), cinta venezolana ambientada en la Colombia de los años noventa, es el objeto de análisis del tercer capítulo del libro. En él, Ronald Antonio Ramírez cuestiona el enfoque naturalista y determinista con el que algunas producciones fílmicas latinoamericanas intentan describir la marginalidad, el crimen organizado y la violencia entre los jóvenes en situación precaria. “Juego duro, vale todo: Sicario, cuerpo-residuo y compostaje de la violencia” evalúa dichas características de vulnerabilidad en Jairo, el personaje protagonista, en su ascenso en la escala del sicariato y en su condición de cuerpo desechable y reciclable dentro del engranaje de la economía del narcotráfico de la que participa. Pese a sancionar de forma positiva la mayor parte de los aspectos fílmicos de Sicario, el autor disecciona con ánimo crítico las perspectivas éticas adjudicadas a los personajes. Aduce que presentan descripciones de la acción criminal basadas en un determinismo social, incluso hereditario, para explicar el carácter sistémico de la violencia en los entornos marginados: justamente porque la violencia, en dichos espacios, es una de las pocas estrategias de supervivencia.

La reflexión sobre la espectacularización y el aprovechamiento de un temor difundido a mediados del siglo XX en México a través de los medios de comunicación guía el capítulo “Ladrones de niños: el secuestro infantil como espectáculo cinematográfico”, de Susana Sosenski. Para analizar la película de Benito Alazraki, la autora contextualiza la preocupación social por los robachicos, fenómeno característico en la época de mayor urbanización del país y motivo argumental de otros films de tono melodramático y moralizante. Según la autora, los personajes de Ladrones de niños (1958) reproducen estereotipos de narrativas de difusión masiva, como el villano despiadado, la mujer fatal, el cuerpo de policía inepto y el padre vengador; por lo tanto, según la hipótesis del capítulo, la obra no ahonda en los múltiples factores que provocan el secuestro de niños sino que resulta una suerte de enseñanza para padres, en un registro pretendidamente realista que apela al sentimentalismo de los espectadores mediante la pedagogía del peligro.

También de corte pedagógico, aunque producido bajo el auspicio de la Secretaría de Salubridad y Asistencia del gobierno mexicano, el cortometraje Pasos en la arena (Francisco del Villar 1960), mezcla de propaganda, ficción y didactismo, es analizado por María Rosa Gudiño desde las perspectivas del trabajo social, de la disciplina parental y del asistencialismo institucional. La investigadora se basa en la trama situada en una comunidad pesquera de los años sesenta para explicar el funcionamiento interdisciplinario de las clínicas mexicanas ante probables casos de maltrato infantil, el cual es tratado como un problema de salud familiar que requiere de la cooperación de las trabajadoras sociales y de los médicos especialistas (principalmente de pediatras y radiólogos) para su solución y prevención.

Laura Ramírez Palacio, en su estudio “Miradas dislocadas. El caso de La balada del pequeño soldado (1984)”, realiza uno de los ejercicios más completos del volumen en cuanto a la teoría cinematográfica integrada a una crítica social sobre un hecho concreto. Fundamentado en un documental de Werner Herzog y Denis Reichle sobre la incorporación de niños a las milicias contrarrevolucionarias de Nicaragua, el capítulo expone de forma detallada las condiciones de enrolamiento y adiestramiento de infantes de la etnia miskito para la conformación de grupos militares antisandinistas. También discute la repercusión del film dentro y fuera de Nicaragua, cuyas lecturas tomaron tendencias políticas y dejaron de lado el planteamiento central que ambos realizadores europeos propusieron al grabar el documental: la utilización de menores como soldados activos. Además de la puesta en contexto de estas polémicas, marcadas por las polarizaciones y los juicios desde las militancias tanto de izquierda como de derecha, la reflexión de Ramírez Palacio se enriquece gracias al recuento histórico de la percepción sobre las imágenes de los niños militarizados. Si bien se trata de un fenómeno todavía vigente, en la década de los ochenta no despertaba la misma indignación que en la actualidad, pues constituía parte de los discursos que pretendían generar solidaridad y empatía con ciertos movimientos armados.

Diana Marcela Aristizábal presenta un análisis comparativo entre dos películas situadas en Antioquia, Colombia; una en el entorno rural y otra en el urbano. Para la autora, ambas cintas registran las condiciones de violencia en la que los niños y niñas de dicha región transitaron durante los años noventa: prostitución, sicariato, desarticulación familiar y drogadicción. El punto clave que une ambas producciones, objeto también de cuestionamientos, es la distancia crítica que toman los dos directores (Víctor Gaviria y Carlos Arbeláez) para sostener la idealización de la infancia como una edad inocente, dependiente, vulnerable. Frente a esas premisas, “Los niños que se ven: una reflexión histórica sobre el cine, las infancias y las violencias en Antioquia: La vendedora de rosas y Los colores de la montaña” demuestra cómo una parte del cine colombiano reciente se ha ocupado de los menores en situación precaria no solo como asunto coyuntural, sino como herramienta de visibilización de una problemática mayor inherente al conflicto de narcotráfico, en particular desde la perspectiva de los niños afectados.

En otro sentido, partiendo de la distinción categórica entre el cine experimental y el cine industrial, “Acercamiento a la violencia y al sufrimiento en el cine mexicano de los años sesenta” de Israel Rodríguez, plantea la renovación del tratamiento de las experiencias traumáticas en la infancia en tres audiovisuales: En el balcón vacío (Jomí García Ascot 1962), En el parque hondo (Salomón Laiter 1964) y Tarde de agosto (Manuel Michel 1964) —las dos últimas basadas en cuentos de José Emilio Pacheco. Se trata de películas que, a decir del autor, reflejan aproximaciones que renuevan los estereotipos del cine mexicano de la Época de oro. Principalmente, por su contenido psicológico y su influencia de la nouvelle vague francesa, tanto en su propuesta estética como en su ejecución narrativa, y cuyo interés principal radica en entender el sufrimiento desde la mirada infantil y sus efectos en la vida adulta.

El volumen cierra con las experiencias de los niños en el contexto de las dictaduras en América Latina como temática principal de películas argentinas y chilenas, todas ellas filmadas en el siglo XXI pero que remiten a acontecimientos de las décadas de los setenta y ochenta. Un caso específico es la conformación de residencias en Cuba destinadas a recibir hijos de militantes de la resistencia contra las dictaduras del Cono Sur (“Montoneros”, en Argentina; Movimiento de Izquierda Revolucionaria, en Chile). Las experiencias infantiles en estos sitios de acogimiento (Proyecto Hogar y Guardería) son examinadas por Eduardo Silveira Netto en “As ditaduras em Chile e Argentina e as experiências infantis em exílio: as memorias nos documentários El edificio de los chilenos (2010) e La guardería (2016)” bajo una óptica crítica que retoma los testimonios de quienes vivieron y crecieron en ambas instalaciones cubanas (incluidas las directoras de los dos films, Virginia Croatto y Macarena Aguiló), y considera que las declaraciones son emitidas y elaboradas por adultos que rememoran su propia niñez, lo que deja en claro el registro autobiográfico de las dos producciones (tanto en los documentos grabados como en la dirección cinematográfica). El estudio, por otra parte, logra dimensionar varios aspectos de los documentales en cuestión pues, además de considerar las violencias más visibles durante los regímenes dictatoriales (persecución, tortura, desaparición) y sus consecuencias en estos niños y niñas, también advierte los sentimientos de abandono que algunos de ellos experimentaron al ser recibidos en Cuba por sus “padres sociales” (es decir, padres sustitutos), situación que generaba vínculos de hermandad y de acompañamiento mutuo, pero también de toma de conciencia de haber sido afectados por decisiones ajenas a la suya.

El compendio realizado por Gremels y Sosenski abarca un espectro variado de largometrajes y cortometrajes de distintos países (con predominancia de aquellos cuyas industrias fílmicas están más consolidadas) y aporta discusiones relevantes a propósito de los ejes patentes en el título del libro. Pero también presenta herramientas para entender la violencia como una forma de relación sociocultural aún presente y, sobre todo, para demostrar que las producciones audiovisuales en Latinoamérica pueden denunciar, problematizar, confirmar e, incluso, refrendar dichas prácticas y discursos.

Susanne Klengel (2019):

Jünger Bolaño. Die erschreckende Schönheit des Ornaments

Würzburg: Königshausen & Neumann, 102 pp.

Reseña de Diana Hernández Suárez

Universidad Iberoamericana Puebla

Este libro de la romanista Susanne Klengel, de la Freie Universität Berlin, se inscribe en la vasta crítica latinoamericana sobre Roberto Bolaño. Su propuesta se encuentra, específicamente, dentro de los trabajos que abordan el estudio de la focalización narrativa, la intermedialidad y los cruces plástico-literarios, la intertextualidad, la repetición y la representación de la violencia por medio de la estética del horror. Particularmente, el interés de la autora es mostrar los vínculos intelectuales, estético y éticos entre Bolaño y el escritor alemán Ernst Jünger. Tal análisis abona elementos de interpretación a la obra del escritor chileno en la medida en que revela un vínculo estrecho entre la focalización narrativa de ambos autores a través de la mirada estereoscópica y vertical. La relación entre Ernst Jünger y Bolaño, que antes de este ensayo podría haber parecido circunstancial o meramente accidental, es hondamente estrecha y compleja, al grado de constituirse bajo un mismo paradigma estético en cuanto a la representación artística de la violencia.

La propuesta crítica de Klengel resulta muy provocadora e inquietante, al igual que las obras de Bolaño y de Jünger en relación con los imaginarios fascistas, pues revela en diversas direcciones que la representación del mal se articula de forma compleja, velada y siempre estetizada, tal como otrora se instrumentalizara el arte por los regímenes absolutistas para fundar una estética política. Klengel demuestra que la relación entre Jünger y Bolaño puede entenderse como una suerte de ecuación estética: Jünger/Bolaño. En el sentido de que el autor chileno retoma la focalización narrativa de Jünger y ciertos paradigmas poéticos de la ornamentación del mal: la mirada fría y distante, frecuentemente desde las alturas y, particularmente, en relación con elementos lunares. Tal consideración permite, por un lado, agregar elementos que permitan la comprensión del complejo entramado de perspectivas narrativas en la obra de Bolaño, así como sospechar de una intrincada ironía, en múltiples niveles, que traza una honda crítica, lejos del maniqueísmo del mal y la violencia. Así mismo, este ensayo revela un elemento más que refuerza la estructura “interrelacionada” de las obras de Bolaño, frecuentemente analizada como “literatura extendida”. Para la autora, la mirada estereoscópica planteada por Jünger resulta fundamental para resignificar la interpretación sobre la focalización de la obra de Bolaño —como una composición plástica, fractal y desenfocada— y ampliar la propuesta crítica con la finalidad de mostrar la compleja relación intelectual-literaria de la percepción que de la historia sobre el nacionalsocialismo tienen Bolaño y Jünger.

Susanne Klengel, por lo tanto, parte del análisis puntual de ciertos pasajes narrativos de obras como Amuleto, 2666 y Estrella distante, para demostrar el vínculo narrativo directo, por medio de la adopción de la mirada estereoscópica desde la luna, con “Sizilischer Brief an den Mann im Mond” de Jünger. A la luz de lo que la autora llama una “estética vertical” del horror, analiza la disposición narrativa de elementos que recuerdan fuertemente el Jugendstil y “la miseria de lo bello”.

El rastreo detectivesco de los circuitos intelectuales entre el mundo hispano y el germano, motivados por la aparentemente insignificante mención del príncipe Pückler en 2666, revelan la posible fuente crítica e intelectual que le permitiría a Bolaño reforzar, quizás en clave irónica, la “estética vertical”, como estrategia y mecanismo literario en toda su complejidad, así como su vinculación intelectual con Jünger. La ornamentación del horror propia de la obra de entreguerras del escritor alemán pudo haberla asimilado Bolaño gracias a los ensayos de Rainer Grunter, recopilados en Vom Elend des Schönen. Studien zur Literatura und Kunst (1988), cuya traducción, Sobre la miseria de lo bello. Estudios sobre literatura y arte, apareció en la colección Estudios Alemanes, editada por Ernesto Garzón Valdés y Rafael Gutiérrez Girardot. Se trató de una importante colección mediadora entre el mundo hispano y el alemán sobre las reflexiones artístico-literarias (Klengel 2019: 31). Tal hipótesis se refuerza al comparar “estereoscópicamente” los elementos que guardan cierta polaridad narrativa, o que guardan una gran contradicción y distancia, aspecto fundamental de la estética de Jünger.

Con una lectura cuidadosa e indagatoria, la autora va recogiendo elementos en la obra de Bolaño que revelan el vínculo complejo y ambivalente con Jünger y, a la vez, dan cuenta de la misma complejidad estructural y narrativa de la obra del chileno. Bolaño no utiliza la intertextualidad de su obra y de la obra de Jünger de forma banal, sino que encierra en ella una configuración filosófica con respecto a la percepción del tiempo de las catástrofes. De igual forma, delata la concepción metaliteraria en la construcción de su narrativa. Así pues, los elementos colocados en “el macrotexto” de su obra no son meras referencias eruditas, sino que a manera de ecos y repeticiones resignifican toda posibilidad de interpretación de las representaciones de la violencia y de la estética fascista. Cabe señalar que la autora no aventura una conclusión sobre los motivos de Bolaño para retomar la mirada fría y distante del “dandi”, que consolida la estética fascista, pero es posible interpretar que tal representación, al estar relacionada con la violencia más cruenta, puesta bajo la mirada de narradores que encarnan “la banalidad del mal”, resulta en un posicionamiento ético profundamente crítico, irreverente e irónico.

Con respecto a la representación de la violencia desde la maquinaria fascista, que recuerda el Jugendstil, corriente estética que refiere Grunter en relación con Jünger, hay que puntualizar que fue entendido como un estilo de vida que tiene por principio artístico la unidad en la composición. La “voluntad ornamental de orden” lleva a la mirada distanciada o estetizada, a la “ornamentación del horror” como parte de la composición artística, hasta llegar a la estética política que desencadena los fascismos en el siglo XX. Dentro de las obras de Jünger y Bolaño, el mal puede entenderse como origen y secreto del mundo, representado en la violencia, el cual solo puede ser revelado una vez que se comprende el conjunto de la composición, en el lugar de los extremos humanos. Para el autor alemán, la visión estereoscópica y elevada del mundo, y de las cosas, descifra la apariencia en sus relaciones secretas, lo que permite la repetición (y la necesaria duplicación). Hay una unidad “secreta” entre los elementos aparentemente inconexos; para captar la multitud de fenómenos hay que “mirar” los patrones desde una gran distancia. La obra de Bolaño puede ser leída bajo esta noción de unidad, cuyos patrones y series solo pueden ser descubiertos desde tal focalización alejada. Las alusiones, ecos y repeticiones configuran así un macrotexto en el que es posible ver, como una red de Indra, todos los elementos estéticos que la conforman, repetidos y cuidadosamente reflejados en su complejidad. Además, no sobra decir que la poética narrativa parece ser “una representación de la representación” de la violencia en aras de desarticular y criticar, de forma honda y erudita, la banalidad del mal.

La representación del “mal subliminal” es entendida por Jünger y Bolaño como una inminencia que se ha normalizado y que debe ser profundamente desarticulada. Para Bolaño el mal se presenta como una obra de arte o un “texto simbólico”. En 2666 se muestran el dolor real y su recuerdo. Una representación en mise en abyme de la memoria y el recuerdo. Terrible abismo interior que puede representarse, de hecho, con el desierto abismal que es a la vez monumental y sublime: abierto (Klengel 2019). La ornamentación del terror, la estética política monumental del fascismo, Bolaño la encuentra en los desiertos, como una suerte de “monumento” de la estética política contra las mujeres de Juárez. El desierto es, en efecto, un espacio natural pero dentro de su representación sublime los actos feminicidas lo resignifican como espacio de composición de cierta propuesta política. La autora no revela cuál, pero nos deja suponer a qué régimen mexicano se refiere.

Los narradores de Bolaño conocen y revelan los circuitos en los que se mueve el dolor creando una suerte de abismo en la narración que a la autora le recuerda el desierto: una estructura abismal entre la superficie y la profundidad. En el caso de “las muertas”, el mal solo puede ser apreciado a la distancia, como las líneas en el desierto. Son crímenes que no pretenden pasar desapercibidos, pero que sí borran todo rastro en la arena y la inmensidad desérticas (Klengel 2019: 73-74). La autora propone, además, que hay una relación especular en la estructura misma de 2666, es decir, al haber elementos repetidos y contradictorios en la escritura es necesario mirarla desde la distancia para observar el plano literario y la serie, para encontrar así lo oculto en “lo evidente”.

Dentro de esta misma argumentación, la estética vertical, específicamente la que mantiene una relación intratextual con Jünger, coloca el abismo del terror como núcleo de escritura, como un vórtice de la memoria en cuyo borde está el príncipe Pückler, apenas aludido y puesto como un elemento poco trascendental, o como mera nota de erudición, pero que en realidad “conecta” y proyecta la representación y percepción del mal. La escritura es, entonces, el vértice que une estos elementos, la memoria es el recurso que permite su aparición; así resulta en un espectro que emerge por medio de una alusión banal. Se entiende que la memoria es “un legado enigmático”: descripciones breves, muestra de fugacidad y la historicidad, el recuerdo y el olvido.

Esta investigación refuerza la exigencia de un lector atento, que recoge pistas “inconexas” y las articula a partir de un ejercicio detectivesco. Bolaño, en la estética estereoscópica de Jünger, explora el principio de percepción para configurarlo, en diversos niveles, en un elemento de focalización fundamental dentro de la narración, lo que lleva no solo a la diversificación de representaciones, sino también a cierta multiplicación del “yo” (Klengel 2019: 63). Para Jünger, tal propuesta de composición estética, basada en la percepción “multidimensional”, en una suerte de juego entre la lejanía y la profundidad, “trata de dar forma a las ideas de nuestro siglo” (Jünger 2005), en medio del resquebrajamiento conceptual y sin asideros. Se trata de comprender desde la multiplicidad de miradas un objeto. Jünger señala que tal aspecto es “en primer lugar, la impresión que en el autor dejan el mundo y sus objetos, el fino enrejado de luz y de sombra formado por ellos. Los objetos son múltiples, a menudo contradictorios, están incluso polarizados” (Klengel 2019: 12). Tal complejidad, para el autor alemán, ha sido magistralmente representada por la plástica y, como toda obra de arte visual, para apreciarla en su conjunto son necesarias tanto la distancia como la abstracción. Para Bolaño, alude Klengel, el arte de la palabra y el arte de la imagen se enfrentan violentamente, cuyas vistas distantes del ornamento son perturbadoras e inquietantes en la medida en que hay en la composición una ambivalencia ética (Cf. Klengel 2019).

Dentro de la lectura de la ornamentación del horror es posible entender la exploración de la estética fascista no como simpatía, sino, por el contrario, como una profunda crítica. Según las palabras de Jünger (2005), el ejercicio del “espectador” que sospecha es el de “tomar la verdad en los sitios donde se la encuentra. […] igual que la luz, tampoco la verdad cae siempre en el lugar agradable” (2005: 12). Por lo tanto, el enfoque o la percepción literaria puede estar “completamente a oscuras”, en “grandes zonas del terror” que a partir de la Primera Guerra Mundial penetraron “en nuestro tiempo”, “propagándose de manera funesta” (2005: 13).

Ante una realidad amorfa y horrorosa, el escritor debe tomar “distancia interior” y metafísica. En este sentido, adopta la posición del espectador generada por la violencia, tanto la de la Guerra como la encarnada en la historia. Tal distancia crea una suerte de fractura que repliega al observador a sí mismo, a un mundo interior, “como si el actor de antaño hubiera desaparecido y solo quedara el espectador” (Rodríguez 2011: 127). Resulta necesario “modificar la mirada”, como advierte Klengel, para comprender la violencia y el mal subyacente en la aparente banalidad y cinismo de su representación. Los juegos narrativos de Bolaño, a través de las ilusiones ópticas, permiten descubrir la banalidad del mal que hunde sus raíces en todo, como ampliamente se ha discutido en la crítica latinoamericana.

Klengel no ofrece aún una explicación, más allá de la apuesta estética desarticuladora, para el uso de esta mirada fascista. Para la autora, la desautomatización irónica resulta insuficiente para comprender el complejo pensamiento de Bolaño. No hay en este trabajo una “crítica reparadora”, por lo que quedan inquietudes y más preguntas, más sospechas. Quizás, advierte la autora, la relación especular y estereoscópica entre Pückler y Jünger permita dar mayor profundidad al sentido desarticulado de las representaciones de una realidad violentada en el siglo de las catástrofes, cuyos ecos se han encarnado de forma subliminal en nuestro siglo. Cabe la pregunta, dentro de la argumentación de este trabajo crítico, de si la representación narrativa del “dandi” que hace Bolaño, que desde las sombras encarna la mirada fría del espectador de la belleza ornamental del horror en forma de ficción literaria, no encarna un juego especular con la mirada del lector. ¿Es el lector de Bolaño, un detective salvaje, el hombre en la luna de Jünger?

Referencias

Jünger, Ernst (2005): Radiaciones I, Barcelona: Tusquets.

Klengel, Susanne (2019): “Roberto Bolaño’s Vertical Esthetics: A Case for a Hermeneutics of Suspicion”, De Gruyter, Ibero, 90, 135-150.

Klengel, Susanne (2020), “Ein völlig deutscher Gegenstand”, en Stephanie Catani (ed.), Roberto Bolaño: Autor und Werk im deutschsprachigen Kontext, Bielefeld: Transcript Verlag, 11-134.

Rodríguez Suárez, Luisa Paz (2011), “Los diarios de E. Jünger como forma del presente”, en Luisa Paz Rodríguez Suárez (coord.), El diario como forma de escritura y pensamiento en el mundo contemporáneo, David Pérez Chico, Zaragoza: Instituto FC, 121-132.

Françoise Perus (2019):

Transculturaciones en el aire (en torno a la cuestión de la forma artística en la crítica de la narrativa hispanoamericana)

México: UNAM-CIALC, 408 pp.

Reseña de Francisco Javier Sainz Paz

UNAM, Posgrado en Letras

Françoise Perus es una de las referencias teóricas más importantes para los estudios latinoamericanos y la crítica literaria. Su último libro, Transculturaciones en el aire, da cuenta de los varios temas que la investigadora ha abordado y la importancia de volver a reflexionar sobre ciertas perspectivas teóricas de la segunda mitad del siglo XX, a partir de las cuales se prefiguró la posibilidad del arribo a la modernidad, “la salida de la dominación occidental y la superación de todas sus lacras” (2019: 374), pero con una perspectiva crítica y de cara a los nuevos escenarios.

En los cuatro capítulos que comprende esta obra, Perus hace un recorrido por las ideas y tradiciones de pensamiento en las que se insertaron las aportaciones de Ana Pizarro, Fernando Ortiz, Ángel Rama y Antonio Cornejo Polar y los debates en los que estuvieron inmersos, mostrando las distintas (aunque no del todo aisladas) formas de pensar y encarar la especificidad de la literatura latinoamericana, así como los caminos que aún nos faltan por recorrer.

En su primer capítulo, Perus busca “reubicar el lugar y el papel de América Latina en el mundo actual” (2019:16) a partir de la comprensión de la globalización, la recomposición de la hegemonía de Estados Unidos, su descomposición y “necesidad de recurrir a las armas y a la industria del imaginario de masas para el sostenimiento de esta cada vez más precaria hegemonía mundial” (2019: 17-18).

Para la autora, se trata de pensar América Latina inserta en la historia mundial sin reducirla a su carácter de periferia, sin convertirla en bastión de una nueva irracionalidad (Perus 2019: 17) o crear una identidad latinoamericana a partir de particularismos o regionalismos, sino de entenderla como su propio centro (2019: 19), de distinguir su particular condición “como resultado de la elaboración y la asimilación colectiva de las herencias históricas y culturales propias [sin fomentar] la multiplicidad de rasgos diferenciales del que se vale el capital para convertirlo todo, la cultura inclusive, en mercancía” (2019: 23-24).

La investigadora considera que este balance se debe realizar teniendo en cuenta las distintas temporalidades y trayectorias que existen en las disciplinas, la vigente “hegemonía de ciertas confluencias entre las ciencias del lenguaje —[de corte formalista]— y una antropología de cuño anglosajón y corte neopositivista, [fenómeno que] responde a la suplantación de la educación formal […] por la industria del imaginario de las masas” (Perus 2019: 26), que busca construir subjetividades desinteresadas por indagar en la memoria histórica y proyectar futuros distintos. Cabría repensar sobre las violencias y sus narrativas, pues la actual cultura de masas nos la presenta como un ethos de la región, y no como un fenómeno de larga data, pues ello revelaría una serie de conflictos por control político-económico y no un ser óntico específico.

Perus coloca el llamado a la interdisciplina proveniente de los “poderes financieros y organismos internacionales que dictan los temas a tratar” (2019: 31), que empujan a las disciplinas humanísticas y sociales hacia la “cultura de masas”, en donde la noción de cultura acaba por perder “toda referencia al valor, a la par cognitivo y ético, que otras acepciones suelen asociar con ella” (2019: 32).

Estas visiones de la noción de cultura, que pretenden dar cuenta del conflicto, las relaciones de poder y las pugnas sectoriales, para Françoise Perus, apenas logran dar cuenta de una verdad: “las clases dominantes dominan” (2019: 37). La autora discute con algunas propuestas de la sociocrítica que abordaron los vínculos entre literatura y sociedad, advirtiendo la presencia en América Latina de diferentes bifurcaciones de la sociocrítica que han hecho del análisis del discurso un mero sistema clasificatorio, y de la literatura un discurso que puede definirse con criterios puramente formales, haciendo de ella un elemento más de la cultura de masas y una modalidad de entretenimiento. Por el contrario, Perus considera que la literatura interpreta y reinterpreta el mundo, “valiéndose de su dimensión propiamente artística [y de su] facultad de acercar entre sí lenguajes sociales, presentes y pasados, hablados y escritos, literarios y no literarios, de otro modo separados y desvinculados unos de otros, y de confrontarlos entre sí dentro de su propio espacio” (2019: 56).

En el segundo capítulo, Perus cuestiona algunas propuestas de la obra de Ana Pizarro, como la vinculación de la identidad latinoamericana con los procesos político-ideológicos de la segunda mitad del siglo XX (2019: 68-70). En ese sentido, repara que no se puede configurar una identidad latinoamericana como una otredad múltiple fundacional, al margen de los conflictos de la larga data que han acontecido en el continente.

La propuesta de redefinición de lo literario a través de la noción de “textualidades” (2019: 81) que perfila Pizarro, en opinión de Perus, no constituye un nuevo objeto de estudio, ni visibiliza la pluralidad de prácticas del registro cultural de América Latina, pues solo se cambia el enfoque del objeto al campo literario, reduciendo a las dicotomías entre lo “oral” y lo “escrito” sin dar cuenta de “la complejidad y riqueza de las diversas orientaciones de la teoría y la crítica literarias del siglo XX” (2019: 90).

Por otra parte, Perus sugiere que disolver lo literario en lo cultural, con la finalidad de visibilizar la acción de los “pueblos originarios” en aquel “todo cultural”, poco contribuye “al entendimiento de los vínculos que el presente nuestro ha de mantener con sus pasados, y menos favorecen las proyecciones de ese presente histórico hacia un devenir deseable: coartan de hecho toda posibilidad de vislumbrar un terreno de reflexión compartido, con todo y sus más profundas discrepancias” (2019: 102).

Otro elemento que la autora critica del trabajo de Pizarro es su intento por desligar “el estudio de la literatura latinoamericana de ciertos enfoques históricos y sociales, y por subordinar este estudio a corrientes lingüísticas y críticas” (2019: 128) que construyen una visión de la literatura como institución de dominación, como “«campo de fuerzas» en lucha por el «capital simbólico»” (2019: 140); para Perus, esta es una visión instrumentalista y reduccionista que no considera que la institución literaria “designa en primera instancia el «lugar» de un conjunto de prácticas relativas a la posesión de la lengua, y al manejo de los lenguajes hablados y escritos que participan de ella” (2019: 140).

En el capítulo tercero, la investigadora recupera y encomia el trabajo del antropólogo Fernando Ortiz, Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar (1940), quien a partir de la noción de transculturación expresa el proceso transitivo de una cultura a otra (Perus 2019: 145). Lo cual abre “nuevos caminos de análisis para el conjunto de fenómenos [que el autor designa] en términos de sincretismo o amestizamiento, cuando no apelando a la noción de cubanidad” (2019: 153), que entrañan un “sistema indisoluble de correlaciones entre, por un lado, las formas del tiempo y el espacio, y por el otro lado, las formas en las que los sujetos inmersos en los procesos de transculturación conciben sus vínculos con el mundo y consigo mismos” (2019: 153-154).

La autora traza lazos entre la práctica historiográfica de Ortiz con algunos de los planteamientos de Mijail Bajtin, además de advertir ciertos puentes entre Ortiz con los planteamientos de Hayden White y Jacques Rancière en torno a los vínculos entre el relato histórico y el relato literario (Perus 2019: 200).

En cambio, el planteamiento de Ángel Rama de trasladar la noción de transculturación de la antropología al ámbito literario, para Françoise Perus, es sesgada. Pues no percibe que dicha noción fue para Ortiz una herramienta para abordar “las interrelaciones inestables entre fenómenos de procedencia diversa y para sintetizar, de momento, los procesos correspondientes, cuidadosamente identificados, rastreados y descritos” (2019: 209); así, para Perus, Rama no solo confunde transculturación con mestizaje, sino que subordina los procesos de transculturación a supuestos ideológicos, evocando “algo así como la auto-realización de algún espíritu de época” (2019: 223), dejando de lado los procesos socio-culturales que dieron lugar “a la redefinición del regionalismo literario de otros conflictos, implicados en las nociones de mestizaje o de mestización manejadas en distintos momentos de la exposición de conjunto” (2019: 219).

De esta manera, se plantea que el análisis del crítico uruguayo de las formas literarias descansa en una perspectiva antropológica, en donde “las «culturas» en contienda, con sus formas narrativas correspondientes […] se sitúan en espacios diferentes y separados entre sí” (Perus 2019: 226). Así, Rama relaciona la novela realista con el racionalismo e individualismo burgués, y en el ámbito latinoamericano, a la modernización la ve como el motor de cambio que provocó en las “regiones maceradas aisladamente” el despertar de la “inteligencia mítica” desarrollada por la “poética vanguardista” (2019: 226); Perus cuestiona la visión de Rama de la novela realista como tributaria de la racionalidad burguesa, pues considera que pasa “por alto las muy diferentes vías por las que transitaron las formas narrativas en el transcurso del siglo XX, y desconocen las reformulaciones de los deslindes entre géneros, lenguajes y formas (narrativas y no narrativas)” (2019: 237).

Para la autora, las nociones sistémicas, como las de Cándido y Rama, que pretenden explicar los fenómenos literarios “por fuerza históricas y por ende problemáticas e inestables” (Perus 2019: 238), realizan un reduccionismo al definir por oposición a la “racionalidad burguesa” con el “pensamiento mágico-mítico”, en donde el primero hace alusión al contexto europeo de finales del siglo XIX, y el segundo con la vanguardia latinoamericana de principios del siglo XX, “como si no hubiera solución de continuidad entre ambos: tan solo cierto desfase temporal, al que convenía sortear deshaciéndose de la «racionalidad burguesa» propia del género novelesco, y conjugando las propuestas vanguardistas con las concepciones mágico-míticas empozadas en regiones apartadas del subcontinente” (2019: 246).

A esta visión, Perus opone lo que denomina como “régimen de literariedad”, el cual parte de la necesidad de recuperar el estudio de la literatura en su dimensión histórica y social y de la pretensión de “volver a colocar los problemas de forma artística en el centro de los análisis literarios, desmarcándolos de la noción de campo formulada por Bourdieu, […] demasiado sujeta a la coyuntura y a las relaciones de fuerza imperantes en ella” (2019: 237). Se trata de situar los problemas de la forma artística en relación con los “contactos, las tensiones o los conflictos de muy diversa índole entre las tradiciones letradas, por un lado, y los diferentes aspectos de los lenguajes asociados con las esferas de actividad práctica y el intercambio social-verbal involucradas en ellas, por el otro” (2019: 238).

Finalmente, en el cuarto capítulo, Perus se desplaza a la revisión de Escribir en el aire de Antonio Cornejo Polar, considerando necesaria una apropiación creativa de su obra por parte de la crítica (2019: 305), así como urgente recuperar el llamado a “reparar en los «riesgos» de los traslados de nociones provenientes de otras disciplinas al ámbito de los estudios literarios, [pues] no son pocas las nociones que se han ido convirtiendo así en adjetivaciones, a las que por lo demás se suelen confundir con «sustancias» harto nebulosas” (2019: 308-309).

Para la investigadora, el texto de Cornejo Polar medita en torno a los avatares de una herencia colonial transfigurada y nunca del todo deshecha, haciendo de ellas problemáticas complejas que van más allá del conflicto entre oralidad y escritura, pues permiten encontrar discontinuidades, escisiones, transfiguraciones y enmascaramientos más profundos (Perus 2019: 317-318). Este procedimiento también pone de manifiesto una tradición “que no por remontarse a los albores de la Conquista ha dejado de mantenerse viva y de propiciar renovadas formas de creación, tanto orales como escritas, que aún esperan estudios más sistemáticos” (2019: 322).

Por otra parte, la investigadora remarca la distancia de Cornejo con cierta tradición hegeliano-marxista acerca de la noción de totalidad, lo cual, para la autora, le permitió al peruano “atender a la presencia de la historia en la tradición, en la «letra» y en la «voz», y favorece la contribución de la primera en el restablecimiento de los nexos, siempre sujetos a debate, entre los hechos y sus elaboraciones diversas” (Perus 2019: 326) sin caer en juicios a priori. En ese mismo sentido, a juicio de Perus, la noción de “totalidad heterogénea no dialéctica” de Cornejo, pretende desprenderse de las visiones mecaniscistas y así poder historiar “materiales que están lejos de manifestar una tendencia evolutiva basada en «superaciones» sucesivas de conflictos pasados” (٢٠١٩: ٣٢٧).

Así, para la autora, la tendencia de la crítica por abrir las fronteras de lo literario y lo no literario, ha traído una renuencia “a encarar la delicada cuestión de la forma artística” (2019: 332). En ese sentido, a partir del debate con Roberto Paoli acerca de la noción de heterogeneidad y del examen que el peruano hizo de obras de Vargas Llosa, Donoso y Arguedas, Perus recupera la “imperiosa necesidad de separar el mundo representado de sus representaciones literarias [y entender] la forma particular que adquieren en ella los vínculos que se establecen con dicho mundo” (2019: 336). En ese sentido muestra una implicación ética en la forma artística que va más allá de la representación de la realidad y su interpretación ideológica, pues a través de ella se da cuenta de las contradictorias formaciones históricas en donde convergen diversos sistemas culturales.

Como se puede percibir, la ruta crítica que sigue Transculturaciones en el aire da cuenta de diversos procesos de larga duración, y pone en el centro a América Latina y los diversos debates teóricos que la han atravesado. Asimismo, se trata de una investigación de largo aliento que da pie a la reinterpretación del fenómeno literario a partir de las aportaciones de varias tradiciones de pensamiento entre las que destacan las de Georg Lukacs y Mijail Bajtin, de quienes la autora se ha ocupado en otros momentos —como da cuenta la bibliografía del presente libro. Además, en Cornejo Polar, encuentra un interlocutor cuya perspectiva le permite no solo la utilización crítica de las tradiciones de pensamiento ya mencionadas, sino también abordar fenómenos como la transculturación de las herencias coloniales, las relaciones entre la cultura letrada y la popular, y romper con las visiones que pretenden trazar una teleología evolutiva del fenómeno literario, por mencionar algunas de las aportaciones.

De esta manera, la lectura de Transculturaciones en el aire no solo es referente para los estudios latinoamericanos y la crítica literaria, sino una necesidad para trazar nuevas rutas teóricas para encarar el siglo XXI.

Roland Spiller y Thomas Schreijäck (eds.) en cooperación con Pilar Mendoza, Elizabeth Rohr y Gerhard Strecker (2018):

Colombia: memoria histórica, posconflicto y transmigración

Berlín: Peter Lang, 280 pp.

Reseña de Sebastián Pineda Buitrago

Universidad Iberoamericana Puebla

Los dieciséis capítulos reunidos en este libro colectivo, en menor o mayor grado, asumen la realidad social colombiana como una historia de los cambios de gobierno y de sus disposiciones legales. Son el resultado de las memorias del simposio “Memoria histórica, posconflicto y transmigración”, que se celebró en la Universidad Goethe de Frankfurt en mayo de 2017; es decir, poco después del plebiscito del 2 de octubre de 2016 sobre el acuerdo de paz entre el Estado colombiano y las antiguas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). De hecho, el resultado negativo de tal plebiscito es objeto de estudio por parte del primer capítulo del libro, “Entre el acuerdo y el desacuerdo: situación y perspectivas de paz en Colombia”, escrito por el sociólogo y economista alemán Lothar Witte. Para él, someter el Acuerdo de Paz a plebiscito fue innecesario. El entonces presidente de Colombia, Juan Manual Santos, gozaba de plena soberanía para instaurarlo. No convenció al electorado (a la plebe, de donde se desprende la palabra plebiscito) en parte por la despolitización del ciudadano colombiano y por la campaña en su contra liderada por el populista expresidente Álvaro Uribe, cuyo atemorizador mensaje fue “la paz llevará a Colombia al castrochavismo”. ¿Qué es el castrochavismo? Tanto Fidel Castro como Hugo Chávez ya habían fallecido en ٢٠١٦, pero su sombra llenaba de terror a muchos colombianos. El castrochavismo, y no la geopolítica del petróleo y el repliegue del imperialismo angloamericano, era el culpable de la debacle de Venezuela, y un acuerdo de paz con las FARC conduciría a Colombia por el mismo camino. Es de notar que en Colombia, a juicio de Witte, la doctrina bélica de Carl von Clausewitz (el estratega prusiano de la era napoleónica), “la guerra es la continuación de la política por otros medios”, no aplica en sí misma. El conflicto colombiano no es necesariamente una racionalización de la guerra ni de la política. Es violencia a secas: defensa de un “orden social” fragmentado. El capítulo de Witte concluye con la tremenda desigualdad social colombiana: el 12.5 % del PIB está en manos de cinco familias, propietarias de los principales medios de comunicación, los cuales contribuyen a su vez a la despolitización del ciudadano.

El capítulo de Alejandro Reyes Posada, “Una paz negociada con reforma agraria”, desmiente que la guerra de guerrillas de baja intensidad haya servido para combatir la concentración de la propiedad en Colombia. Pues, por el contrario, la lucha contra la insurgencia guerrillera fue el pretexto perfecto para que la dirigencia colombiana se situara en una zona de confort, esto es, para que gozara de permanente protección militar. La figura del guerrillero colombiano, con la excepción del cura Camilo Torres en la década de 1960 y de Carlos Pizarro en la de 1980, nunca ha obtenido el halo romántico del Che Guevara en Cuba o Argentina ni la simpatía popular de Zapata o Villa en México. La gran equivocación de Santos, por lo tanto, estuvo en suponer que las FARC podían convertirse en partido político. Esta equivocación la confirma el capítulo de Günter Maihold en “¿Nacidos para gobernar? Las élites colombianas y el proceso de paz”. En él, Maihold demuestra que para escalar en la política colombiana se requiere estudiar en costosas universidades privadas, formar parte de una “aristocracia académica” y, consecuentemente, vivir en una especie de burbuja, sin ideas concretas de la realidad. Palabras más, palabras menos, el “elitista” Juan Manuel Santos (nieto del presidente Eduardo Santos) gobernó un “Estado imaginario”, incapaz de transformar el país precisamente por el desconocimiento de su realidad profunda. Esto aplica también para el ámbito jurídico. A juicio del capítulo de Kai Ambos y Susanna Aboueldah, “Juristas extranjeros en la Jurisdicción Especial para la Paz: ¿un nuevo concepto de amicus curiae?”, la Corte Constitucional colombiana no solo es demasiado nacionalista, sino que supone que la paz depende de la redacción exacta de una norma o una ley.

El capítulo más iluminador del libro acaso sea el de Matthias Kopp, “Cada quien con su cuento: los medios y el proceso de paz en Colombia”. A partir del capítulo de Kopp se puede deducir que las naciones modernas no son más que medios y redes, es decir, construcciones de intereses económicos que proporcionan a unos ciudadanos conectados (o en redes educativas o periodísticas) una ración de información audiovisual o letrada, cuyo contenido produce efectos de identidad a fuerza de deseos colectivos de muerte. La retórica del “fin del conflicto armado”, con la cual el expresidente Santos ganó el Nobel de Paz en 2016, no significó para Colombia el fin de la violencia. Agudizó más bien una tendencia informativa “independiente” o ajena a los medios hegemónicos. La derrota del plebiscito confirma, según Kopp, el fracaso comunicacional de la arrogante élite mediática colombiana que no advirtió cómo la información ya no se difunde de manera centrífuga, desde un emisor único hacia los receptores, sino que viaja por redes, guiada por algoritmos urdidos con fines comerciales. El ciudadano colombiano (el ciudadano en general) se ha convertido en el “usuario” de redes sociales y considera que su perfil es soberano. Este fenómeno (aunque Kopp no lo dice explícitamente) conlleva a la despolitización. Arroja la idea de que en el mundo exterior reina el caos y que el Estado es débil para defender al ciudadano, pues este (ya convertido en “usuario” de redes sociales) está más protegido en la individualidad de su pantalla, con lo cual se rinde sin luchar.

El ethos del campesino colombiano es analizado por la romanista alemana Verena Dolle en el capítulo “Terapia conversacional: la tenencia de la tierra en La oculta, de Héctor Abad Fasciolince”. A partir de esta última novela del escritor antioqueño Abad Faciolince (un periodista asociado a los hegemónicos medios de comunicación), Verena Dolle sugiere que la humildad y la pobreza, pero no la sumisión ni la obediencia, constituyen el ethos del campesino colombiano. Esto quiere decir que en el campesino colombiano domina cierto resentimiento contra las políticas de izquierda o “filo-comunistas”, ya que estas políticas suponen hasta cierto punto una sumisión y una obediencia al Estado como sumo organizador del bien común. Dado que aquel Estado nunca lo protegió contra el despojo y la acumulación primitiva permanente, ¿tiene el campesino colombiano una imposibilidad para simpatizar con políticas de izquierda? La pregunta no la formula en sí Abad Faciolince ni tampoco Verena Dolle, pero se puede argüir al observar que el “amor a la tierra” es, contrario a lo que se piensa, algo bastante escaso en Colombia, incluso entre su élite terrateniente. No hubo ni hay en Colombia algo parecido al Lebensraum (espacio vital) de los alemanes. Persiste más bien un “odio a la tierra”, que explicaría innumerables ecocidios y que está presente en la épica de Cien años de soledad: la condición tropical de Macondo es, desde los discursos de los naturalistas ilustrados del siglo XVIII, el culpable de la inferioridad de sus habitantes.

Además del de Verena Dolle, los dos penúltimos capítulos del libro ensayan una perspectiva de análisis a partir de ciertas obras literarias recientes. El capítulo de Katarzyna Moszczynska se titula “La (des)memoria, el amor y el poder del duelo en La multitud errante y Hot sur, de Laura Restrepo”. El de Roland Spiller, “El ángel y la pesadilla de la historia: La forma de las ruinas, de Juan Gabriel Vásquez y El olvido que seremos, de Héctor Abad Faciolince”. Es de notar en ambos ensayos que la literatura en ellos aparece como referencia y no como objeto de análisis. No hay una perspectiva filológica o de crítica literaria que supere los instrumentos (algunas veces inadecuados) de las ciencias sociales. La aplicación benjaminiana de Roland Spiller para interpretar las novelas de Vázquez y Faciolince habla más de su conocimiento de Benjamin que de la literatura colombiana.

En síntesis, en el grueso de los capítulos hay una uniformidad de opiniones sobre los tres conceptos básicos que encierra el título del libro: memoria histórica, ‘posconflicto’ y transmigración. Esto supone que el lector ha de darlos por sentado, aun cuando la funcionalidad y claridad de tales conceptos deje mucho que desear. ¿Qué son la “memoria histórica”, el “posconflicto” y la “transmigración”? La introducción del libro, en general, no arroja una respuesta clara. Tampoco hay un capítulo en sí que se ocupe de aclarar alguno de estos conceptos. Con todo, el libro da cabida a capítulos que no son propiamente producto de un rigor académico, sino de una performance documental y hasta personal. Es el caso de Helena Urán Bidegain, quien relata de primera mano el horror de la desaparición de su padre, un magistrado del Consejo de Estado, en la toma del Palacio de Justicia en 1985. Tampoco Helena Urán Bidegain se pone de acuerdo en explicarnos qué entiende por posconflicto ni por memoria histórica, pero sugiere que ambos conceptos obedecen a la retórica de la indignación. En consecuencia, el libro colectivo Colombia: memoria histórica, posconflicto y transmigración no logra superar el mainstream (el lugar común) en torno al conflicto colombiano. No logra apropiarse de un vocabulario capaz de arrojar nuevos conceptos a partir de la praxis de la realidad social colombiana en la medida en que supone que dicha realidad es producto de una historia de los cambios de gobierno y de sus disposiciones legales. En otro volumen, una vez remansada la opinión sobre el plebiscito y con más claridad conceptual sobre el posconflicto, la memoria histórica y la transmigración, los autores del libro podrían concederle mayor interés a la historia cultural colombiana. Esta última no es otra cosa que la historia de las mentalidades, fuente de vocabulario e imágenes para la praxis sociológica.

Sophie Esch (2018):

Modernity at Gunpoint. Firearms, politics and culture in Mexico and Central America

Pittsburgh: University of Pittsburgh Press, 284 pp.

Reseña de Ximena Alba Villalever

FU Berlin, LAI, Forced Migration and Organized Violence (ForMOVe)

La ola de violencia que atraviesa actualmente al corredor latinoamericano es el resultado de una larga historia de desigualdades estructurales, intervencionismos, movilizaciones sociales y políticas, así como de luchas por la supervivencia que los distintos pueblos latinoamericanos han tenido que sobrellevar. México y los países centroamericanos destacan, en las últimas décadas, en este auge de violencia liderado por conflictos armados, formación de grupos criminales que buscan particularmente el control de los flujos de droga, circulación sin control de armas de fuego y gobiernos autoritarios o incapaces de solventar las condiciones mínimas de seguridad y vida digna para sus ciudadanas/os.

Dentro de este contexto, Sophie Esch, profesora asistente en literatura y cultura latinoamericana en Rice University, en su libro Modernity at Gunpoint: Firearms, Politics and Culture in Mexico and Central America, hace un análisis de las distintas representaciones y políticas de la violencia en México y en los países de Centroamérica. Desde los estudios culturales, Esch, por medio del análisis de representaciones culturales de armas de fuego en novelas, fotografías y corridos que giran en torno a los conflictos armados en la región, desarticula y reconstruye las nociones de violencia y modernidad. La autora se enfoca en cuatro contextos y periodos distintos: la Revolución Mexicana (capítulos 1 y 2), la Revolución Popular Sandinista en Nicaragua (3 y 4), la posguerra centroamericana (5) y la guerra contra el narcotráfico en México (6). Esch parte del estudio de Baudrillard sobre el valor social de los objetos, dependiente de los contextos en los que se encuentren y del tipo de consumo que conlleven, e imprime particular importancia al papel simbólico de las armas de fuego y divide su análisis en tres ejes: las armas de fuego como artefactos, como tropos y como accesorios (o props). Hace esto sin dejar de lado el aspecto funcional y económico de las armas, particularmente su uso y circulación como un reflejo de las asimetrías de poder. Así, analiza el papel que estos artefactos juegan y, sobre todo, el valor que les es otorgado dependiendo de quién los sujete, de quién observe a través de su mirilla o de quién los represente.

En una introducción y seis capítulos, Esch plantea la idea de las armas como artefacto primordial de la modernidad. Explica que esta relación se ha analizado ampliamente desde la perspectiva de las asimetrías de poder y la distribución global de armas, las cuales responden a los contextos específicos y a los intereses particulares de quienes pueden acceder (de forma masiva) a ellas. Sin embargo, emprende en su libro un enfoque distinto: el valor de las armas en manos de la/os desposeída/os, de quienes no tienen poder, ni acceso de forma masiva a estos artefactos. Un ejemplo introductorio, cargado del contexto violento de México y de los países centroamericanos, es el uso de las armas de fuego como prop —como accesorio— analizado desde puntos distintos. Primero, el uso de rifles de madera creados y utilizados por el EZLN, que delatan, por un lado, el poder de las armas de fuego y la militancia de quienes las portan y, por el otro, la precariedad (Esch 2018: 29). En este caso, el arma se convierte en un accesorio político que da fuerza al discurso, mas no al acto bélico. Esto la autora lo contrasta con el uso de armas embellecidas, como accesorios de moda y de lujo que se exhiben como parte de la narcocultura, así como la exhibición de cantidades exorbitantes de armas confiscadas a los cárteles por el gobierno mexicano: ambas exposiciones convierten el contexto del narcotráfico en un “teatro de las armas bélicas” (2018: 34). Aquí, para Esch, las armas son usadas tanto para denotar poder y lujo, como para delatar la ostentosidad y la violencia exacerbada de los narcotraficantes.

Para poder analizar la complejidad que articula la violencia, particularmente considerándola desde contextos en los que esta se ejerce para “combatir” la autoridad o a los victimarios, Esch parte de Crítica de la violencia de Benjamin (2002). Propone analizar los efectos de la violencia y la porosidad que existe entre quienes “hacen uso de la violencia” (law-making violence) y quienes “combaten la violencia” (law-destroying violence). La autora usa como ejemplo de estas porosidades la insurgencia campesina de la Revolución Mexicana (2018: 52) o el sacrificio militante de los muchachos del FSLN (2018: 101). Argumenta que las armas de fuego, particularmente asidas por sujetos subalternos en búsqueda de inclusión (y de democracia), reafirman su participación como sujetos políticos (2018: 45). En el contexto de los movimientos insurgentes, estas hacen visibles a poblaciones antes ignoradas y marginadas (como en el caso de los campesinos en la Revolución Mexicana). Sin embargo, en sus representaciones en novelas, canciones y fotografías, las armas de fuego son también tropos para delatar otros tipos de violencia —por ejemplo, la violencia masculina— que surgen y son ejercidos por aquellos mismos que luchan por la igualdad.

Esch hace un esfuerzo por incluir en su argumento una perspectiva de género para analizar los roles y las representaciones de las mujeres en los contextos bélicos en los que se centra. Estipula que la producción cultural de las armas de fuego no puede disociarse de la política, de la violencia, de la construcción de masculinidades y de afectos, así como tampoco de la articulación de desigualdades. Para esto, al examinar los contextos de la Revolución Mexicana y la Revolución Nicaragüense toma en cuenta la intersección entre clase y género para entender tanto la producción cultural de las armas —y, en consecuencia, de la política—, como para desensamblar la construcción de distintas formas de masculinidad que interactúan con la violencia y la guerra. Pese a la limitada representación de las mujeres en las fuentes analizadas por Esch, la autora logra reflejar, aunque sea superficialmente, la ambigüedad y complejidad de la participación de ellas en conflictos armados y en la lucha por la consolidación de un estado democrático. Hace esto, primero, a través del análisis de Cartucho de Nellie Campobello quien nos da un acercamiento distinto hacia la necesidad de lucha y de participación revolucionaria, vistas desde los ojos de una niña. Contrapuesto a esto, Esch examina también la figura de la soldadera en los corridos sobre la revolución —no como actoras de esta, sino como acompañantes y seguidoras de quienes luchan— una representación profundamente imbricada en el sistema patriarcal militarista (2018: 64).

Esch ofrece en Modernity at Gunpoint una lectura enriquecedora y sugestiva, particularmente para quienes estén interesados en los estudios culturales y literarios. Es notable su esfuerzo por analizar en el contexto latinoamericano, particularmente en la región de Centroamérica y en México, los contextos actuales de violencia y los sus efectos en la sociedad, lo que tiene implicaciones en la forma en la que comprendemos nuestras propias realidades —o representaciones de ellas— a través de un análisis histórico y cultural sobre la construcción de la “modernidad”. La novedad del análisis de Esch radica en el énfasis sobre las armas de fuego, particularmente en las personas que las enfundan, así como en la función que juegan en las narraciones y representaciones sobre conflictos armados y, por lo tanto, en la articulación del estado moderno. Esch se adentra no solo en los distintos discursos y narrativas sobre modernidad, sino que analiza las controversias y ambigüedades existentes en todo conflicto violento: las armas como accesorio de poder, así como las desigualdades que surgen también dentro de las luchas por la igualdad y la democracia.

Debate

Pablo Oyarzún R., Carlos Pérez López y Federico Rodríguez (eds.) (2017):

Letal e incruenta: Walter Benjamin y la crítica de la violencia, trad. Pablo Oyarzún R.

Santiago de Chile: LOM, 297 pp.

Jaime Villarreal

BUAP, Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades.

“Para una crítica de la violencia” (“Zur Kritik der Gewalt”, 1921, en Archiv fûr Sozialwissenschaft und Sozialpolitik), a cien años de su publicación, es uno de los ensayos más conjeturados del alemán Walter Benjamin (1892-1940). Se trata de una pesquisa de la relación entre violencia, derecho y justicia que plantea seriamente la contradicción entre lo justo y lo apegado al derecho, ámbito este cuyo origen es consecuentemente violento.

El ensayo es producto de un tiempo convulso: la Primera Guerra Mundial había terminado en 1918 con un saldo de muerte nunca visto y sediciones que contribuirían a la desaparición de tres imperios: el alemán, el austrohúngaro y el ruso. En la naciente e inestable República de Weimar (1918-1933), había sido sofocado el llamado Levantamiento Espartaquista (enero de 1919), una sublevación obrera (1918) a la que se anexó poco después la marxista Liga Espartaquista, fundada por Rosa Luxemburgo, Karl Liebknecht y Clara Zetkin. En esos escenarios se había puesto a prueba el poder de las revueltas obreras que en Rusia habían derrocado al régimen de los zares.

En el contexto de la juvenil obra benjaminiana, la primera etapa de su producción intelectual quedó marcada por la acción estudiantil, la teología y la mística judías y por su amistad con Gershom Scholem. En cuanto a su égida romántica, la idea kantiana de crítica había sido explorada en su tesis doctoral, El concepto de crítica de arte en el romanticismo alemán (1918), y aquí la ensaya para constituir el concepto de violencia y la necesaria problematización de dicho término. Adicionalmente al teológico y el romántico, otro ingrediente usual de su ensayística, el materialismo histórico, se enfatizaría poco después con sus lecturas de Marx, Lukács y con la compañía de la letona Asja Lascis. En este texto, su meditación política retoma las Reflexiones sobre la violencia (Réflexions sur la violence, 1908) del teórico de la huelga Georges Sorel (1847-1922), quien en su madurez rechazó el materialismo histórico.

1. Posteridad de la crítica de la violencia

Para abundar un poco acerca de los intelectuales que han recurrido al ensayo de Benjamin, solo mencionaré algunos notables: Theodor W. Adorno, Hannah Arendt, Jacques Derrida, Enzo Traverso, Giorgio Agamben, Werner Hamacher y Judith Butler. Así, por ejemplo, a Agamben, estudioso de la escritura benjaminiana y editor italiano de sus obras completas para Einaudi, este ensayo del alemán le ha auxiliado en la construcción de su propia indagación biopolítica y en la descripción del proceso de crisis jurídico-política por el cual los estados contemporáneos han terminado por convertir al estado de excepción en regla, constituyendo a la suspensión del derecho o a la misma dictadura en los ámbitos de derecho por excelencia (Homo Sacer. Il potere sovrano e la nuda vita, 1995 / Homo Sacer. El poder soberano y la nuda vida, Pre-Textos, 1998): “El hecho de haber expuesto sin reservas el nexo irreductible que une violencia y derecho hace de la Crítica benjaminiana la premisa necesaria, y todavía hoy no superada, de cualquier indagación sobre la soberanía” (Agamben 1998: 84). La dinámica existente entre la violencia fundadora de derecho y la violencia que lo conserva explica el proceso por el cual se debilita el derecho: “Esto perdura hasta que, ya sea nuevas violencias, ya las anteriormente reprimidas, triunfan sobre la violencia instauradora hasta entonces establecida, y fundan con ello un nuevo derecho destinado a una nueva caída” (Oyarzún 2017: 40). De esta manera, haciendo una lectura a contrapelo de sus orígenes y lógica violenta, demuestra Benjamin cómo “La crítica de la violencia es la filosofía de su historia” (2017: 39).

Benjamin describe características propias de la violencia divina, en contraste con la mítica: “Si la violencia mítica es instauradora de derecho, la divina es aniquiladora de derecho (rechtsvernichtend), si aquella establece límites, la segunda los aniquila ilimitadamente, si la mítica es culpabilizadora (verschuldend) y expiatoria (sühnend) a la vez, la divina es redentora (entsühnend), si aquella amenaza, esta golpea, si aquella es sangrienta, esta otra es letal de modo incruento” (2017: 37). La violencia divina, si bien es letal, lo es evitando el derramamiento de sangre. En el contraste entre la Leyenda de Niobe, que ilustra la violencia mítica instauradora de derecho, y el juicio divino de la banda de Koraj, en aniquilación divina redentora e incruenta, Benjamin cifra la “profunda relación entre el carácter incruento y el redentor de esta violencia. Pues la sangre es símbolo de la mera vida (des bloßen Lebens)” (2017: 37).

En esta formulación benjaminiana, Agamben encuentra asidero para su enunciación del concepto nuda vita, como dominio que, si bien parece encontrarse fuera de la ley, es objeto del control del derecho y de su administración de la violencia, predominantemente en los casos desamparados (homo sacer) cuyas vidas son susceptibles de ser arrebatadas sin rendir cuentas.

2. Estudios de la violencia en Latinoamérica

La violencia como categoría antropológica es vital para los estudios culturales latinoamericanos que han abundado en variaciones teóricas postcoloniales (Fanon, Bhabha, Said, Spivak), exploradoras de las herencias coloniales española y portuguesa (en los siglos XVI-XIX) o francesa y británica (siglo XIX-XX), y provenientes de la decolonialidad (Walter Mignolo, Quijano, Dussel) como perspectiva confrontada con y emancipada de la matriz colonial del poder en Occidente.

En cuanto al estudio de fenómenos violentos producidos por las anómalas modernidad y posmodernidad latinoamericanas —la violencia política de los años setenta del siglo XX, golpes de estado, dictaduras y represión popular—, se ha producido un gran interés por desentrañar la complejidad violenta de nuestra región desde distintas perspectivas que ponen en diálogo registros sociales, psicológicos, históricos o artísticos. Con esto en la mira, se han retomado diversos autores críticos de la expansión moderna europea: entre otros, Paul Ricœur, con sus estudios en ética, memoria y narratividad; Foucault, con sus investigaciones arqueológicas y genealógicas de conceptos como poder, saber y resistencia; Slavoj Žižek, en sus ensayos tipológicos sobre la violencia política y su indagación idealista y lacaniana de la actualidad neoliberal; y, por supuesto, Walter Benjamin, crítico de la idea de progreso y artífice de la indagación de la memoria y del origen violento del derecho. Muestra de ello lo podemos encontrar en volúmenes colectivos, como el coordinado por Lucero de Vivanco Roca Rey Memorias en tinta. Ensayos sobre la representación de la violencia política en Argentina, Chile y Perú (Santiago de Chile: Universidad Alberto Hurtado, ٢٠١٣).

Así, las lecturas latinoamericanas de Benjamin van desde las pioneras del uruguayo Ángel Rama, adaptador de aquella crítica de la modernidad en nuestro campo literario; pasando por la divulgación adelantada en Latinoamérica de la obra del alemán en ensayos del colombiano Rafael Gutiérrez Girardot, los estudios de mediaciones democratizadoras del español-colombiano Jesús Martín Barbero, la indagación del nacimiento de la crónica moderna en Latinoamérica del puertorriqueño Julio Ramos, las crónicas y ensayos sobre cultura popular y masiva mexicanas de Carlos Monsiváis, las indagaciones de la condición moderna periférica de la región en textos de Beatriz Sarlo, el estudio de la relación entre mestizaje y barroquismo en América Latina del ecuatoriano-mexicano Bolívar Echeverría, las traducciones de la prosa benjaminiana y estudios sobre estética de Pablo Oyarzún, hasta la crítica del discurso político del boom y de la narrativa de posdictadura del brasileño Idelber Avelar o la ensayística de cuño deconstruccionista de su paisano Silviano Santiago. Hasta hoy, los estudiosos latinoamericanos siguen encontrando en la crítica benjaminiana de la violencia incentivo intelectual y punto de partida para sus propias reflexiones.

3. Desde Chile, un volumen dedicado al ensayo benjaminiano

En estas líneas finales destaco una contribución a los estudios filosóficos de Benjamin en Latinoamérica. Se trata de un título de la editorial chilena LOM, centrado en la traducción de “Para una crítica de la violencia”, revisada y comentada por Pablo Oyarzún: Letal e incruenta. Walter Benjamin y la crítica de la violencia (2017). El título del volumen proviene de las características que Benjamin describe como propias de la violencia divina (letal e incruenta), en contraste con la mítica. La obra ofrece también al lector iniciado la versión al español del fragmento benjaminiano “Vida y violencia” y una serie de once artículos de investigación filosófica firmados por el mismo número de estudiosos, en especial franceses y chilenos.

En su nota previa del volumen que nos ocupa, Pablo Oyarzún consigna la preocupación sobre el ámbito político que llevó al pensador a proyectar, entre 1919 y 1920, la redacción de tres ensayos dedicados, al parecer, a cuestiones relacionadas con el tema de la violencia. Además del ensayo centenario, habrían trascendido de aquel proyecto fragmentos sobre política y un par de textos: “Leben und Gewalt” (Vida y violencia) (1916-17) y la reseña crítica de “Lesabéndio” (1918). En estos comentarios merece mención aparte la gran calidad de traductor del académico Pablo Oyarzún Robles. Además de haber estudiado la ensayística benjaminiana, ha publicado excelentes versiones anotadas de sus ensayos El narrador (Metales Pesados, 2008) y “Sobre el concepto de la historia” (La dialéctica en suspenso. Fragmentos sobre historia, LOM, 1996). Muestra de su meticulosa labor como traductor es precisamente el proyecto cristalizado en Letal e incruenta, ya que surgió con el interés de revisar una traducción anterior del ensayo publicada años atrás en Archivos. Revista de Filosofía (UMCE, 2/3, 2007/2008). Para el momento en que Oyarzún emprende esta traducción revisada no había sido publicada la versión correspondiente a la edición crítica de las obras completas de Benjamin a cargo de Christoph Gödde y Henri Lonitz, que desde 2008 ha reeditado la editorial Suhrkamp (Walter Benjamin. Werke und Nachlaß. Kritische Gesamtausgabe), por esto el chileno tomó como base la edición estándar de las obras completas de Rolf Tiedemann y Hermann Schweppenhäuser. Entre quienes han traducido este texto al español, se encuentran Héctor A. Murena (1968), Roberto Blatt (1998), Jorge Navarro (2007) y Julián Fava y Tomás Bartoletti (2009).

4. Tentativas sobre la violencia

La sección del libro dedicada a la exploración y estudio del ensayo benjaminiano abre con un artículo, “La trilogía política”, de Marc Berdet, que da contexto al malogrado conjunto de textos en que trabajaba Benjamin en la posguerra. Por su parte, Federico Galende presenta un breve ensayo filológico acerca de la frase que cierra enigmáticamente el texto benjaminiano y que pone en relación los conceptos de violencia divina, insignia, sello y cualidad de soberanía.

En “Variaciones de destino”, Antonia Birnbaum entrega una versión modificada de su prefacio a Critique de la violence et autres essais (París: Payot & Rivages, 2012). Traducido al español por Carlos Pérez López, el texto explora las discontinuidades o variaciones de la idea de destino plasmadas por Benjamin en los ensayos “Destino y carácter”, “Para una crítica de la violencia” y “El origen del drama barroco alemán”.

En “Centaurus. Para una ontología poética de la violencia”, Federico Rodríguez, partiendo del fragmento benjaminiano, apenas un párrafo, titulado “Der Centaur” (existe una traducción reciente al español, “El centauro”, en el volumen Materiales para un autorretrato, Buenos Aires, FCE, 2017), propone un rastreo en textos escritos y leídos por Benjamin que reconstruya su compleja y poética idea de la violencia.

Otra exploración de un fragmento acompañada de la búsqueda de coherencia con obras señeras del pensador berlinés se encuentra en “Tiempo y perdón. Glosa a un fragmento de Walter Benjamin”. Ahí, Andrés Claro se propone articular el concepto de perdón expuesto en el pasaje benjaminiano “La significación del tiempo en el mundo moral” (“Die Bedeutung der Zeit in der Moralischen Welt”, 1921) con su ensayo contemporáneo sobre la violencia y textos tan significativos como “Sobre el concepto de historia” (1940). Claro encuentra implícito de varias maneras el perdón en esa crítica de la violencia.

Enseguida, a partir de las ideas del alemán, Aukje van Rooden, en “El círculo mítico. Walter Benjamin sobre la política y su interrupción”, plantea una reflexión sobre el carácter mítico de la política contemporánea europea. Y en “Huelga pura. Benjamin/Sorel”, Willy Thayer hace un deslinde entre los conceptos de huelga general proletaria y huelga pura, de Sorel y de Benjamin, respectivamente. Aunque se trate de un autor al que Benjamin recurre para construir su propia concepción de huelga muy cercana al sentido de la violencia pura destructiva, Thayer señala que el filósofo francés le otorga a la huelga general proletaria un carácter fundacional e instaurador opuesto al de la formulación benjaminiana. En un sentido similar, Carlos Pérez López, coeditor del volumen, en “Reglas de un juego, tiempos de la huelga. Escalas entre lenguaje, política e historia”, repara en la necesidad de distinguir, como una cuestión de escalas, entre violencia pura, divina o revolucionaria que comúnmente se interpretan como equivalentes.

Por otra senda, muy a la manera de los estudios visuales contemporáneos, Diego Fernández H. indaga su tesis de que “la imagen dialéctica es la ‘verdadera’ crítica de la violencia” en “Para una imagen-crítica de la violencia”. Con este fin se propone distinguir la formulación benjaminiana de la imagen dialéctica, o imagen crítica, de las imágenes acríticas, que reproducen, ocultan y conservan la violencia del mundo.

En un sentido más comparatista, Elizabeth Collingwood-Selby, en “¿Cómo (no) guillotinar al rey?”, pone en diálogo el ensayo de Benjamin con un pasaje foucaultiano de Historia de la sexualidad, preguntándose si el alemán habría logrado en su reflexión “guillotinar al rey” o si mantiene a la ley y a la soberanía como su código y modelo principal.

Por último, Pablo Oyarzún Robles, a la luz del concepto de aura, desarrollado por Benjamin en su ensayo señero “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”, explora el componente de auraticidad que poseería un sujeto reconocido socialmente como autoridad. Con ese afán vuelve a los asertos de Derrida, Pascal y Montaigne acerca del carácter místico de la fundación de ley.

Referencia

Agamben, Giorgio (1998): Homo Sacer. El poder soberano y la nuda vida, Valencia: Pre-Textos.

Intervenciones

Debates museográficos en la era del negacionismo y la posverdad: dos casos peruanos

María Eugenia Ulfe y Camila Sastre Díaz

Pontificia Universidad Católica del Perú

1. El decomiso del Museo de Arte de Lima1

El 24 de enero de 2018 el diario Correo tituló su portada “Frenan ‘exposición artística’ prosenderista”. El titular hacía referencia a la serie de veinticuatro tablas de Sarhua Piraq Causa (¿Quién es el causante?), pintadas a principios de la década de 1990 por artistas sarhuinos de la Asociación de Artistas Populares de Sarhua. En las tablas retrataron lo que denominaban como “los tiempos de peligro”2. El diario hizo alusión a una acusación de apología al delito de terrorismo. Sin embargo, el titular aludía a hechos ya resueltos. La serie Piraq Causa había llegado al país a mediados de octubre del 2017 como donación de la Asociación Con/Vida Arts of the Americas desde los Estados Unidos para el Museo de Arte de Lima MALI. Aunque sí habían sido confiscadas en su arribo al país por la Dirección Contra el Terrorismo (DIRCOTE), el 28 de diciembre la medida de inmovilización fue levantada y las piezas artísticas entregadas al Museo de Arte de Lima (MALI). Cuando se publicó la noticia, las obras estaban en las instalaciones del Museo sin ninguna medida cautelar ni acusación. En lugar de celebrar que estas piezas quiebren la dicotomía jerárquica de arte popular y bellas artes al pasar a formar parte de la colección más importante de arte contemporáneo peruano, esta noticia tendenciosa difundió información falsa. Al hacerlo no solo colocó a las piezas bajo sospecha de apología, sino que ahondó en un viejo estigma de señalar a artistas ayacuchanos o de ascendencia ayacuchana como “simpatizantes senderistas”.

La entonces directora del MALI, Natalia Majluf, agregó la existencia de una “voluntad de silenciar lo que ocurrió en el pasado”3. En junio de 2017, la Ley de Apología contra el Terrorismo (Ley 316-A, Código Penal) fue modificada para ser más específica. Se le agregaron tres vocablos: exaltación, justificación y enaltecimiento (Ulfe 2020b: 202) y se fijaron penas que oscilan entre ocho y quince años para casos de apología. El problema con la ley es que se debe interpretar qué se entiende por exaltación, justificación y enaltecimiento. Muchas veces esto hace que se busquen explicaciones materializadas a través de objetos, documentos audiovisuales y textos. Olga González se preguntó si el problema de las tablas de Sarhua confiscadas no era sino la representación de los crímenes de sinchis y militares: “¿No serán estas las tablas que más bien incomodan y preocupan a la DIRCOTE?” (2018: en: línea). Recuerda González que las tablas “son también representativas de lo sucedido en muchas comunidades durante el periodo de violencia política”, y por ello concluye que “La omisión de las tablas que denuncian violaciones de derechos humanos introduce otro dilema para la ley de apología del terrorismo [...] que es la necesidad de invisibilizar las atrocidades cometidas por las fuerzas del orden” (2018: en: línea).

Este decomiso y su contexto no pueden entenderse sin mirar otros hechos similares de censura a piezas artísticas, exposiciones, películas (Ulfe 2020a; 2020b), obras de teatro (Milton, Ulfe y Bernedo 2014), entre otros. Desde el gobierno de Alberto Fujimori (1990-2000) hubo leyes negacionistas que fueron aprobadas y, a lo largo de estos años, ha habido una serie de intentos de seguir con estos procesos.4 En este contexto, la verdad de los hechos se disputa en los medios de comunicación masiva que recurren abiertamente a la desinformación o tergiversación de hechos (Fowks 2018). Aunado a la posverdad, el negacionismo actúa con leyes que pretenden liberar de culpas a perpetradores de crímenes de lesa humanidad.

Museos como el de la Asociación Nacional de Familiares de Secuestrados, Detenidos y Desaparecidos del Perú (ANFASEP) y el Museo Yalpana Wasi, interpelan con sus apuestas museísticas por contar otros relatos sobre la historia reciente del país. Se vuelven espacios de disputa y pugna en sí mismos, contraviniendo formas dominantes de pensar la historia desde el Estado, como es el caso de las “memorias salvadoras”5 que conceden al gobierno de Fujimori haber pacificado al país y con ello promover su desarrollo y crecimiento económico (Ulfe 2020b). En este artículo nos preguntamos: ¿a qué narrativas se les dan cabida en estos museos de memoria y cómo? ¿Cuáles son las piezas que generan censura y por qué? Para responder a estas preguntas analizaremos las curadurías de dichos espacios, centrándonos en cuáles son las piezas “problemáticas”, cuáles sus estéticas y qué es aquello que busca silenciarse, o en su defecto, reescribirse. Estas experiencias negacionistas no se restringen al espacio peruano, sino que se extienden en la región. En Chile, Argentina y Colombia también han habido contra ofensivas que cuestionan los hechos de violencia6. Es peculiar que la censura y las prácticas negacionistas provengan de gobiernos democráticos. Cabe preguntarse por el tipo de democracia que desde Latinoamérica se propone hacia el mundo.

2. Censura y re-escritura de la historia: el Museo Para que No se Repita de ANFASEP

En el Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) se recomienda construir museos, lugares y sitios de memoria como parte de un programa de reparación simbólica. Entre los objetivos está promover un reconocimiento sobre lo ocurrido y ayudar a las víctimas y sus familiares a transitar “el proceso de vivir la reparación” (CVR 2003: 116 t. IX). Estos espacios también deberían brindar explicaciones “inteligibles e interpretables” sobre lo ocurrido durante el conflicto armado (1980-2000), con el fin de prevenir la repetición de hechos similares y evitar olvidar lo sucedido, promoviendo procesos colectivos de memoria: “El ¿por qué pasó? debe ser el punto de partida del nunca más” (CVR 2003: 115 t. IX).

En este llamado se ubican varias experiencias que existen en el país como estatuas y placas como la de la comunidad Llinque o el Ojo que Llora en Lima, Casa de Memoria como las de Huanta, Putis y Huancavelica, o museos como el Lugar de la Memoria, la Tolerancia y la Inclusión Social de Lima, el Museo Para que no se repita de ANFASEP en Ayacucho y el Museo Yalpana Wasi de Huancayo.

Estos museos, placas conmemorativas y monumentos instalan ciertas representaciones de memoria, sentidos, explicaciones históricas y estéticas sobre el periodo de violencia a través de las piezas que exhiben. Ponen ciertos discursos en circulación y resignificación, evidenciando su dimensión social, porque “Una pieza o una imagen no son objetos inermes. Al contrario, tienen su propia textualidad y performatividad” (Ulfe 2020b: 206).

Como sucedió con las tablas donadas al MALI, varias piezas artísticas y espacios de memoria han sufrido en el último tiempo fuertes críticas. Eso ha sucedido con una cerámica que forma parte de la exposición permanente del Museo de ANFASEP a la que se quiso requisar por acusaciones de apología al terrorismo.

ANFASEP es la primera organización de víctimas creada en los albores de la guerra a inicios de los años 1980. Se trata de una asociación de mujeres, en su mayoría quechuahablantes, quienes buscaban a sus seres queridos en cuarteles militares o huaycos y preocupadas por la sobrevivencia de sus otros hijos, se organizaron para alimentarlos y cuidarlos (Muñoz 1998; Milton y Ulfe 2011; Tamayo 2003). ANFASEP nació como un comedor popular para alimentar a grupos de familias. Es cuando toman contacto con organizaciones que trabajan en derechos humanos que se constituyen en asociación de familiares. La socia fundadora de ANFASEP, Angélica Mendoza viuda de Arcaza (conocida como Mamá Angélica), fue una de las pocas mujeres que brindó su testimonio en las audiencias públicas llevadas a cabo por la CVR7. Doce años aproximadamente duró el proceso judicial que emprendió para conocer el paradero de su hijo Arquímedes Arcaza Mendoza, secuestrado el 2 de julio de 1983. El 17 de agosto de 2017 la Corte Suprema ordenó la detención de cincuenta y tres implicados en el caso conocido como Cabitos 83, por detenciones arbitrarias, torturas y desapariciones. A los pocos días de la sentencia, el 28 de agosto de 2017, Mamá Angélica falleció, dejando tras de sí la más grande asociación de víctimas y una vida de lucha por justicia y verdad en el Perú.

Entre el 2004 y 2005 se construyó el Museo de ANFASEP con apoyo de la cooperación alemana. Se fundó el 16 de octubre de 2005 en el marco de una conferencia sobre Memoria histórica y cultura de paz en Ayacucho. Sin apoyo económico del gobierno regional ni del Estado, ANFASEP se sostiene de los pocos ingresos que genera el Museo con sus visitas o alguna otra actividad en alianza con organizaciones no gubernamentales, universidades o cooperación internacional. Se trata de una asociación con fuertes vínculos transnacionales, pero sin presupuesto básico para sostenerse. Comparte con el Museo Yalpana Wasi de Huancayo una condición de precariedad permanente, bajo amenaza constante de cierre y censura.

El Museo se ubica en el local de ANFASEP. Las piezas en su mayoría provienen de las socias de la Asociación: ropa, fotografías, la gran banderola que ha acompañado sus caminatas en la plaza de Ayacucho. Pero el museo tiene también piezas hechas a la medida de las memorias de la institución, como la recreación de una cámara de tortura, una fosa común o una serie de retablos hechos por los hijos de las socias con imágenes de su vida y otras del trabajo de la CVR en Ayacucho. El nacimiento del museo provocó una discusión generacional entre las socias fundadoras y sus hijos mayores ya que fueron estos jóvenes quienes impulsaron la creación del museo y su museografía (Milton y Ulfe 2011).

La fachada de ANFASEP (figuras 1 y 2) está recubierta por un mural de Wari Zárate que recoge diferentes escenas de tortura. La casa está ubicada en una esquina que se conecta con una escultura en el parque, también de Zárate. Si bien cuando se fundó el Museo recibía pocas visitas de ayacuchanos, hoy se incluye en las guías de turismo para conocer la ciudad.

Tres salas conforman el museo: en la primera se exhiben algunas recreaciones artísticas para dar cuenta de los crímenes y torturas vividos durante los años del conflicto; la segunda con fotografías, objetos personales y algunas piezas artísticas (sobre las que volveremos) y la tercera donde se cuenta la historia de ANFASEP en una línea de tiempo con la historia del conflicto. Cuando se construyó este museo, se contaban con muy pocos espacios o lugares de memoria en Ayacucho, como la placa de la plaza de armas del 2003 que rememora la presentación del Informe Final en la ciudad, la placa del Hostal Santa Rosa con la fotografía de los periodistas que fueron asesinados en Uchuraccay el 26 de enero de 1983 y el ex penal convertido en feria de artesanías que recuerda la fuga de la cárcel de 1982. Sin embargo, la ciudad de Ayacucho está llena de memorias.

Son estas memorias en tensión y disputa que están en el Museo de ANFASEP. Cuando María Eugenia lo visitó por primera vez en el 2005 la guía estaba a cargo de una de las socias de ANFASEP. En un relato personal, narrado desde el “yo” testimonial, el recorrido pasaba por la historia personal insertada en una trama mayor que incluye la de las demás socias de ANFASEP, lo que edificaba no solo una memoria multivocal sino también un relato múltiple, testimonial, polifónico.

La memoria no tiene una sola estética, como no tiene una sola forma de transmisión. Uno de los espacios privilegiados por donde transitan es el arte. En Ayacucho desde el inicio de la guerra, la música, por ejemplo, tuvo un papel importante para contar lo que pasaba (Aroni 2013; Ritter 2006). También están las tablas pintadas (como las decomisadas) y los retablos que cuentan sobre hechos de violencia (Ulfe 2011). Estas piezas tienen un espacio en el Museo de ANFASEP, como la cerámica en la que un militar pisa a una mujer y apunta a un campesino.

Esta cerámica (figura 3) junto a las salas de tortura fue duramente criticada en octubre de 2017 por Octavio Salazar, quien acusó al Museo de incurrir en el delito de apología al terrorismo. Adelina García, entonces presidenta de ANFASEP, dijo: “Esto es para que las nuevas generaciones puedan conocer cómo ocurrieron los hechos y que no se repita”8. Al momento de los incidentes, Salazar era congresista del Perú por la región de La Libertad con la bancada de Fuerza Popular —partido fundado por Keiko Fujimori, hija de Alberto Fujimori. Salazar, además, había sido director general de la Policía Nacional del Perú (PNP). Es decir, cumplía una doble función como congresista del fujimorismo y expolicía. Cabe mencionar que entre el 2017 y 2019 el fujimorismo tuvo una representación mayoritaria en el Congreso de la República, e impulsó a través de otro congresista también ex miembro de la PNP, Marco Miyashiro, el programa “Terrorismo, Nunca Más”. Miyashiro había sido parte del Grupo Especial de Inteligencia del Perú de la PNP y parte de la Operación Victoria que capturó a Abimael Guzmán, líder de Sendero Luminoso. Por ello, al cumplirse 25 años de la captura de Guzmán, en septiembre de 2017 se inauguró una exposición conmemorando la acción (Ulfe 2020b). Desde ese papel y a través de programas como “Terrorismo, Nunca Más” o la exposición, estos congresistas buscaron instalar la memoria salvadora fujimorista que resalta las acciones llevadas a cabo durante el régimen de Alberto Fujimori para derrotar a Sendero Luminoso. Pero esta memoria no considera las acciones del Ejército en crímenes de lesa humanidad; menos las propias acciones de pueblos y comunidades que se enfrentaron a Sendero Luminoso. Estos programas y acciones son parte de las pugnas por la memoria histórica peruana, como lo fue en su momento la pieza de cerámica del Museo de ANFASEP.9

¿Podemos decir que hay una estética de la memoria? En este espacio museístico la estética descansa en el testimonio y en el sello que le dan sus artes locales como formas identitarias. Esta forma local y testimonial va de la mano de una ética que asume a la memoria y a la verdad como premisas para recordar. Estos espacios conservan y muestran recuerdos incómodos —aunque en algunos casos hayan tenido que reconstruirlas visualmente, como la celda de tortura— pero que sirven para contar una historia de muchas/os y representar lo que les sucedió.

3. Comuníquese y deróguese: el caso del museo Yalpana Wasi

En junio del 2014 se inauguró en Huancayo el Museo Yalpana Wasi-Wiñay Yalpanapa, Casa de la Memoria Para recordar eternamente. El espacio ubicado en el distrito de Chilca cuenta con cinco pisos que alojan la exposición permanente, salas de reuniones, biblioteca, videoteca, auditorio, oficinas administrativas y del Registro Único de Víctimas. Aunque el origen de Yalpana Wasi se puede remontar a las iniciativas de asociaciones de víctimas de la región con el apoyo de la Pastoral Social del Arzobispado de Huancayo (Inga 2020), su edificación fue posible por una política pública de memoria que impulsó la Gobernación Regional durante la gestión de Vladimir Cerrón10. Su padre, Jaime Cerrón Palomino, era vicerrector de la Universidad Nacional del Centro cuando fue secuestrado el 06 de junio de 1990. Su cuerpo fue encontrado sin vida el 17 de junio de 1990. Aunque la muerte de Cerrón Palomino no ha sido esclarecida, en la museografía permanente se recuerda que su esposa, madre del gobernador regional, “fue víctima de amenazas y agresiones físicas por parte de miembros de las fuerzas del orden” (museografía Yalpana Wasi, cuarto piso).

Desde su inicio se ha puesto en evidencia la fragilidad institucional del Yalpana Wasi. El primer bache sucedió con el terreno del Museo. El 20 de octubre de 2012 se colocó la primera piedra de la construcción, cuando aún no estaba emitida la licencia por parte de la Municipalidad de Chilca. Este incidente hizo evidente la disputa entre el gobernador regional y el alcalde de Chilca, Abraham Carrasco, ambos de tendencias políticas opuestas. Carrasco había sido electo como alcalde con el apoyo del partido político fujimorista Fuerza 2011, y Cerrón era fundador y militante de Perú Libre, partido de izquierda de origen regional.

A pesar de lo anterior, la construcción del edificio finalizó en abril del 2014 y abrió al público el 11 de junio del mismo año. Seis meses después, el museo amanecería con sus puertas cerradas. A finales del 2014 hubo elecciones de autoridades y Cerrón perdió. En enero del 2015 hubo cambio de autoridades y, debido a su casi nula institucionalidad, el Yalpana Wasi quedó en un limbo administrativo.

Los primeros días de enero de 2015, los regidores de la Municipalidad de Chilca propusieron al Concejo Municipal el traslado de algunas instalaciones administrativas al edificio del museo de memoria, aludiendo a vacíos legales en la entrega del terreno. Se exigió la anulación de una ordenanza del Consejo Regional (n.º 192-2014) promulgada el 30 de diciembre del 2014, un día antes de que terminara la gestión de Cerrón, y que declaraba a Yalpana Wasi Patrimonio Cultural de la región para asegurar su continuidad con el fin de otorgarle autonomía para su gestión. José Carlos Rivadaneyra fue el primer director del museo. Recuerda que en el momento de la inauguración no había claridad respecto su institucionalidad, instrumentos de gestión o presupuesto anual para su funcionamiento (2019: entrevista personal). Estas deficiencias luego se usaron como argumentos para intentar cerrar el museo.

Ante esta arremetida contra el museo y el traslado del municipio de Chilca en enero del 2015, una serie de organizaciones de víctimas y de desplazados tomaron acciones para mostrar su molestia y formaron la Plataforma Social por el Lugar de la Memoria. En una primera declaración manifestaron la importancia del espacio como política pública, en referencia a las recomendaciones de la CVR en una región afectada por el conflicto, y describieron los intentos de cierre como agravio hacia las víctimas homenajeadas en el museo (pronunciamiento, 10 de enero 2015).

Desde el Viceministerio de Derechos Humanos y Acceso a la Justicia del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos consideraron imperativo que el Gobierno Regional protegiera y permitiera el funcionamiento del Yalpana Wasi como política de reparación (oficio 048-2014 JUS-VMDHAJ). La Defensoría del Pueblo también mostró su preocupación (oficio 0035-2015 DP/OD-Junín) al igual que la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos. Esta última solicitó a las autoridades locales y regionales mantener el espacio para la transmisión de la memoria a nuevas generaciones y como homenaje a las víctimas del conflicto (pronunciamiento CNDDHH, 9 de enero 2015).

A finales de enero del 2015 el museo volvió a abrir sus puertas. Las organizaciones de desplazados y de víctimas del conflicto exigieron la formalización del espacio a través de la entrega formal de los terrenos, la institucionalización del espacio como un organismo desconcentrado del Gobierno Regional para asegurar su autonomía y la asignación de presupuesto y la publicación de la ordenanza regional n.º 192-2014, que declaró al museo patrimonio cultural de la región. Esta ordenanza estaría en el centro de discusión porque de ella dependía la subsistencia del museo. De hecho, en la sesión ordinaria del 3 de marzo de 2015, el Consejo Regional derogó la ordenanza por medio del acuerdo regional n.º 097-2015.

¿Cuáles fueron los motivos esbozados por los consejeros regionales? Aunque el argumento legal de estos podría haber sido que dicha instancia no poseía la competencia jurídica para declarar un espacio como patrimonio cultural, como el departamento de asesoría jurídica de la gobernación lo señaló, más bien en el debate evidenciaron sus posiciones frente al Yalpana Wasi. Según los consejeros la exhibición no da lugar a las “verdaderas víctimas”. Al contrario, para ellos premia a los “vándalos”. Esto les permitió cuestionar la noción de reconciliación que el espacio promovía. Para ellos, la perspectiva del Museo estaba relacionada con su cercanía al relato de la CVR, personificado en figuras emblemáticas del movimiento de derechos humanos y que consideran contrarias a la “pacificación”; los tildaron de “caviares”11, “izquierdistas” y “ociosistas”. Desde su mirada, el Museo “abre heridas” y no responde a los verdaderos deseos de la población, como sí lo harían otras obras de infraestructura tales como colegios o centros de salud, creando un falso dilema entre memoria y progreso. Como ejemplo, la pregunta retórica del consejero Orihuela: “cómo que no se va a saber de qué lado ha venido esa lacra social; esta lacra social ha venido de gente que no quiere al Perú, no quiere desarrollo” (acta n.º 5 sesión ordinaria Consejo Regional de Junín, 3 de marzo 2015). Las posiciones expuestas por los consejeros, más que centrarse en un objeto en particular de la curaduría o un cuestionamiento hacia la museografía, apuntan a la existencia del lugar y lo que encarna como política de reparación. Derogar la ordenanza implicó desbaratar la escasa institucionalidad que protegía la existencia del lugar y acabar con un espacio que proponía una política de memoria a nivel regional —el primer ejemplo de su tipo a nivel nacional.

En este sentido, ¿qué narrativa transmite Yalpana Wasi? El museo se define como un espacio para recordar lo sucedido entre 1980 y el 2000, homenajear a las víctimas, estimular la reflexión y promover “la convivencia pacífica, reconciliación, tolerancia y la reparación” (folleto presentación en el panel de ingreso). La museografía busca dar a conocer los hechos ocurridos en la región durante los años de la violencia, como lo ocurrido en Chongos Altos en 1984, la violencia vivida en la Universidad Nacional del Centro o la violencia ejercida sobre comunidades asháninkas en la selva central, entre otros casos. En el museo hay paneles escritos en castellano, inglés, quechua y asháninka. El Yalpana Wasi puede considerarse un museo regional a diferencia del museo de ANFASEP, que es más institucional al recrear historias de violencia vividas por las socias de la Asociación. El carácter regional se expresa también en la incorporación de objetos artísticos de la zona en la museografía. Como es el caso de los mates burilados y mantas tejidas a telar en donde los artistas locales han decidido narrar episodios del conflicto armado ocurridos en la región (figura 4). El recorrido del museo termina con una instalación ubicada en el quinto piso. La mitad del nivel se encuentra inundada con agua, desde donde se origina una cascada que recorre todos los niveles. Sobre ella se proyectan rostros de víctimas del conflicto. La cascada se transforma en una metáfora de sanación y reconciliación, que limpia simbólicamente los espacios donde se relata la violencia. Además, la instalación resalta el mensaje principal del museo como espacio promotor de la reconciliación y la reparación.

El Informe Final de la CVR comenzó a recibir una serie de ataques meses antes de su presentación, cuando aún no se conocía su contenido (Degregori 2015; 2011, 2009). Las críticas apuntaron a una supuesta parcialización contra las Fuerzas Armadas y la vista gorda hacia los grupos alzados en armas. Las críticas buscaron proteger aquella “memoria salvadora” del conflicto surgida en la década de 1990, que colocaba a Alberto Fujimori y Vladimiro Montesinos como los artífices de la derrota a Sendero Luminoso y que consideraba a las violaciones a los derechos humanos como los costos que la sociedad peruana debía pagar para acabar con ellos. Esta memoria postulaba “voltear la página, mirar hacia delante, no reabrir las heridas provocadas por el conflicto” (Degregori 2011: 276). Aunque los protagonistas del relato hayan cambiado debido a circunstancias judiciales, “la narrativa mantiene su textura original” conservando difusas las fronteras y la oposición entre autoritarismo y democracia (Degregori 2009). Así, cualquier relato que cuestionara su versión, como el caso del Informe Final de la CVR, es intolerable y eso lo convierte en objeto de ataque.

El Museo Yalpana Wasi se hace eco de parte de las conclusiones del Informe Final de la CVR como espacio de memoria y conmemoración. Invita a mirar el pasado para comprender lo sucedido y repudiar las violaciones a los derechos humanos, diferenciando democracia de autoritarismo. Por ello, lo acusan de “abrir heridas”, de no dar lugar a “aquellos que verdaderamente habían sufrido” y “premiar vándalos”, porque en el fondo el Museo se opone a la esencia de la “memoria salvadora”.

***
En octubre de 2017 las madres de ANFASEP recibieron una citación de la Fiscalía de Ayacucho para rendir su testimonio. La acusación por “apología al terrorismo” les llegó después de la visita del excongresista fujimorista Salazar. Ya en el 2015 otros dos congresistas habían criticado la pieza de cerámica porque “no le hace bien a la reconciliación nacional” y deja “mal parado al Ejército”
12. El realismo de la pieza condensa en sí mismo varios testimonios de madres dados tantas veces ante diferentes instancias judiciales, e incluso, el de la líder Mamá Angélica en la audiencia pública de la CVR. Por eso incomodaba a Salazar como años atrás había sucedido con otros dos congresistas.

En el caso del Yalpana Wasi, la presión de miembros de asociaciones de víctimas de la zona y organizaciones nacionales e internacionales obligó a que reabriera sus puertas y a que, meses después, en la sesión del consejo Regional del 06 de octubre del 2015, fuera declarado de Interés Público Regional (ordenanza regional n.º 214-GRJ/CR). Tiempo después, esta ordenanza fue derogada y se repuso la ley n.º 192-2014, que declaró al museo patrimonio cultural. Finalmente, el 2 de enero del 2021 se incorporó el Yalpana Wasi al Sistema Nacional de Museos del Estado, en coincidencia con la nueva política nacional de cultura que da prioridad a la diversidad de memorias como parte de los derechos culturales. Yalpana Wasi ganaba una nueva partida en las batallas de memoria del posconflicto peruano.

Museos como el de ANFASEP y el Yalpana Wasi presentan una museografía incómoda a través de historias personales, historias familiares que contribuyen a relatos regionales y se insertan en narrativas nacionales, discutiendo las memorias dominantes. En algunos casos se contraponen, en otros brindan nuevos elementos y en los últimos rechazan las ideas de memorias salvadoras. Estas pulsiones muestran que en disputa no están solo las piezas o museografías, sino cómo se cuenta la historia reciente del Perú. El trabajo colectivo y persistente de las madres de ANFASEP logró que el espacio de la Hoyada sea considerado un Santuario de la Memoria13. Las exhumaciones que llevaron a emitir sentencia en el Caso judicial Cabitos 83, en agosto de 2017, trajeron evidencia que reforzaba lo ya señalado en el Informe final de la CVR: que hubo una tecnología de violencia instalada desde el Estado para reprimir, que hubo desapariciones forzadas y violencia sexual14. No fue coincidencia tampoco que el congresista Salazar visitara el Museo de la ANFASEP en octubre del mismo año, tres meses después de la sentencia y el fallecimiento de Mamá Angélica.

El relato museográfico del Yalpana Wasi muestra su carácter regional, el mismo que es entredicho a través de la trifulca de la ordenanza. Su narrativa cuenta lo vivido por quienes están en los márgenes de la sociedad y del Estado y, desde esa historia local, problematizan el relato nacional de “todos” (Ulfe 2009).

Así, la pregunta que se hace González sobre las tablas de Sarhua vuelve a resonar al analizar las polémicas negacionistas en torno a ambos museos. Las memorias e historias sobre las que ambos espacios llaman la atención son aquellas que han sido vividas en muchos lugares del Perú durante el conflicto armado. Memorias e historias que ponen en tensión y entredicho, desde la experiencia local, los intentos por consolidar una única memoria nacional.

Epílogo

La guerra contra el negacionismo sigue viva. Cuando en plena crisis política, en noviembre de 2020, fueron asesinados Inti Sotelo y Bryan Pintado por miembros de la PNP. La ciudadanía, de forma inmediata y sin mayor coordinación, levantó memoriales en su honor. Días después amanecieron destruidos. Aunque la ciudadanía repudió su destrucción y los reconstruyó, no deja de llamar la atención las opiniones que comenzaron a circular en redes sociales y medios de comunicación, que buscaron denostar a los jóvenes asesinados, y mencionaban supuestos antecedentes penales. Estas opiniones buscaron oponerse a los calificativos recibidos por Sotelo y Pintado, que los nombraban como “héroes del Bicentenario” y “mártires de la democracia”.15

La destrucción de los memoriales y el menosprecio hacia los jóvenes asesinados son mecanismos que buscaron repudiar las reivindicaciones de las manifestaciones ciudadanas. Sotelo y Pintado se habían convertido “en símbolo de la lucha y la resistencia” (Ilizarbe 2020). Borrar sus rostros y destruir sus memoriales no fue más que otro intento por silenciar las exigencias por una democracia estable y sólida, capaz de asegurar derechos fundamentales. Mantener la memoria de ambos jóvenes se transformó en un acto subversivo y en una nueva batalla de memoria contra el negacionismo, al igual que las memorias y recuerdos que albergan los museos de ANFASEP y Yalpana Wasi.

Referencias

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Documentos

Pronunciamiento de la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos CNDHH. Disponible en: http://derechoshumanos.pe/2015/01/la-cnddhh-sobre-museo-de-la-memoria-de-junin/ (Acceso en 22/01/2022).

Acta nº 5 sesión ordinaria Consejo Regional de Junín, 03 de marzo 2015.

*Acuerdo Regional nº 110-2012 del Consejo Regional del Gobierno Regional de Junín, 2012.

Ordenanza Regional nº 214 del Consejo Regional del Gobierno Regional de Junín, 06 de octubre del 2015.

Ordenanza regional nº 192 del Consejo Regional de la Gobernación Regional de Junín, 30 de diciembre de 2014.

Acta sesión ordinaria nº 05 del Consejo Regional de Junín, 03 de marzo de 2015.

Acuerdo regional nº 97-2015 del Consejo Regional del Gobierno Regional de Junín, 03 de marzo del 2015

Noticias

“Anfasep rechaza cuestionamiento al Museo de la Memoria”, Observatorio Latinoamericano de Memorias, 13 de octubre de 2017. En: (Acceso en 22/01/2022).

“Los intentos por boicotear el ANFASEP y el LUM en el pasado”, Wayka, 27 de octubre de 2017. En: https://wayka.pe/los-intentos-por-boicotear-el-anfasep-y-el-lum-en-el-pasado/

(Acceso en 22/01/2022).

“La Hoyada: un Santuario de la Memoria para Ayacucho”, Idehpucp, 06 de junio de 2014. En: https://idehpucp.pucp.edu.pe/notas-informativas/la-hoyada-un-santuario-de-la-memoria-para-ayacucho/ (Acceso en 22/01/2022).

“Las condenas del caso Los Cabitos”, Ojo público, 17 de agosto de 2017. En: https://memoria.ojo-publico.com/actualidad/lectura-de-sentencia-del-caso-los-cabitos/ (Acceso en 22/01/2022).


1 María Eugenia Ulfe, profesora Principal e Investigadora en Antropología en el Departamento de Ciencias Sociales de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Coordinadora del Grupo Interdisciplinario Memoria y Democracia de la Pontificia Universidad Católica del Perú. mulfe@pucp.edu.pe https://orcid.org/0000-0002-2749-1036.

Camila Sastre Díaz, candidata a Doctora en Antropología por la Pontificia Universidad Católica del Perú, Becaria ANID/Programa de Formación de Capital Humano Avanzado/Doctorado Becas Chile/2017-72170421. Integrante del Grupo Interdisciplinario Memoria y Democracia de la Pontificia Universidad Católica del Perú. csastre@pucp.edu.pe

Queremos agradecer a las señoras del Museo Para que no se repita de ANFASEP, a los encargados del Museo Yalpana Wasi, a José Carlos Rivadeneyra y a Diana Liz Trigueros, Carla Cáceres y Cecilia Pacheco del Ministerio de Cultura.

2 Es la manera como los sarhuinas/os se refieren al periodo del conflicto armado interno (1980-2000).

4 En la nochebuena de 2017, por ejemplo, el entonces presidente del Perú, Pedro Pablo Kuczynski otorgó el indulto humanitario y la gracia presidencial a Alberto Fujimori (Ulfe e Ilizarbe 2019). Este había sido acusado y sentenciado por delitos de lesa humanidad en el año 2007, otorgándosele una sentencia de veinticinco años de cárcel. Un año después, Fujimori volvía a la cárcel por una resolución de un Juzgado Supremo de la Corte Suprema del Perú que revisó el indulto, dejándolo sin efecto (Proética 2018).

5 La noción es de Steve Stern (1998) para referirse al relato que considera al golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973 en Chile como la salvación al proyecto socialista de la Unidad Popular. Carlos Iván Degregori (2011) rescata el concepto y lo adecúa a la realidad peruana.

6 En el caso chileno, véase intervención “Aquí están” https://www.instagram.com/estan.aqui/?hl=es-la, el cuestionamiento de Manuel Rojas, ex Ministro de Cultura https://www.cnnchile.com/pais/ministro-mauricio-rojas-se-disculpa-por-sus-dichos-sobre-el-museo-de-la-memoria-no-reflejan-mi-posicion-actual_20180811/ y ataques a sitios de memoria sobre la dictadura militar https://www.indh.cl/organizaciones-denuncian-al-indh-ataques-a-sitios-de-memoria-en-concepcion-la-serena-santiago-y-pichoy/; en el caso argentino, véase la intervención en una de las últimas protestas contra el presidente Alberto Fernández https://www.dw.com/es/argentina-repudio-a-la-exhibici%C3%B3n-de-bolsas-mortuorias-en-protesta/a-56732249 y ataques contra murales conmemorativas a detenidos desaparecidos de la dictadura militar https://www.ellitoral.com.ar/corrientes/2021-3-21-16-39-0-restauraron-mural-que-recuerda-a-victimas-de-la-ultima-dictadura-militar; y en el caso colombiano, véase los ataques a sitios de memoria https://sitiosdememoria.org/es/repudio-a-las-amenazas-a-sitios-de-memoria-en-el-marco-del-asesinato-de-lideres-sociales-en-colombia/.

8 Véase: Anfasep rechaza cuestionamiento al Museo de la Memoria, 13 de octubre de 2017. Disponible en: https://latinmemories.org/2017/10/13/anfasep-ayacucho-rechaza-cuestionamiento-al-museo-de-la-memoria Revisado el 05 de abril de 2021.

9 En junio del 2021 el Congreso de la República aprobó el Proyecto de Ley General de Museos. Este proyecto contiene algunas normativas que potencialmente pueden conllevar censura (véase 30.3.3. Infracción muy grave se constituye cuando: incisos f, g, h, p. 24 del documento Texto Sustitutorio Ley General de Museos). La propuesta estuvo a cargo del congresista de FREPAP, Alcides Rayme Marín, presidente de la Comisión de Cultura y Patrimonio Cultural y aún debe pasar por otras instancias, que pueden observar la propuesta. Véase: https://leyes.congreso.gob.pe/Documentos/2016_2021/Texto_Sustitutorio/Proyectos_de_Ley/TS02456-20210611.pdf

10 En el año 2012 el Consejo Regional de Junín aprobó la incorporación al plan de inversiones del Gobierno Regional la formulación de un expediente técnico para la construcción e implementación de un lugar de memoria en la región. Véase Acuerdo Regional nº 110-2012-GRJ/CR.

11 Caviar es una manera despectiva para referirse a personas de tendencia política de izquierda.

15 Las denominaciones de héroes y mártires aluden a actos simbólicos que buscan más bien aislar el hecho social del proceso histórico peruano reciente, que es mucho más complejo políticamente y no queda solamente retratado en las protestas de noviembre de 2020. Los jóvenes fueron asesinados por la policía defendiendo algo más grande que un partido, que es el propio sistema democrático. Y su asesinato refleja que las tecnologías de violencia no quedaron en momentos de crisis o periodos de violencia, sino que se han instalado, como las de censura, en el centro mismo del sistema democrático peruano.

Mapa del Perú

Fuente: Mapa 1. Perú 1980-2000: número de muertos y desaparecidos reportados a la CVR según distrito de ocurrencia. Informe de la (CVR 2003: 146 t. I)

Figuras 1 y 2. Frontis del Museo de la Memoria de ANFASEP.

Fotografías de Camila Sastre, Ayacucho, 2012.

Figura 3. Pieza de cerámica en Museo de la Memoria de ANFASEP.

Fotografía tomada por María Eugenia Ulfe, Ayacucho, 2009.

Figura 4. Detalles de mates burilados.

Fotografías tomadas por Maria Eugenia Ulfe, Yalpana Wasi, Huancayo, 10 de diciembre de 2014.

Representaciones de la trata sexual de mujeres en contextos neoliberales: el papel de los productos culturales en la operación del dispositivo antitrata mexicano.

Luz del Carmen Jiménez Portilla

Centro de Estudios de Género de la Universidad Veracruzana

¿Cómo se cuentan las historias que leemos, miramos o escuchamos sobre la trata sexual de mujeres en México? ¿Qué supuestos y mitos predominan en los relatos de obras de teatro, novelas, películas sobre este fenómeno? ¿Por qué se cuentan las historias de esa manera? ¿Quiénes las elaboran? Y, finalmente, ¿por qué es importante analizar críticamente la forma y el contenido de esas historias?

Las representaciones sobre la trata sexual de mujeres que leemos, escuchamos o miramos en la pantalla forman parte de un conjunto de discursos que se han producido sobre el fenómeno, principalmente a partir del año 2003, cuando México ratificó el Protocolo para Prevenir, Reprimir y Sancionar la Trata de Personas, especialmente Mujeres y Niños, conocido como Protocolo de Palermo (ONU 2000). Estas representaciones forman parte de lo que algunas autoras hemos denominado como dispositivo antitrata, entendido como una red/constelación de discursos, instituciones, leyes, decisiones reglamentarias y policíacas, medidas administrativas y productos culturales y artísticos sobre la trata sexual de mujeres, que funciona como una estrategia dominante para visibilizar y hacer frente al fenómeno (Foucault 2011, Jiménez 2019, 2021; Maldonado 2021).

El análisis crítico de estas representaciones artísticas permite cuestionar una serie de enunciados que han sido socialmente legitimados como verdades sobre la trata sexual de mujeres, y permite mostrar la heterogeneidad de concepciones no solo respecto al fenómeno en sí, sino alrededor del cuerpo, la sexualidad y la movilidad de las mujeres. En este sentido, analizar estas representaciones como producto de relaciones de poder que atraviesan las nociones de cuerpo y sexualidad permite comprender que portan diversos significados y que, incluso, emergen de distintas agendas políticas.

En este artículo, se propone un análisis crítico sobre algunas representaciones artísticas de la trata sexual de mujeres que se han elaborado en México en años recientes, con ejemplos específicos del teatro y el cine, las cuales se relacionan con paradigmas teórico-políticos que refuerzan una serie de políticas punitivas que no solo criminalizan las distintas expresiones del comercio sexual como un todo y promueven la persecución del delito de trata y el “rescate” de las víctimas como la principal vía para su prevención y atención, sino que se materializan en políticas sexuales y de género, vinculadas con una agenda conservadora y tradicional.

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Para comprender cómo se han producido determinadas representaciones artísticas sobre la trata sexual de mujeres en México, en este primer apartado recurrimos al análisis de contenidos históricos respecto al posicionamiento del tema en la agenda pública y política a nivel global, que ha tenido implicaciones en la producción del dispositivo antitrata mexicano. La historización del discurso sobre la trata sexual de mujeres abre una crítica en torno a las disputas político-institucionales que existieron alrededor de la producción de su significado a principios del siglo XXI, lo que permite entender de qué manera determinadas representaciones, algunas de ellas caracterizadas por una narrativa que mezcla discursivamente a la trata con el comercio sexual, emergieron y dominaron en un contexto histórico-político y cultural particular (Doezema 2010).

Este proceso responde a una lógica de producción del conocimiento sobre la trata sexual de mujeres desde diversos marcos de interpretación, que introducen narrativas estrechamente relacionadas con otras disputas de sentido más amplias en torno a la sexualidad, la ciudadanía y el ejercicio de derechos de las mujeres. En este sentido, es necesario reconocer la gran influencia que ha tenido el debate feminista sobre el comercio sexual en la producción del significado que se le ha dado al fenómeno de la trata sexual de mujeres, específicamente durante la elaboración del Protocolo de Palermo, en donde convergieron posturas encontradas respecto a la transacción económica de servicios sexuales.

El Protocolo de Palermo, elaborado en el año 2000, es el instrumento marco en el que se definió el significado contemporáneo de la trata de personas como:

[…] la captación, el transporte, el traslado, la acogida o la recepción de personas, recurriendo a la amenaza o al uso de la fuerza u otras formas de coacción, al rapto, al fraude, al engaño, al abuso de poder o de una situación de vulnerabilidad o a la concesión o recepción de pagos o beneficios para obtener el consentimiento de una persona que tenga autoridad sobre otra, con fines de explotación. Esa explotación incluirá, como mínimo, la explotación de la prostitución ajena u otras formas de explotación sexual […] (2000: Art. 3)

Las organizaciones feministas que participaron en el Comité Especial para discutir los términos en los que sería redactado el instrumento coincidían en que la trata sexual de mujeres era un problema grave y una expresión de la violencia de género que requería atención internacional, pero planteaban la urgente necesidad de negociar los términos de la definición de la “explotación de la prostitución ajena y otras formas de explotación sexual”, así como la relación entre la trata de mujeres y la noción de consentimiento utilizada en el Protocolo (Doezema 2005, 2010).

En estas discusiones se vislumbraron los paradigmas que han dominado el debate feminista sobre el comercio sexual. Por un lado, participó la coalición que integró a un conjunto de organizaciones que abogaban por la abolición del comercio sexual denominada la International Human Rights Network, liderada por la Coalition Against Trafficking in Women (CATW) que había sido fundada en 1988 en Estados Unidos por la feminista radical Kathleen Barry. Desde su creación, la CATW ha popularizado la mezcla entre comercio sexual autónomo y trata de personas, ya que, de acuerdo con una de sus ideas fundamentales, la prostitución es una expresión de la trata sexual pues nunca puede ser una actividad consentida o elegida por alguien como una profesión. Por el contrario, todas las mujeres en la industria del sexo son víctimas de trata, independientemente de si existió fuerza o engaño, porque sus vidas se inscriben en una estructura que reproduce y refuerza la subordinación sexual de las mujeres (Barry 1997; Jeffreys 2011; CATW 2021).

Sus propuestas buscan modificar el estatus de la prostitución al de una actividad ilegal -o alegal- y reforzar la justicia punitiva al castigar penalmente a las terceras partes involucradas en la industria del sexo comercial, como a los clientes o a los dueños de los bares o locales, pues se considera que cualquier persona que colabore en actividades que tengan como fin el comercio sexual es parte de la red de trata (Doezema 2000, 2004, 2005; Halley et al 2006; Jeffreys 2011; Ditmore 2012).

La otra coalición que participó en este debate fue el Human Rights Caucus, que trabajó en colaboración con organizaciones defensoras de derechos humanos y organizaciones feministas internacionales vinculadas con el movimiento de trabajadoras sexuales, como la Global Alliance Against Trafficking in Women (GAATW) y la Global Network of Sex Work Projects (NSWP). Desde esta coalición se criticó que el Protocolo de Palermo no se enmarcara en un cuerpo legal de derechos humanos de las personas víctimas de trata sino en el reforzamiento de la justicia penal (Halley et al 2006). De acuerdo con la NSWP, esto traería consecuencias negativas para la operación de los mercados sexuales y produciría daños directos a las personas a las que supuestamente buscaban ayudar, es decir, el documento podía ser interpretado como una iniciativa en contra del comercio sexual (Doezema 2010).

Otra aportación del Human Rights Caucus fue el reconocimiento de la elección individual como una posibilidad para involucrarse en los mercados sexuales de manera autónoma, sin negar la posibilidad de que existan personas que han sido víctimas de trata con fines de prostitución forzada. El Caucus busca enmarcar el fenómeno en un contexto mundial de desigualdad económica y social que priva a determinados grupos de mujeres de opciones laborales viables, principalmente aquellas ubicadas en el Sur Global. En este sentido, se propuso que tanto la fuerza como el engaño fueran consideradas condiciones necesarias para la definición de la trata sexual de mujeres (Soderlund 2005; Doezema 2004, 2005).

Como es posible observar, ambas coaliciones pusieron el foco en distintas condiciones que, desde su perspectiva, posibilitan la trata sexual de mujeres. La postura defendida por la International Human Rights Network recicló el mito de la esclavitud blanca —white slavery— como una figura retórica de las narrativas contenidas en el Protocolo y en los documentos —de medios, organizaciones y gobiernos— que sirvieron de fundamento para dar cuenta de la realidad de la trata sexual (Doezema 2010).

Este mito surgió a principios del siglo XIX en Europa y Estados Unidos para referirse a las experiencias de mujeres jóvenes que eran secuestradas y forzadas a prostituirse en países lejanos (Guy 1994; Walkowitz 1995; Doezema 2010). Las historias que alimentaron la preocupación pública de aquella época utilizaban figuras retóricas que se pueden identificar hoy en día: mujeres jóvenes, sexualmente inocentes, persuadidas mediante engaños, falsas promesas o raptadas con violencia por hombres con rasgos extranjeros y/o con características étnicas diversas, para ser obligadas a ejercer la prostitución (Guy 1994; Doezema 2010).

La reactualización del mito de la esclavitud blanca coincidió con una inusual cercanía entre la International Human Rights Network y algunas organizaciones religiosas y conservadoras norteamericanas durante las negociaciones del Protocolo, lo que resultó incongruente pues en temas como aborto, derechos sexuales y reproductivos y uso de métodos anticonceptivos sus posturas eran diametralmente opuestas, mientras que en el relativo a la trata con fines de prostitución forzada coincidieron en equipararla con la prostitución (Ditmore 2012). A esta alianza entre feministas abolicionistas y grupos conservadores, la antropóloga estadounidense Elizabeth Bernstein (2014) la ha denominado neoabolicionismo, en donde grupos feministas crean alianzas atípicas con grupos cristianos evangélicos para el combate a la trata sexual de mujeres.

Por su parte, el Human Rights Caucus retomó reflexiones elaboradas por los grupos de trabajadoras sexuales que desde la década de 1990 problematizaban a la trata sexual de mujeres como un fenómeno que implicaba el movimiento, la comercialización y la explotación del trabajo sexual en condiciones de coerción y/o forzadas (Ditmore 2012; Kempadoo 2012). De manera contraria al mito de la esclavitud blanca, desde el Caucus no se destacaba únicamente la vulnerabilidad sexual de las mujeres, sino que se buscaba explicar a la trata sexual en estrecha vinculación con un mayor número de mujeres migrantes indocumentadas y una mayor feminización de la pobreza, desde una perspectiva que privilegiaba el análisis de las condiciones laborales de las mujeres y los derechos humanos de las trabajadoras sexuales y las mujeres migrantes.

Si bien en la elaboración del Protocolo de Palermo sucedieron estos debates en torno al sentido que se da a la trata de mujeres y a las condiciones que la hacen posible dentro de los mercados sexuales, no quedó establecida una clara diferencia entre el trabajo forzado dentro de la industria sexual y las condiciones laborales que pueden llegar a ser extremadamente precarias para quienes la realizan, sin llegar a ser trata. Por el contrario, a través del Protocolo se reforzó una mezcla discursiva entre comercio sexual autónomo y trata sexual de mujeres, que ha tenido implicaciones en la producción del dispositivo antitrata y de las representaciones artísticas del fenómeno. Sin esta distinción, la representación de la trata sexual incluye a todo el mercado del sexo comercial dentro de la misma categoría de trata y, a la vez, contribuye a la vulneración de derechos de las personas a quienes originalmente se buscaba proteger, como bien lo plantearon las integrantes de la NSWP desde el inicio de las negociaciones (Doezema 2010; O’Connell Davidson 2014).

2

Durante los primeros años del siglo XXI, a partir de la elaboración del Protocolo de Palermo, la trata sexual de mujeres se constituyó con mayor énfasis como un objeto del discurso del derecho penal, el cual ha dominado su sentido como un delito realizado por el crimen organizado y que encuentra su solución en la criminalización de todo el mercado sexual y en su persecución penal. De manera paralela, también se ha vuelto un objeto del discurso feminista abolicionista de la prostitución, que desde el siglo XIX relacionó a la trata con la prostitución, y a esta última la definió como una expresión de la esclavitud sexual de todas mujeres y una violación a sus derechos, por lo que debe ser abolida mediante estrategias que recurren a la justicia penal como una herramienta para lograrlo.

En los últimos años, tanto la justicia penal como el feminismo abolicionista han tejido relaciones con un tercer paradigma, el neoconservadurismo —de corte religioso— que ha formulado una definición de la trata sexual de mujeres a partir de una política sexual moralista, que se enfoca en la violencia sexual masculina y la califica como una violación a la dignidad femenina que debe ser “combatida” mediante una mayor criminalización del comercio sexual, el castigo moral de los responsables y el desarrollo de estrategias de “rescate” de las víctimas (Bernstein 2010, 2014).

Esta forma de representar a la trata sexual de mujeres, que privilegia narrativas con reminiscencias judeocristianas que consideran que todo tipo de comercio de servicios sexuales es una forma de trata sexual o una actividad degradante e inmoral (Lamas 2017), desdibuja su estrecha relación con el aumento de la pobreza, la desregulación y flexibilización laboral, la privatización de servicios de seguridad social, la desigualdad de género y la explotación laboral generalizada (Kempadoo 2012).

En la obra de teatro Del cielo al infierno, adaptada del libro Del cielo al infierno en un día de la exdiputada del Partido Acción Nacional (PAN) Rosa María de la Garza —conocida como Rosi Orozco— (Orozco y Hernández 2011), estrenada en la Ciudad de México en 2016, se cuenta la historia de tres mujeres que han transitado por procesos de trata de personas con fines de prostitución forzada. En los relatos de cada una de ellas se hace referencia al momento del “enganche”, realizado por un hombre que las enamora, las engaña y las obliga a realizar servicios sexuales a cambio de un pago.

Los relatos transcurren en un escenario en donde las tres mujeres jóvenes cuentan por turnos —y a veces entrelazando historias— lo que les pasó. Si bien en sus relatos es posible identificar ciertas características del contexto en donde sucedieron los hechos, las historias se enfocan mayormente en el dolor que produjo la mentira y el engaño de los hombres, caracterizados como figuras violentas, omnipresentes y todopoderosas; en la violencia sexual representada en el número de clientes que atienden en una noche; y en las emociones de vergüenza y tristeza provocadas por la prostitución, representada como una actividad degradante y reprobable para una mujer respetable, con reminiscencias del mito de la esclavitud blanca del siglo XIX.

Las representaciones de la trata sexual contenidas en la obra fueron adaptadas del libro elaborado por una ex diputada de corte conservador, quien fue presidenta de la Comisión especial de lucha contra la trata de personas de la Cámara de Diputados/as a nivel federal y que además forma parte de asociaciones cristianas evangélicas, como Casa sobre la Roca (Wilhelm 2021). Como se mencionó en el primer apartado del artículo, desde la creación del Protocolo de Palermo, el discurso sobre la trata de personas, y las representaciones que de él parten, se han orientado por distintas narrativas que le dan sentido al fenómeno y que son pronunciadas por determinados individuos o grupos. Mayormente, ha sido competencia de representantes de instituciones de gobierno, organismos internacionales y organizaciones no gubernamentales (ONG’s) posicionar el tema de la trata sexual de mujeres en la agenda política a nivel internacional, nacional y local.

En este proceso, numerosas voces se han arrogado el derecho a pronunciar el discurso de la trata sexual desde una posición de saber y competencia en distintos ámbitos, o sea con legitimidad. Esto se vincula con lo que autoras como Bernstein (2010, 2014) han señalado respecto al proceso a través del cual distintas/os integrantes de grupos neoconservadores han asumido el derecho a pronunciar el discurso de la trata sexual, apropiándose del poder político de representar y definir al fenómeno como una cuestión relacionada con los valores familiares, la violencia sexual y la victimización de mujeres y niñas.

Esto puede observarse en un momento de la obra, cuando una de las mujeres relata su historia con el hombre que la introdujo al mercado sexual, enfocándose en la forma en la que fue engañada por él, pero también en la motivación que le sirve para salir de esa situación, la cual se vincula con la posibilidad de ser madre, pero, sobre todo, de no abortar:

Tienes 15 años y meses. En el segundo embarazo accidental decides que quieres tenerlo, tenerla. A él, a ella le puedes importar, le vas a importar. Es una salida fácil, es una salida. Peleas por tenerlo, tenerla. Ojalá tenerlo, la va a pasar menos peor siendo niño. Solo puede ser de Omar. A todos los clientes les exijo usar condón, nada de cosas raras. Es automático. No lo pienso y pienso, voy a pelear por este niño o niña como no peleé por mí. Me quedo para cuidarlo, cuidarla. Ojalá pueda hacer más. Acepto hacer cosas raras. Ojalá pueda hacer por ella o él lo que no supe hacer por mí. Ella, él es mi motor, mi razón de seguir. Entonces mi voluntad se recupera, entonces puedo hacer que mi historia sea distinta. Quiero. Puedo. Decido hacer caso de las pequeñas voces que desde el primer día me gritan sosegadas al oído y lo hago: mi historia no es de amor a un hombre, mi historia es de amor a mí misma, del amor que me debo a mí misma y que no supe, pude darme estando tres años con Omar. Es la historia del amor que siento por esto que está naciendo de mi vientre. La historia del amor que siento por él o ella. Entonces decido que hay mucho por hacer y lo hago. Busco la fuerza y el miedo, busco la fuerza en el miedo. Abro mis oídos para creer en esas cosas que solo uno puede hacer que existan, como los ángeles, o los fantasmas (Andres Naime 2018: 3m23s).

En el relato existe una clara referencia de rechazo al aborto y a la posibilidad de encontrar en la maternidad una razón para sobrevivir. Estas representaciones de la trata sexual de mujeres traen implícitos los valores y las creencias de determinados grupos de poder que se orientan hacia una política tradicional y conservadora de la sexualidad de las mujeres y que han encontrado en el combate a la trata sexual una oportunidad para transmitir estos mensajes (Bernstein 2010, 2014). Además, estas representaciones individualizan el fenómeno de la trata, al colocar en la decisión de las mujeres de “salir adelante” por sus hijas/os, la solución a un problema en el que intervienen factores estructurales que trascienden las elecciones individuales de quienes lo han vivido.

Otra de las escenas transcurre en un espacio abierto, con piso y fondo blancos, en donde las tres mujeres vestidas de negro, con pantalón y blusas entalladas, comparten el escenario. Dos de ellas paradas al fondo, con tacones altos y con una bolsa colgada en diagonal sobre el cuerpo. Ellas se mueven al tono de un beep, una señal de que alguien las está contratando para un servicio sexual. En el piso hay una señalización del turno que toca, el número marca 71. Cada vez que suena el tono, una de ellas se mueve hacia un costado del escenario, en donde hay una cama de masaje. Llega ahí y toma una posición —acostada, sentada, hincada— después, casi inmediatamente, vuelve al fondo de la escena. Así se van alternando con el beep. A veces el tono aumenta de velocidad, las mujeres entran una y otra vez a tomar la posición, salen, entran, se encuentran, chocan, pero siempre salen y entran para representar las decenas de servicios sexuales que realizan durante ese lapso. Mientras esto pasa, la misma mujer del relato anterior cuenta el porqué fue víctima de trata:

Me enamoré porque así es esto. Primero te enamoras, luego ya no, pero no hay marcha atrás. Lo de atrás es tan horrible que solo estando idiota te devuelves, y hacia adelante no hay nada mejor. En un momento te cortaron las alas y caíste, ya no sabes volar. Puedes con esto. Primero porque un Omar te dijo que eras linda y algo de eso queda cuando él te acaricia. Luego, porque la razón te dice que si vuelves te espera lo mismo (Andres Naime 2018: 0m53s).

En este relato se representa a la trata como el producto de un proceso de enamoramiento impulsado por un hombre violento que controla y ejerce su poder sobre la víctima, quien no puede escapar de la situación porque “le cortaron las alas”. Esta forma de darle sentido al fenómeno oscurece el conjunto de condiciones estructurales que habilitan el proceso de trata de personas y nuevamente individualiza la responsabilidad de la víctima, quien no ha decidido salir de esta situación y solo puede esperar a que las autoridades o las organizaciones que combaten la trata de personas la salven. No debe olvidarse que la autora de la obra forma parte de una de tales organizaciones.

La representación de las experiencias de las mujeres presentadas en la obra está atravesada por creencias y valores morales propios de la iglesia y de grupos conservadores con un importante poder político en el campo de la lucha contra la trata de personas en México. En este sentido, pareciera que la palabra que es tomada en cuenta para dar sentido al fenómeno no es la de las mujeres que han transitado por procesos de trata, sino la de funcionarias/os, políticas/os, activistas, académicas/os y periodistas que pronuncian los discursos “verdaderos” sobre la trata sexual.

En una investigación realizada sobre la retórica verbal, escrita y visual utilizada por Rosa María Orozco en el libro en el que se basó la obra, la antropóloga Jennifer Tyburczy (2019) reflexiona sobre el valor emocional del neoliberalismo a través de la invocación que estas representaciones hacen de la empatía de la sociedad, lo que de acuerdo a esta autora quita el foco de atención a quienes han transitado por procesos de trata y coloca en el centro las voces de las activistas que las rescatan.

Representar un fenómeno tan complejo como la trata sexual de mujeres tendría que considerar la existencia de “otras” formas de darle sentido y retomar las experiencias de mujeres que han transitado por procesos de trata incluso cuando estas no satisfacen la figura de la “víctima perfecta”: joven, sumisa, con inocencia sexual, subordinada totalmente a las órdenes de sus tratantes, violentada brutalmente, agradecida y sin cuestionar la ayuda recibida de las instituciones de gobierno o las organizaciones de la sociedad civil. Privilegiar este tipo de imágenes no toma en cuenta que existen víctimas que han hablado sobre la trata sexual a partir de experiencias y estrategias de resistencia diversas que cuestionan la pertinencia de esta figura (Jiménez 2021).

Queremos puntualizar que al proponer una crítica del discurso sobre la trata sexual de mujeres no se niega su existencia, pero consideramos necesario dar cuenta, por un lado, que es producto de un complejo devenir histórico compuesto por coyunturas y procesos político-institucionales de los contextos mundiales/locales; y por el otro, que estas formas de darle sentido a la trata sexual han orientado distintas acciones políticas que producen una serie de efectos —simbólicos y materiales— en el ejercicio de derechos de las mujeres a quienes originalmente se buscaba proteger (GAATW 2007).

En el caso de la película Las elegidas del director David Pablos, estrenada en México en 2014, se cuenta la historia de un joven que forma parte de una familia de hombres, denominados “padrotes”, dedicada a reclutar y explotar sexualmente a mujeres, quien se enamora de su primera joven reclutada para la prostitución forzada y explotación sexual. Se trata de la historia de “formación” o “producción” de un padrote en Tijuana. Si bien la película retrata los procesos que constituyen el delito de trata de personas con fines de prostitución forzada de manera concreta y no sensacionalista, considero necesario analizar las representaciones de las dinámicas del espacio en donde se realizan las transacciones sexuales, especialmente de las mujeres que han vivido procesos de trata, los vínculos entre ellas y los establecidos con los padrotes.

En la película nuevamente se representa a las mujeres como víctimas pasivas, con una ausencia total de cualquier referencia que cuestione la noción de opresión total. Las escenas en donde aparecen las mujeres jóvenes que han sido reclutadas para ser explotadas sexualmente en una casa de citas, regenteada por una mujer mayor, ex víctima del padre del joven padrote, muestran a mujeres pasivas, sin interacción entre ellas, prácticamente incapaces de construir lazos de solidaridad, excepto en los breves momentos en los que la coprotagonista, la joven reclutada por el aprendiz de padrote, se acerca a otra mujer para solidarizarse por su llegada a la casa, por su cumpleaños, por la maternidad de una de ellas y por su salida de ese espacio.

Esto contrasta con la complicidad y solidaridad que se puede identificar en la familia de padrotes, quienes ocupan un lugar de poder omnipresente y omnipotente frente a las mujeres y a la sociedad tijuanense, ya que son respetados por otros grupos de hombres y por distintas figuras de autoridad, como la policía. En una de las escenas se escucha la voz en off del hermano del aprendiz, dándole consejos para enganchar a una nueva chica. La narración sucede mientras transcurren imágenes en donde es posible observar el éxito del proceso.

Las representaciones de hombres “malos” que “cazan” mujeres ocultan los factores económicos, políticos, culturales y sociales que posibilitan los procesos de trata de personas y refuerzan la creencia de que cualquier mujer puede ser víctima de trata, aunque en realidad sean ciertos grupos de mujeres los más vulnerables a vivir esta expresión de la violencia de género, en donde converge no solo el sistema de sexo-género, sino otras dimensiones de opresión relativas al sistema capitalista neoliberal y racista: la desigualdad, el desempleo, la pobreza, la migración irregular, que tienen un origen estructural y económico (Tyburczy 2019).

Estas representaciones de la trata sexual de mujeres en México contribuyen de manera indirecta en la percepción de los mercados sexuales —junto con las personas que participan de ellos— como lugares de violencia y opresión total y refuerzan la mezcla discursiva entre trata y comercio sexual autónomo. En este sentido, es necesario reconocer el papel que juegan los productos culturales y artísticos en la producción y reproducción del discurso sobre la trata sexual de mujeres y como un elemento más del dispositivo antitrata en México, que se ha orientado hacia la operación de la justicia penal que criminaliza al mercado sexual como un todo.

Algunas/os autoras/es como Andrijasevic y Mai (2016) consideran que los productos culturales, como documentales, trabajos artísticos, performances, películas de ficción, se han convertido en vectores fundamentales para la producción y reproducción de los discursos y la retórica alrededor de la trata de personas, planteando soluciones simples a problemas complejos. Estas representaciones han contribuido a fortalecer la mezcla discursiva entre la trata y el comercio sexual autónomo, que legitima las políticas punitivas y de rescate de las víctimas (Andrijasevic y Mai 2016).

Si bien ninguno de los productos culturales analizados en este texto toma en cuenta de qué manera operan los mercados sexuales ni se hace referencia a si todas las mujeres que participan en el mercado sexual lo hacen como producto de un proceso de trata, la omisión de la complejidad del mercado sexual respecto a la participación de mujeres que optaron por esta actividad de manera autónoma, simplifica el análisis de las condiciones de posibilidad de la trata y el trabajo forzado en el interior de los mercados sexuales y omite la reflexión sobre las condiciones laborales de la industria del sexo local. En el caso de Tijuana, tendrían que tomarse en cuenta factores como la migración irregular y la llegada de miles de migrantes centroamericanas/os a esta ciudad, la proliferación de lugares en donde se comercian servicios sexuales en distintas modalidades, las precarización laboral de la población en general (particularmente de las mujeres locales y migrantes), las condiciones laborales de las mujeres que intercambian sexo por dinero en distintos espacios, la participación de grupos de crimen organizado en la operación de este tipo de mercados y el diseño y la aplicación de las políticas públicas encaminadas a proteger los derechos de las mujeres en contextos de comercio sexual y de prevención y atención de la trata de personas.

Para O’Connell Davidson (2008), las definiciones oficiales de la trata promueven “perspectivas estáticas” y omiten que este fenómeno es un proceso que puede ser organizado en formas muy diversas inscritas en contextos de una enorme desigualdad económica, de género y social. Esta autora critica el uso del concepto de “trata” como una herramienta analítica para dar cuenta de las violaciones de derechos que pueden acontecer en los mercados sexuales y señala que, aunque cada vez es más común hacer referencia a este fenómeno, el discurso sobre la trata de personas es obsoleto pues se ignora que la experiencia de coerción y explotación se extiende como un continuum y no como un evento concreto de explotación. Esto pone en cuestión la idea estática de “víctima de trata”: “[…] todo esto quiere decir que las ‘personas tratadas’ no existen como un tipo de categoría previa, objetiva o legal de personas que pueden ser objeto de investigación o políticas” (O’Connell Davidson 2008: 13).

Al respecto, la antropóloga Laura Agustín (2014) ha lanzado una dura crítica sobre la dicotomía de los conceptos “víctima de trata” vs. “trabajadora sexual” y cómo esta dicotomía también ha contribuido a simplificar la complejidad del fenómeno, estableciendo dos estados opuestos. Esto refuerza las representaciones de una víctima pasiva esperando a ser rescatada y plantea que la trata se constituye como un fenómeno de opresión total. En palabras de Agustín:

El eslogan [“trabajo sexual no es trata sexual”] intenta hacer que la identidad de una trabajadora sexual sea clara al distinguirla de una identidad de víctima de trata de personas: la libre contra la que no es libre. Decir que algunas de nosotras estamos dispuestas a vender sexo atrae la atención hacia aquellas que no están dispuestas: un mecanismo de distanciamiento característico de las políticas de identidad. Afirmar que no necesito tu ayuda o compasión significa que aceptas que otras personas sí lo necesitan: aquellas que realmente son víctimas de trata. (2014: s/p, traducción propia)

Esto plantea dos situaciones sobre las cuales reflexionar. Por un lado, implica asumir que las mujeres que llegaron al mercado sexual como producto de un proceso de trata de personas deben recibir el tipo de atención desarrollada por las burocracias antitrata del Estado y las ONG’s, orientada por leyes represivas, por actitudes que infantilizan a las mujeres y por las políticas de la compasión justificadas por sentimientos morales que mueven a las personas sobre el malestar de los otros que producen un impulso por intentar corregir la situación (Fassin 2016). El rescatar a las víctimas de trata no contribuye a transformar las condiciones de injusticia, desigualdad y precariedad que en principio posibilitaron la existencia de este proceso de violencia de género estructural.

Por otro lado, notamos que como efecto de la distinción “trabajo sexual no es trata sexual” se invisibiliza que dentro del grupo de mujeres que optaron por el comercio sexual como una actividad económica existe una diversidad de situaciones y posiciones en las que operan la opresión y la violencia, pero también la resistencia, la agencia y la posibilidad de hacerse de un capital, tanto económico como simbólico. Establecer una distinción discursiva tan marcada entre dos grupos de mujeres omite la existencia de las que no les gusta mucho vender sexo y no se llaman a sí mismas trabajadoras sexuales, que no quieren ser salvadas o deportadas, pero a quienes tampoco se les asegura ningún tipo de derechos (Agustín 2014). Asimismo, se ignora que existen mujeres que consiguen rechazar sus condiciones y salirse del mercado sexual de manera independiente en búsqueda de una vida mejor.

En la investigación doctoral realizada por quien escribe en el mercado sexual de La Merced en la Ciudad de México, fue posible identificar que las experiencias concretas de las mujeres, tanto las que vivieron procesos vinculados con la trata como las que entraron al comercio sexual sin intermediarios, no se expresaban en los mismos términos planteados por esta dicotomía. Quienes fueron llevadas con engaños y forzadas —en distinta medida— a comerciar servicios sexuales tenían experiencias diversas de agencia, decisión y negociación dentro de la actividad que realizaban. Es decir, la opresión y explotación no era total, aunque sí habían vivido situaciones de violencia y abuso por parte de quienes las trasladaron desde sus lugares de origen y las forzaron a trabajar en La Merced. Además, en estos casos no hubo intervención de las burocracias estatales para su rescate o salvación, sino un conjunto de decisiones y acciones planeadas y realizadas con el apoyo de otras compañeras que también se dedicaban al comercio sexual (Jiménez 2019).

La distinción discursiva que se establece entre las víctimas forzadas y las trabajadoras sexuales “libres” también reproduce valores de género y sexualidad basados en escalas morales que justifican la intervención del Estado, y de las ONG’s en algunos casos. La antropóloga argentina Deborah Daich (2013) lo reflexiona de la siguiente manera:

[…] al ensalzar a la víctima forzada y demonizar a la trabajadora sexual que ha optado por esta actividad seguimos reproduciendo la división entre mujeres buenas y malas, la santa y la puta, la que merece ser reconocida y la que no. La demonización, la construcción de los demonios populares o de los desviados, estigmatiza y, en estos casos de pánicos sexuales, se estigmatiza además en relación con la sexualidad. Porque, ¿en qué lugar se pone a las personas que participan voluntariamente de la industria del sexo si el supuesto es que algunos actos sexuales son tan desagradables que nadie en su sano juicio accedería a realizarlos? Finalmente se trata de “sexualidades buenas y sexualidades malas”, deseos sexuales posibles y deseos prohibidos. (2013: 36)

Las representaciones de la mujer pobre prostituta/víctima de trata del Tercer Mundo, sin recursos ni privilegios, pasiva, oprimida, esperanzada en ser rescatada por el Estado bienhechor y sin capacidad de decidir entrar al mercado sexual de manera autónoma, contribuye a representarlas como víctimas sin poder y sin capacidad de agencia. De esta manera se dificulta la producción de otras narrativas en las que se considere que muchas de ellas hayan decidido dedicarse a esta actividad; que otras hayan permanecido en este mercado después de ser forzadas a trabajar mediante engaños y amenazas; y, que otras más hayan podido dejar esa actividad económica sin la intervención de los grupos “salvacionistas” o del Estado.

En el contexto mexicano, en el que el número de mujeres situadas en los márgenes del sistema económico y político va en aumento, resulta necesario cuestionar si las representaciones culturales y artísticas dominantes de la trata sexual de mujeres dan cuenta de la complejidad del fenómeno. Asimismo, identificar algunas consecuencias en la reproducción axiomática de estas formas estáticas de representar la opresión y desigualdad de las mujeres frente a fenómenos globalizados como la trata de personas. Aquí viene a cuento la reflexión de Bernstein (2014) acerca de si los conceptos de trata, prostitución forzada y explotación sexual son suficientes para abarcar la diversidad de arreglos, relaciones y procesos involucrados en la operación de los mercados sexuales.

Esto implica considerar que las mujeres que han transitado procesos de trata son sujetos múltiples y complejos, con distintos capitales, capaces de construir saberes subversivos y conocimientos situados que las colocan en una posición de sujetos políticos y no de víctimas ausentes y ajenas de su propia subjetivación, y para quienes la diferencia de género constituye solo una parte del ensamblaje de lo social y lo histórico que las atraviesa. Su representación está incompleta si no se consideran también la condición socioeconómica, la pertenencia étnica, la sexualidad, la edad, el estatus migratorio y los diferentes capitales que tienen.

Queda para la reflexión considerar que tanto el intercambio de sexo por dinero de forma autónoma como la trata sexual de mujeres están inscritos en contextos caracterizados por economías inestables, altos índices de desempleo e inseguridad y culturas donde se mantienen las desigualdades de género que colocan a la mayoría de las mujeres en posiciones de subordinación y vulnerabilidad. Y que las condiciones en las que se desarrolla la industria del sexo en muchos contextos toman la forma de un mercado nocivo que contribuye a la reproducción de la desigualdad de género entre mujeres y hombres (Satz 2010; Lamas 2014, 2017).

3

La noción de discurso ha sido útil para comprender cómo operan estas disputas en la construcción contemporánea de las representaciones dominantes de la trata sexual, incluidas las que se reproducen a través de productos culturales y artísticos. A través de los discursos y su economía de significados es posible dar cuenta de los procesos y las relaciones de poder que posibilitaron ciertos sentidos y formas de representar el fenómeno. De acuerdo con la antropóloga argentina Cecilia Varela (2015), el concepto de discurso ha servido para captar una serie de enunciados sobre la trata de personas, legitimados como conocimiento y verdades. En el mismo sentido, la antropóloga española Laura Agustín (2009) considera que el discurso sobre la trata sexual de mujeres formado por la “versión oficial” ha favorecido una mezcla con el comercio sexual, omitiendo otras experiencias del fenómeno:

El discurso en un tópico se refiere al lenguaje o forma de hablar que desarrollan, a través del uso, una serie de convenciones y que se institucionaliza mediante el uso. El discurso define lo aceptado socialmente, la versión predominante o aparentemente oficial, la versión que parece obvia o natural. Al mismo tiempo, este discurso siempre omite experiencias y puntos de vista que no encajan, silenciando la diferencia y produciendo disgusto en aquellos que no se ven incluidos. Entender el concepto de discurso es recordar que lo que decimos acerca de un tema dado siempre es construido, y que solo hay verdades parciales. (2009: 20)

Analizar el discurso acerca de la trata sexual de mujeres posibilita historizar lo que se ha dado por sentado y mostrar que las disputas por la hegemonía discursiva y sus representaciones se inscriben en el entrecruzamiento de relaciones y procesos políticos que suceden a nivel supranacional, transnacional, nacional y local (Piscitelli 2008).

Para analizar la operación del discurso sobre la trata sexual y sus efectos retomamos la noción de dispositivo que Michel Foucault propuso a partir de sus investigaciones sobre la historia de la sexualidad (2011). Si bien Foucault no concentró sus esfuerzos en definir lo que es el dispositivo, el filósofo Giorgio Agamben (2011) localizó una entrevista en la que alude a este concepto como una red que se tiende sobre un conjunto heterogéneo de elementos, integrada por discursos, instituciones, leyes, edificios, habilitaciones arquitectónicas, decisiones reglamentarias y policíacas, medidas administrativas, enunciados científicos y proposiciones filosóficas, morales y filantrópicas. Esta red tiene la función concreta de responder a un acontecimiento o fenómeno que se considera que requiere una atención urgente, y se constituye como una especie de estrategia dominante para hacerlo.

En sus investigaciones sobre las campañas antitrata en Brasil, la antropóloga Adriana Piscitelli (2015) propuso el concepto de “regímenes antitrata”, el cual tiene semejanzas con el concepto de dispositivo de Foucault, pues hace referencia a conglomerados de discursos y prácticas orientados hacia la atención de un fenómeno en particular, en este caso la trata de personas: “[Los regímenes antitrata son] una constelación de políticas, normas, discursos, conocimientos y leyes sobre la trata de personas, formuladas en el entrelazamiento de planos supranacionales, internacionales, nacionales y locales” (2015: 1).

Con base en estos dos conceptos, proponemos el uso de la noción de dispositivo antitrata para hacer referencia a una red/constelación conformada por: leyes de carácter nacional y local para combatir la trata y atender a sus víctimas; programas nacionales que contienen la política pública dirigida a la prevención, la atención y la sanción; instituciones del gobierno, tanto para la investigación ministerial y la persecución del delito, como para la prevención y la atención a las víctimas; refugios especializados en la atención de las víctimas de trata de personas; campañas institucionales que se transmiten por los medios masivos de comunicación; organizaciones no gubernamentales especialistas en el tema; diplomados o cursos de formación y capacitación sobre la trata en distintas instituciones educativas; productos culturales y artísticos como obras de teatro, óperas, películas, telenovelas y series televisivas que cuentan historias de trata en México; y notas periodísticas que advierten a la población sobre la magnitud y las características del fenómeno (Jiménez 2019, 2021).

En este sentido, se puede afirmar que a través del dispositivo antitrata transita un poder que no se ubica en un punto central o un foco único, sino que opera mediante una multiplicidad de relaciones de fuerza propias del campo político antitrata, las cuales son constitutivas de su organización y se hacen efectivas a través de estrategias y de su cristalización institucional en los aparatos estatales, en la formulación de leyes y en las hegemonías sociales y culturales (Foucault 2011; Halley et al 2006).

En esta configuración de representaciones es posible identificar una de las características principales de la noción de dispositivo y es que su operación produce un conjunto de efectos en los cuerpos, los comportamientos y las relaciones sociales. Al respecto, la GAATW (2007), una de las organizaciones que defiende los derechos de las trabajadoras sexuales y que participó en la elaboración del Protocolo de Palermo, identificó una serie de “daños colaterales” producidos por la puesta en marcha de las estrategias de combate contra la trata sexual de mujeres. Desplegadas en nombre de la protección de los derechos humanos, estas estrategias tienen efectos que, paradójicamente, vulneran aún más los derechos de las personas a quienes buscarían proteger y beneficiar; entre ellos: la represión de la migración femenina y el aumento de la criminalización del comercio sexual.

Estos efectos no son solo materiales, sino simbólicos. Por ejemplo, la noción de dispositivo ha sido retomada por investigaciones recientes para dar cuenta de que ciertos fenómenos contemporáneos, como el narcotráfico (Núñez y Espinoza 2016) o la trata sexual de mujeres, y su forma de representarlos, pueden ser leídos como dispositivos de poder sexo-genérico que producen sexualidad y género en las personas. En este sentido, es interesante plantear que posiblemente estamos frente a la constitución de nuevos dispositivos de poder sexo-genéricos que participan directamente de los procesos de subjetivación de las mujeres, a quienes se les adjudica un lugar de víctimas pasivas, sin agencia ni capacidad de decisión, listas para ser rescatadas por el Estado pero también de los hombres, que aparecen como los sujetos hipersexualizados, incapaces de controlar sus impulsos sexuales y dispuestos a hacer uso de la violencia para satisfacerlos.

Es decir, la operación de las estrategias del dispositivo antitrata, entre las cuales se identifican los productos culturales y artísticos, tendrían efecto no solo en la visibilización, la sensibilización y el combate directo a la trata de personas, sino en los comportamientos y las relaciones sociales en el contexto en donde se despliegan. Estos mecanismos funcionarían como tecnologías de género (De Lauretis 2000), artefactos discursivos de ese sistema simbólico que es el género mediante el que se produce y regula lo masculino y lo femenino, y desde donde se determina cuáles son los espacios, las conductas, las relaciones y las posiciones de las mujeres y los hombres en la vida cotidiana e institucional.

Conclusiones

Las representaciones de la trata sexual de mujeres que privilegian los relatos enfocados únicamente en las injusticias basadas en construcciones culturales sobre las diferencias de género han limitado la representación y comprensión del fenómeno. Estas representaciones omiten la vinculación de la trata sexual con las condiciones estructurales de los contextos de precariedad dentro de un sistema capitalista-neoliberal donde se vulneran los derechos sociales, políticos y económicos de ciertos grupos de mujeres.

Para el proyecto neoliberal, instalado en las sociedades latinoamericanas, las representaciones de la violencia de género hacia las mujeres, y específicamente de la trata sexual, permiten la reducción de la incursión del Estado en la esfera social. Pues al representar los riesgos de una sexualidad masculina peligrosa y amenazante —encarnada en los “padrotes” y los “clientes prostituyentes”— se disminuye o se oculta la responsabilidad de las instituciones y la distribución desigual de recursos que producen las condiciones que favorecen que algunas mujeres sean más vulnerables a vivir trata de personas con fines de prostitución forzada.

Además, privilegiar en las representaciones de la trata la violencia sexual contra las mujeres ha influido para que se preste mayor atención a la trata con fines de explotación sexual, y no tanto a otro tipo de explotación laboral, como la servidumbre o el reclutamiento para el crimen organizado. Así́ se reproducen narrativas que relatan las cantidades inhumanas de “violaciones sexuales” que vive una mujer u otros actos sexuales abominables a los que fue obligada por los padrotes y “depredadores sexuales”, mientras se omiten de los relatos las condiciones estructurales de la explotación laboral en general, la reducción de los niveles salariales o la seguridad en el empleo.

En estas representaciones de la trata sexual se simplifica la complejidad de las relaciones y los procesos que se establecen en los mercados sexuales, particularmente desde una perspectiva que considera el campo del comercio sexual como un espacio laboral politizado, en donde existen interacciones, negociaciones y disputas entre una diversidad de agentes políticos que permiten la reproducción cotidiana de las personas que comercian servicios sexuales. De acuerdo con O’Connell Davidson (2014), es peligroso hablar de prostitución forzada, esclavas sexuales y trata de personas para estos fines, ante la falta de un debate sobre la especificidad del comercio sexual, de los detalles que debería contener una regulación laboral, de la inexistencia de estándares mínimos aplicables a quienes realizan esta actividad y de los arreglos laborales que actualmente se establecen con las terceras partes.

Por otro lado, estas narrativas que apelan a la empatía y la compasión invisibilizan los daños que el desarrollo del proyecto neoliberal ha tenido en contextos rurales y agrarios de países de América Latina, específicamente en México (Tyburczy 2019).

Queda en evidencia la ausencia de un contradiscurso que cuestione la autenticidad de las representaciones que se han elaborado sobre la trata sexual de mujeres, frente a lo cual las cruzadas morales y los pánicos sexuales han sido exitosos (Weitzer 2014). Y se reproducen las representaciones artísticas que hacen uso de una retórica melodramática que representa a las mujeres como víctimas inocentes, atrapadas en una vida de vicio, actoras involuntarias de su propia historia, sujetas sin autonomía sobre sí mismas (Walkowitz 1995; Doezema 2010).

Esta fórmula melodramática con la que se relatan las historias sobre la trata sexual de mujeres mediante el uso de figuras retóricas que hacen referencia a la inocencia destruida de las mujeres y a la maldad y peligrosidad de los hombres malvados, no solo permiten al o la lectora/espectadora involucrarse emocionalmente con los relatos, sino que posibilitan que ciertos personajes políticos aparezcan como las y los héroes de las mujeres, las “madres y padres salvadores” de sus “hijas agradecidas”. Esta forma de darle sentido a las acciones contra la trata también sirve para mantener la distancia entre clases y la diferenciación de prácticas sexuales entre las mujeres.

Finalmente, la socióloga británica Julia O’Connell (2014) insiste en la importancia de tomar en cuenta las interpretaciones —complejas y variables— que hacen las mujeres que participan en el mercado sexual —hayan vivido procesos de trata o no— de sus experiencias, y la significación que construyen de la trata sexual de mujeres y el trabajo forzoso en el sector del sexo, de tal manera que sean consideradas sujetos políticos de enunciación que participan en la dinámica de las relaciones de poder que se establecen en el dispositivo antitrata, a nivel mundial y local.

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Panzós, escenario de memorias. Lugares, murales y performances en el siglo XXI

Rigoberto Reyes Sánchez

Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa

Introducción: masacre y prácticas estéticas en Panzós

El Municipio de Panzós, enclavado en la zona selvática del departamento de la Alta Verapaz, Guatemala, fue escenario de una cruenta masacre de mayas q´eqchi´ en el marco de la guerra civil que azotó al país centroamericano entre 1960 y 1996. La masacre perpetrada por activos del ejército el 29 de mayo de 1978 dejó como saldo más de 50 campesinos indígenas muertos. Fue una masacre que, de algún modo, preludiaba la estrategia genocida que se desataría años después contra los pueblos mayas de Guatemala. Durante décadas, la población, y en especial los familiares de las víctimas, tuvieron que elaborar su duelo y preservar su memoria de forma semi-clandestina y privada debido al estigma y la persecución que podían sufrir.

En las últimas décadas, sobre todo a raíz de los procesos de exhumación en el Departamento y de la publicación del Informe “Guatemala, memoria del silencio” (1999) de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico, se abrió la posibilidad de erigir lugares de memoria y realizar conmemoraciones, iniciativas que fueron impulsadas fundamentalmente por las asociaciones de familiares y viudas del municipio en red con diversos actores de dentro y fuera de Guatemala. El presente aporte se enfoca en visitar distintas prácticas artísticas y performativas que se han desarrollado en el Municipio en las últimas dos décadas, desde la perspectiva de los estudios de la “Guatemala, memoria del silencio”. El término fue acuñado inicialmente por Maurice Halbwachs para referirse a todos aquellos acontecimientos del pasado que son todavía significativos para determinados grupos sociales, aun si los sujetos específicos que los recuerdan no los vivieron directamente. Esta noción ha sido clave para los estudios del pasado reciente en Latinoamérica, en especial luego del fin de las dictaduras militares y las guerras civiles de la última mitad del siglo XX. La hipótesis es que en los trabajos de memoria que se revisarán se expresan estéticamente formas de recordar y significar lo sucedido que pueden contribuir no solo a la elaboración de un duelo público colectivo sino también a la reivindicación de la identidad cultural de la comunidad, identidad que se revela dinámica y abierta a nuevos procesos de agenciamiento político.

1. “Monumento para la paz y la tolerancia en Panzós”. Un Lugar de memoria

El cementerio municipal de Panzós se encuentra ubicado a las afueras de la Cabecera Municipal, a un costado de la carretera. Este camposanto destaca en el paisaje por levantarse sobre una pequeña colina en la que se hallan dispersas numerosas tumbas individuales, así como algunas tumbas colectivas construidas con cemento y protegidas con techumbres de lámina, muchas de ellas pintadas de colores vivos. En los márgenes del cementerio fueron inhumados en una tumba colectiva los restos de las víctimas de la masacre, tras el proceso de exhumación desarrollado en 1997. Entre 2002 y 2003, por iniciativa del Consorcio de Derechos Humanos se erigió sobre el sitio de entierro un monumento y una placa para preservar la memoria de lo sucedido.

El monumento consiste en una estructura de cemento de doble espiral elevada, pintada de color rojo y en cuya cara interior se encuentra un letrero en relieve que señala la intención simbólica de la estructura: “Monumento para la Paz y la Tolerancia en Panzós”. A un costado incluye un pequeño mural colectivo, elaborado con el apoyo del pintor Marlon García Arriaga; el sencillo mural está dominado por el verde paisaje de la zona, dentro del que se despliegan cinco escenas simultáneas. En el margen inferior izquierdo figura un grupo de mujeres indígenas haciendo una petición ante un indolente funcionario sentado en una silla, su cabello rubio señala la diferencia étnica, claramente la escena alude a la manifestación previa a la masacre. En el margen superior derecho aparecen una mujer y una niña frente a un militar que con un brazo les apunta con un arma larga y con el otro señala un matorral en el que se observan algunos cuerpos, probablemente esta escena alude al instante en el que se inició la masacre. En el margen inferior izquierdo se observa una mujer asistida por un hombre, al parecer más joven, probablemente en referencia a las viudas. Por último, en el margen superior derecho dos mujeres trabajan el campo frente a un frondoso árbol surcado por un río, en su copa un hombre y una mujer, los finados, observan la escena, una imagen en la que parece restablecerse el vínculo quebrado entre los vivos y los muertos. Es relevante señalar que en la obra se evita la representación explícita tanto del momento de la masacre como de los cadáveres, se privilegia en ella la agencialidad de las mujeres durante todo el periodo, así como lo que parecen revelaciones de un tiempo por venir.

Al año siguiente, en el marco de la conmemoración de la masacre, se levantó un pedestal de cemento sobre el que fue colocada una placa de metal que busca emular un pergamino extendido en la que se hallan inscritas las siguientes palabras: “los familiares de las víctimas y sobrevivientes del genocidio dedican este monumento para la paz y la tolerancia de Panzós. Para la reflexión de las generaciones futuras y la construcción de una cultura de paz. Panzós 29 de mayo de 2004”, además se colocó una techumbre de lámina a dos aguas para proteger el monumento.

Finalmente, el conjunto quedó compuesto por el monumento/mural, la techumbre, la placa y una cruz elaborada con rieles de ferrocarril encalados que ya se encontraba en el sitio antes de la exhumación. A través de este conjunto de elementos monumentales y arquitectónicos el sitio de entierro fue destacado y diferenciado del resto de tumbas. De este modo, se buscó dignificar el lugar de inhumación con el objeto expreso de consolidarlo como un lugar de memoria para las generaciones futuras. A pesar de dicha intencionalidad, se trata de un lugar de memoria en situación de fragilidad pues, además de encontrarse profundamente deteriorado (faltan letras a la placa, fragmentos del mural han sido vandalizados con pintura), se halla en un emplazamiento alejado que solo suele ser visitado por los familiares de las víctimas en los días de muertos o en los aniversarios de la masacre, por lo que ha quedado relativamente marginado —tanto del escenario general de Panzós como de otras iniciativas de memoria local que se desarrollan en sitios más céntricos de la Cabecera Municipal. Siguiendo la noción clásica de Pierre Nora, los “lugares de la memoria” son espacios u objetos en los que se “cristaliza” o “refugia” el recuerdo de una comunidad amenazada por el peligro del olvido (Nora 2008: 19). En este sentido, los lugares de memoria solo se sostienen si son reconocidos como tales por la sociedad a la que buscan apelar. Los “lugares de la memoria” no solo son espacios en los que se busca recordar algún suceso histórico, son también “signos de reconocimiento y pertenencia” (2008: 245); sin embargo, no todos los lugares erigidos con este propósito logran consolidarse como tales, algunos caen en el olvido o son arrasados por las fuerzas de la historia. En tal sentido, el monumento de Panzós puede definirse como un lugar de memoria tanto por sus intenciones como por sus efectos, sin embargo, la comunidad que lo reconoce y sostiene es pequeña y precaria; en contraste, para un importante sector de la población local este espacio carece de significado o es incluso desconocido. Este fenómeno de indiferencia u olvido social ocurre en muchos otros lugares erigidos para preservar el doloroso recuerdo de la guerra y el genocidio en Guatemala. Tal abrumador olvido no parece ser un efecto “natural” del paso del tiempo ni de la consecuente pérdida de relevancia social del pasado, por el contrario, se trata de un “olvido impuesto” creado activamente en primera instancia por el propio Estado guatemalteco, en alianza con distintos grupos de poder, que requieren de la amnesia social para permanecer impunes y mantener el orden establecido tras el fin de la guerra.

2. “Tzuultaqá: tierra y valle, alto y bajo, mujer y hombre, bueno y malo, los opuestos que sostienen el universo”. Historia-paisaje, arte testimonial y memoria cultural en un mural colaborativo

El extenso mural captado en la fotografía fue elaborado por decenas de habitantes de Panzós entre el 27 de junio y el 8 de julio de 2010, sobre un muro de 15 metros de largo por 4 de alto, en el interior del Salón Municipal de Panzós, aledaño al Parque Central. La obra se llama “Tzuultaq´a: Tierra y valle, alto y bajo, mujer y hombre, bueno y malo. Los opuestos que sostienen el universo”, aunque el nombre no lo indique con claridad, este es un trabajo que fue realizado para preservar la memoria de la masacre de 1978 y fue elaborado por iniciativa de un par de integrantes del Equipo de Estudios Comunitarios y Acción Psicosocial (ECAP) bajo la coordinación de tres profesoras provenientes de la Escuela de Arte y Taller Abierto de Perquin (EARTAP) radicada en el departamento de Morazán, en el vecino país de El Salvador.

Antes de emprender una descripción artística de este trabajo es preciso describir las condiciones que lo hicieron posible, y sobre todo en lo que Walter Benjamin llama su “proceso de producción”: para el filósofo alemán lo auténticamente político de una obra de arte no radica en lo que ella representa sino en la técnica o las estrategias a través de las cuales se produce y despliega. Dicho de otro modo, la manera en que se produce y se pone en circulación una obra está cargada de política y lo más radical que puede hacer un artista es elaborar estrategias innovadoras para la socialización y la democratización del arte, cuyo nivel más elevado sería “suprimir la oposición entre el ejecutante y el oyente y suprimir la oposición entre la técnica y el contenido” (Benjamin 2004: 44). Poner atención en estos aspectos es especialmente importante para valorar la dimensión política del mural colaborativo que nos interesa.

Como se ha mencionado anteriormente, en Panzós laboran diversas organizaciones con presencia local, regional, nacional o internacional, entre ellas se encuentra el ECAP, organización que además de apoyar desde la perspectiva de la psicología social ha alentado iniciativas de memoria locales. En 2006, uno de los integrantes de ECAP, Franc Kernjak, se puso en contacto con el personal de la Escuela de Arte y Taller Abierto de Perquin para sumarse a la iniciativa de “muros de esperanza”, un proyecto de muralismo de memoria que el taller inició en 2005 en El Mozote, una aldea de El Salvador en la que el ejército perpetró una serie de cruentas masacres contra la población civil en diciembre de 1981. El proyecto de EARTAP consiste en realizar murales colaborativos, una estrategia de trabajo que recupera la rica tradición latinoamericana del arte público, para aplicarla a contextos de posguerra o postdicatoriales. Su objetivo es establecer puentes entre comunidades que han experimentado diversas formas de violencia, para ello recurren al arte público al que conciben como una herramienta para generar encuentros y para activar procesos de recuperación de la memoria histórica. La organización que se sostiene sobre todo gracias a donativos internacionales ha realizado murales en comunidades de postconflicto en países como Colombia, El Salvador y México.

Tras algunas colaboraciones entre ECAP y la Escuela de Arte en Guatemala, se propuso un nuevo proyecto de mural en Panzós por iniciativa de dos integrantes del Equipo de Estudios Comunitarios junto con un nutrido grupo de residentes del Municipio. El proceso comenzó con un foro informativo en la Cabecera Municipal, posteriormente se impartieron una serie de talleres en donde las y los participantes decidieron la forma y la urdimbre de significados del futuro mural. Además de la asistencia de jóvenes y profesores de las escuelas aledañas, la participación de mujeres y sobrevivientes de la masacre fue muy importante —se destacaron las de María Tut y María Maquin, nieta de Mamá Maquín, ambas figuras importantes de Avihdesmi CAI (Mez 2020: entrevista personal).

Tras días de tomas de decisiones y bocetaje, el 30 de junio comenzó la elaboración del mural en el que participaron alrededor de 75 personas. La labor se desarrolló a través de pequeños equipos que se encargaron de tramos específicos del muro, esto permitió un trabajo sincrónico y detallado en el que cada elemento fue cuidadosamente elaborado según las destrezas técnicas de cada grupo, pero con respeto de ciertas líneas estéticas. Un ejemplo de este trabajo esmerado fue la importancia que un grupo de mujeres le dio a la confección de la “cuadrilla” o marco decorativo del mural, el cual, inspirado en los diseños densamente codificados de los huipiles y cortes de la región, quedó integrado por figuras geométricas y animales mirando al Este: punto en el que sale el sol y representa la esperanza, una orientación idéntica a la que tradicionalmente tienen las figuras en su vestimenta (EARTAP 2010: en línea).

Este ejemplo sirve para señalar que el mural no solo sirvió para recordar a las víctimas de la masacre, sino que operó como un artefacto para desplegar la historia de largo aliento y con ella la memoria cultural de la región, entendida como aquella que se hunde en las raíces históricas de un grupo, dotando de símbolos, imágenes, información y prácticas que se consideran vitales para una comunidad (Assmann 2010: 43). Como en un códice colonial, el mural resultante cuenta un relato a través de escenas que se despliegan dentro de un imponente panorama dominado por grandes montañas y valles que dan nombre a la obra. Más que un elemento contextual, en este caso el paisaje es el centro alegórico de la composición, se trata del Tzuultaq´a: el dios cerro-valle que organiza el mundo de la experiencia individual y que da sentido a la historia: para la cosmopercepción q´eqchi´ el paisaje es el ordenador del tiempo, de ahí su omnipresencia en el mural, el tzuultaq´a es la trama viva en la que se tejen las escenas de la historia. Así la obra representa un relato visual que debe ser leído de derecha a izquierda y en cuyo centro se halla la imagen de Mamá Maquín, líder maya asesinada en la masacre de 1978, quien figura en una suerte de retorno salvífico, cargando en su mano derecha una cesta rebosante de maíces criollos y en su izquierda un documento, una demanda escrita, junto a sus pies una ofrenda con velas y copal abre el paso de un río de arcoíris.

A pesar de que este mural produjo un acontecimiento memorístico importante, pues sirvió como catalizador de recuerdos e interpretaciones del pasado y el futuro, en la actualidad la obra parece haber caído en el olvido, incluso miembros de organizaciones locales desconocen su existencia. Ello se debe en buena medida a que el mural, que ha sido preservado, se encuentra en un espacio propiedad de la Municipalidad y por lo tanto no es de libre acceso, salvo en eventos públicos. Esta ubicación lo conserva en un terreno ambiguo, pues al mismo tiempo se encuentra oculto y resguardado, lo cual garantiza quizá su permanencia, pero al costo de perder la relación con la comunidad para la que fue realizado. Lo que es seguro es que mientras permanezca su presencia física existe la posibilidad de un reencuentro y con él quizá un “retorno” de fuerzas mnemónicas.

Esta invisibilidad local contrasta con la abundante cantidad de imágenes disponibles globalmente a través del sitio web y las redes sociodigitales de la Escuela de Arte y Taller Abierto de Perquin. Son entonces las imágenes virtuales del mural localmente desapercibido las que dan constancia de este trabajo de memoria que, al insertarse y mimetizarse con el resto de los murales realizados por la EARTAP, adquieren un nuevo marco de significación que coloca a la obra dentro de la narrativa global de los procesos de transición, cultura de paz y defensa de los derechos humanos. Este fenómeno produce un efecto paradójico pues por un lado vuelve globalmente visible el suceso, pero por el otro corre el riesgo de perder su especificidad al insertarse en una saturada narrativa global de procesos de transición política.

3. “Festivales Solidarios”. Artivismo y cuerpos celebratorios en las conmemoraciones

Todo cambio generacional implica un riesgo para la memoria colectiva, como observa Yosef Yerushalmi (1998), un pueblo olvida cuando la generación poseedora del pasado no logra transmitirlo significativamente a la siguiente (1998: 17). Por otro lado, el cambio generacional abre también la posibilidad del surgimiento de nuevas formas de comprender el pasado que pueden dotar de vitalidad e intensidad a sucesos que parecían hallarse rumbo al olvido social. Estas nuevas prácticas de conmemoración suelen ser activadas por personas que no vivieron lo sucedido pero que de algún modo les resulta significativo. Tal ha sido el caso de la incursión del colectivo artístico Festivales Solidarios en Panzós, una organización fundada en 2012 por un grupo de jóvenes a raíz de la persecución, criminalización y prisión política de estudiantes tras la masacre del 4 de octubre en Totonicapán.

Festivales Solidarios es un pequeño grupo de artistas callejeros que se enfoca a acompañar y dar visibilidad a diversas causas, en particular aquellas relacionadas con la prisión política, la lucha contra los proyectos extractivistas y, más recientemente, la preservación de las memorias de la guerra desde la perspectiva de las víctimas civiles. Su estrategia de acción está basada en la vinculación con distintas organizaciones sociales y agrupaciones artísticas con quienes construyen intervenciones lúdicas, de mediación y de comunicación estratégica tanto en redes sociales como en el espacio público a través de carteles, mantas, talleres o los así llamados “Festivales”, que suelen ser eventos masivos celebrados en plazas públicas en los que convergen artes plásticas, escénicas, música y artes circenses. El arte, según Lucia Ixchíu (feminista maya k´iche, originaria de Totonicapán e integrante de la organización) “es una herramienta política que nos permite hacer tejido social” (2020: entrevista personal), por ello lo han elegido como su principal herramienta de trabajo.

En 2017, el equipo de Festivales Solidarios acompañó al movimiento por la libertad de Abelino Chuc Caal, un líder q´eqchí defensor del territorio, detenido arbitrariamente en el departamento de Carchá, Alta Verapaz el 4 de febrero de ese año. El acompañamiento artivista de Festivales Solidarios se desarrolló en sus dos frentes; por un lado, a través de difusión del caso en diversas plataformas digitales y por otro, en acciones localizadas en territorios específicos, desde El Estor hasta Panzós, territorio en el que también era conocido Abelino gracias a su labor en la Fundación Guillermo Toriello. Este viaje un tanto azaroso posibilitó la vinculación de Festivales Solidarios con organizaciones de Panzós como Avihdesmi-CAI, el Comité de Unidad Campesina y el propio ECAP, con el fin de participar en los actos de conmemoración de la masacre del 78. Para Lucía Ixchíu estos itinerarios que les han llevado de acompañar luchas actuales a acoplarse a prácticas de memoria relacionadas con la guerra son efectivamente fortuitos, pero de ningún modo excepcionales, pues “las comunidades que sufrieron el despojo del territorio durante los años de las masacres y el genocidio, luego fueron presas del extractivismo y el monocultivo” (2020, entrevista personal).

Así, Festivales Solidarios participó en las conmemoraciones de la masacre de Panzós entre los años 2017 y 2019. Tradicionalmente, los actos de conmemoración organizados por AVIHDESMI CAI y el “Comité de la Masacre de Panzós 28 de mayo 78 Mamá Maquín” consisten en una multitudinaria caminata que emula la realizada por las y los manifestantes en 1978 desde el barrio de La Soledad hasta la Cabecera de Panzós, a lo largo de la cual se portan pancartas con los nombres de las organizaciones y las exigencias del momento, finalmente en el Parque se suele realizar un ritual en memoria de los caídos y se pronuncian algunos discursos.

La participación de Festivales Solidarios ha transformado esta práctica conmemorativa, pues sus intervenciones están articuladas por actos festivos, carnavalescos o circenses que no evocan o simbolizan el pasado, sino que, al desarrollarse en el escenario de Panzós, adquieren una suerte de “aura memorística”. ¿Qué tipo de actos desarrolla Festivales Solidarios? varían año con año, pero parten de la elaboración de coloridos carteles impresos en hojas o lonas, y suelen incluir acrobacias con zancos a cargo de Awineleb, una agrupación proveniente de la vecina aldea de Sepur Zarco, música acompañada de comparsa o batucada, así como actos circenses como la danza aérea, los malabares y espectáculos con fuego, además aprovechan este espacio de visibilidad para posicionar demandas contemporáneas. Es importante precisar que la participación de Festivales Solidarios es acordada con las organizaciones locales o responde a invitación directa y se ubica siempre en la retaguardia de la caminata encabezada por las sobrevivientes, por la tarde; mientras que por la noche es cuando se presentan los actos artísticos y circenses en el Parque Central de Panzós frente a un público mayoritariamente conformado por mujeres y niños.

Como ya se mencionó, la participación de Festivales Solidarios ha problematizado y transformado la forma y el sentido de conmemorar la masacre en Panzós. Desde luego, no es que hasta 2017 las prácticas conmemorativas hayan permanecido estables pues la memoria pública se performa y, en ese sentido, se reelabora constantemente (Counsell 2009). Sin embargo, la incursión de Festivales Solidarios señala la emergencia de nuevas visiones y prácticas de memoria impulsadas por una generación que no vivió directamente la masacre pero que se siente ligada emocional, familiar y/o políticamente a ella; un fenómeno de transición que en otras latitudes se ha denominado postmemoria para enfatizar el paso de las comunidades que recuerdan directamente los hechos a otras que conocen el pasado gracias a distintos medios de transmisión (Hirsch 2019). ¿Qué tienen de distinto las performances de memoria de Festivales Solidarios? En primera instancia, en estricto sentido no suelen referirse a lo sucedido, sino que se desarrollan en el marco simbólico, político y afectivo que se produce en los aniversarios; por otro lado, operan a través de acciones situadas o locales, pero también despliegan sus actividades en distintas plataformas digitales como Facebook y Medium1, lo que les permite poner en circulación global registros visuales y escritos. Finalmente, se encuentra quizá el elemento más distintivo y acaso desconcertante de su estrategia: recurren a prácticas lúdicas y festivas para intervenir en eventos que tradicionalmente son solemnes debido a las atrocidades que evocan. En vez de actos de recogimiento, duelo, lamento o indignación iracunda, su performance es protagonizado por cuerpos celebratorios o carnavalescos, para Lucia Ixchíu se trata de una maniobra política conscientemente desarrollada por el colectivo con el fin de:

[ …] celebrar la vida, uno de los principios decolonizadores de los que partimos es luchar desde la alegría, porque ha habido algo que ha calado en el inconsciente colectivo y se ha naturalizado en el movimiento social, esto es luchar a través de la culpa, del sufrimiento, a partir de todas estas imposiciones coloniales y religiosas [...] también el militarismo ha cooptado nuestros cuerpos y sus movimientos, por ello la alegría y el movimiento son un principio de nuestra forma de lucha (2020: entrevista personal)

Como es patente en esta interpretación, el tono festivo de estas prácticas no está acompañado de un proceso de despolitización del recuerdo. Por el contrario, la memoria de la masacre sirve de marco o escenario para posicionar luchas marcopolíticas —las demandas de justicia y reparación, la defensa del territorio y la liberación de presos políticos— y micropolíticas —la reivindicación de la alegría como forma de “descolonización” y “desmilitarización” de los cuerpos. Luchas que son elaboradas en un diálogo intergeneracional con las organizaciones de víctimas, lo que evita que el encuentro entre distintas maneras de recordar produzca conflictos o diferendos.

4. Comentario de cierre: una comunidad de memoria a contrapelo

A lo largo de las últimas dos décadas, distintos grupos han encontrado en el arte y la performance vías para preservar y transmitir la memoria de la masacre de ١٩٧٨. Ante la indolencia del Estado y el acechante olvido social, han sido un puñado de organizaciones las que han emprendido dicha tarea. Estos grupos se han convertido en una “comunidad de memoria” local, pero articulada con redes regionales e internacionales. Las agrupaciones emprenden sus trabajos de memoria a contracorriente no solo de las políticas estatales sino de la propia dinámica local, pues cabe destacar que la guerra también dividió a los habitantes de Panzós, por lo que en el departamento residen también personas vinculadas o beneficiadas por los militares, finqueros y otros grupos contrainsurgentes. Sumado a ello, en los últimos años el escenario de Panzós se ha visto enrarecido por la aparición de un nuevo actor en la región: el narcotraficante, cuya presencia ha trastocado el espacio público.

En un escenario así, ¿por qué esta comunidad se empeña en emprender trabajos de memoria colectiva? En primera instancia, se encuentra la motivación afectivo-política de recordar a los finados y de dignificar sus vidas públicamente; en segunda instancia, se hallan las demandas al Estado en materia de justicia y reparación del daño. A partir de estos elementos se despliegan otras funciones políticas del pasado recordado: rememorar no solo la masacre en sí sino las motivaciones de los manifestantes, permite a estas organizaciones esgrimir y dotar de mayor legitimidad antiguas y nuevas causas políticas. Finalmente, al recordar la destrucción étnica que produjo la guerra, las organizaciones pueden articular este fragmento del pasado a una larga historia de despojo y lucha de los pueblos indígenas en el valle del Polochic o, dicho de otro modo, las conmemoraciones de la masacre operan como espacios de visibilización y reconfiguración de la memoria cultural y la identidad q´eqchi.

Por último, es importante mencionar la compleja relación que hay entre memoria y olvido en los trabajos artísticos revisados. En todos ellos hay una intencionalidad de olvidar los detalles de la masacre, no se obsesionan con representar la destrucción de los cuerpos; en cambio, se enfocan en rearmar la continuidad entre el pasado y el futuro de la comunidad. En alguna medida, en estas obras y performances, la obsesión por las atrocidades de la masacre entra en un suspenso (no desaparece) que permite destapar nuevas visiones de futuro que no están determinadas o atadas al peso del trauma colectivo. Así, por un lado, el mural colaborativo se puede leer como un ensayo para elaborar una historia de largo aliento de la comunidad, mientras que las intervenciones de Festivales Solidarios aparecen como momentos de “suspensión” del trauma que habilitan, quizá, un espacio liberador de potencias creativas y políticas.

Referencias

Assmann, A. (2010): Re-farming memory. Between individual and collective forms of constructing the past”, en K. Tilmans, F. Van Vree y J. Winter (eds.). Performing the past. Memory, history, and identity in modern Europe, Amsterdam: Amsterdam University Press, 35-50.

Benjamin, W. (2004): El autor como productor, México, México: Ítaca.

Counsell, C. (2009): Introduction”, en C. Counsell y R. Mock (eds.). Performance, embodyment and cultural memory, Newcastle: Cambridge Scholars Publishing, 1-15.

EARTAP (2010): TZUULTAQ’A Tierra y Valle, Alto y Bajo, Mujer y Hombre Bueno y Malo Los Opuestos que Sostienen el Universo, en: http://www.wallsofhope.org/english-tzuultaqa-earth-and-valley-high-and-low-woman-and-man-good-and-evil-the-opposites-that-hold-the-universe/ (Acceso en 27/01/2022).

García, M. (2011): Exposición. Panzós, 33 años después (1978-2011), Catálogo, Ciudad de Guatemala: FLACSO Guatemala-Rights Action.

Hobsbawm, M. (2006): Memoria colectiva y memoria histórica”, en Reis. Revista española de investigaciones sociológicas, 69.

Hirsch, M. (2019): La generación de la posmemoria. Escritura y cultura visual después del Holocausto, Madrid: Carpe Noctem.

Nora, P. (2008): Les lieux des mémoire, Montevideo: Ediciones Trilce.

Yerushalmi, Y. (1998): Reflexiones sobre el olvido”, en Yerushalmi et. al., Usos del olvido. Buenos Aires: Ediciones Nueva Visión, 16-23.


1 La cuenta de Facebook de Festivales Solidarios es https://www.facebook.com/festivalesgt/, mientras que la de Medium es: https://medium.com/@festivalessolidarios .

Mural del Monumento para la paz y la tolerancia.

Imagen tomada de García (2011: 76).

Imagen del Monumento.

Archivo Avihdesmi CAI, cortesía de Mariano Mez.

Mural en el Salón Municipal de Panzós.

Tomado de EARTAP (2010: en línea)

Maria Bá, Teresa, Margarita pintando la cuadrilla.

Imagen tomada de EARTAP (2010: en línea)

Mamá Maquín al centro del mural.

Imagen tomada de EARTAP (2010: en línea).

Imágenes de la participación de Festivales Solidarios en los aniversarios 39, 40 y 41 de la masacre de Panzós.

Cortesía de Festivales Solidarios.

Entrevista

El problema de la violencia. Conversación sobre la literatura y la(s) violencia(s) con Juan Cárdenas

Camilo Del Valle Lattanzio

Friedrich-Alexander-Universität Erlangen/Nürnberg

La siguiente conversación, antes de girar en torno al tema de la violencia o las violencias en la literatura colombiana, rodeó este tema y desembocó en un acto performativo de la violencia misma: la violencia del acto hermenéutico de la lectura del texto, la lectura violenta que incomoda o suprime la plurisemántica del texto, la violencia de la lectura que pregunta al texto: ¿qué quieres, qué dices, qué puedes y qué haces? El resultado es el colapso de dos perspectivas que dialógicamente llevó a temas de gran interés al momento de preguntarse por la pregunta misma sobre la violencia en la literatura. En el siguiente debate sobre la violencia, como significante que ha perdido su significado, se arrastra hasta el final una pregunta fundamental para el quehacer literario: ¿qué pueden o no pueden las artes ante un contexto violento o ante cualquier contexto? Conversé por escrito y de forma virtual durante marzo del 2021 con el autor de novelas, ensayista, docente y traductor colombiano Juan Cárdenas (n. 1978, Popayán). Entre sus obras se destacan las novelas Los estratos (2013), Ornamento (2015), El diablo de las provincias (2017) y Elástico de sombra (2020), su libro de ensayos Volver a comer del árbol de la ciencia (2018) y varias traducciones al español de obras de autores como W. Faulkner, Th. Wolfe, Eça de Queiros, N. Hawthorne y Machado de Assis. Hoy en día, trabaja como docente de la maestría de escritura creativa del Instituto Caro y Cuervo (Bogotá).

Camilo Del Valle Lattanzio: Querido Juan, parto de una distinción del filósofo Slavoj Žižek en su libro Violence. Six Sideways Reflections (2008) que me parece fructífera al momento de abordar el tema que nos compete: el de la representación cultural de la/las violencias en Colombia. Me refiero a la diferencia que propone Žižek entre violencia subjetiva y objetiva-sistémica. La primera es aquella que se percibe como quiebre de un punto cero de no-violencia, de la “normalidad”, mientras que la violencia sistémica-objetiva es la inherente a esa “normalidad”, “the counterpart to an all-too-visible subjective violence” (2008: 2). De allí que en la violencia subjetiva se desprenda una urgencia a actuar, una especie de respuesta inmediata a una sintomatología que responde más a un problema sistémico que a uno referente al brote mismo de violencia –premisa que lleva a Žižek a plantear la radicalidad al resistirse a la urgencia haciendo precisamente nada, hipótesis polémica y que llevó a un enfrentamiento filosófico con Simon Critchley. La violencia sistémica se entiende críticamente solo al obstruir la reacción, el momento compulsivo de respuesta a la urgencia del horror. Es por eso que el subtítulo incluye la palabra “sideways”, miradas de soslayo a un evento muy difícil de ver de frente y que exige una acción que para Žižek es justo el problema: la respuesta es reaccionaria, pasiva, impulsiva, compulsiva. Viendo la historia reciente de la literatura colombiana me ha llamado la atención, y sobre todo en tu obra —sobre la que hablaremos en un momento—, una especie de giro en el posicionamiento de las letras ante el fenómeno de la o las violencias en Colombia: el tema no desaparece, pero la representación se ha alejado de la sensacionalista y, yo diría, gore de la segunda mitad del siglo XX y de la así llamada ‘literatura de la Violencia’. ¿Ves también este cambio en la representación de la/las violencias en Colombia como uno hacia una perspectiva de soslayo?  

Juan Cárdenas: De entrada te confieso que suelo rechazar cualquier conversación sobre literatura colombiana o latinoamericana que gire en torno al significante Violencia, que se ha convertido en un eufemismo o en una etiqueta vacía que obtura la complejidad de los fenómenos. En lugar de mostrar la materialidad histórica, las tensiones, la economía política, los agregados de la experiencia colonial/capitalista y las sedimentaciones de todas esas fuerzas en los cuerpos y en el lenguaje, los académicos perezosos y los reseñistas deportivos lo explican todo con esa palabrita: violencia. Lo cierto es que la violencia ya no significa nada. Al menos en latinoamérica, es una palabra que ha perdido cualquier capacidad de tocar ningún objeto, es una entelequia metafísica, un mantra mecánico. Latinoamérica=violencia. Violencia=latinoamérica. Qué conveniente y tranquilizadora ecuación, ¿no? Sobre todo cuando se trata de coagular el trabajo de la crítica y de anular las posibilidades de la ficción para que se ajuste a las agendas del periodismo esclavo de actualidad. 

No conozco el texto de Žižek, pero creo entender adónde apunta. Si miramos directamente a la abyección de la “violencia” ya no podemos ver nada, nos convertimos en piedra morbosa, incapaz de simbolizar. Solo podemos ver lo abyecto, lo irrepresentable, el horror, reflejado en el escudo de Perseo. El arte es ese escudo. Creo que por ahí va la cosa. 

Pero déjame que insista en la necesidad de cambiar la conversación. Tenemos que dejar de hablar de “violencia”. Ese significante está muerto. La gorgona tiene mil serpientes en la cabeza y la palabra “violencia” es, siendo generosos, insuficiente para acercarnos a la contemplación del monstruo.

CDVL: Me parece bien comenzar con la resistencia a la pregunta. Estoy de acuerdo con el englobamiento implícito en el uso que se le ha dado a la palabra violencia —sobre todo en el contexto académico. He leído sin embargo últimamente un verdadero interés en resaltar la forma plural de ese “significante vacío”, para así poder darle materialidad a ese complejo fenómeno multicefálico: las violencias y no la violencia. Por otro lado, que el significante haya perdido su significado claro no significa que aquel horror no exista materialmente y que sea de facto un problema que reclama una cierta urgencia política —pensemos en los actuales asesinatos masivos de líderes sociales en Colombia, por solo dar un ejemplo. El problema parece ser uno del nombre y para poder abordarlo habría que nombrarlo. ¿Sería esa la función de la literatura ante ese contexto social: nombrar el horror? ¿Quieres con tu literatura asumir algún tipo de agencia en este terreno?

JC: Más que nombrar hay que describir, creo yo. Pero, ¿describir qué? ¿Qué objeto? Sin duda ese objeto no es la violencia o las violencias. En literatura uno describe y reflexiona sobre ese acto de descripción sin saber muy bien cuál es el objeto, de qué se está hablando. Eso me parece importante aclararlo: nadie sabe en realidad sobre qué habla un texto literario. Nadie sabe a ciencia cierta sobre qué hablan Moby Dick o el Quijote. El decir de la literatura siempre sale chueco, se resbala sobre las cosas y termina diciendo algo más. Es un decir conjetural y alegórico, si se quiere, porque la alegoría es justamente decir otra cosa, un decir que se desdobla: produzco una imagen pero la imagen apunta a más de un lugar. Entonces creo yo que no se trata tampoco de decir que la literatura se acerca a  las violencias como un “tema”, ni con una agenda política muy precisa, ni con una noción muy clara de cuál debería ser su función.   

CDVL: Pero todo esto que dices puede llevar a pensar que se trata solamente de un esteticismo literario —por otro lado, yo no estoy diciendo que la literatura dice solamente algo, estoy tratando de pensar eso que se ha denominado “violencia” y qué rol viene a jugar eso en la literatura. Por otro lado, parto del hecho de que hay una diferencia entre lo político y la política... Vayamos mejor a tu obra: en tu última novela Elástico de sombra escribes sobre una práctica de combate en desaparición en el Cauca colombiano: los macheteros. Hay una clara crítica implícita y explícita a lo que viene a ser denominado el régimen del “Hombre blanco”. La novela remite una y otra vez a problemas muy materiales y tangibles de la sociedad colombiana: el racismo y la resistencia de los pueblos afrocolombianos. Aparece además (por lo menos) una figura política (Francia Márquez) bien reconocible, y es imposible —desde la perspectiva del/de la lector/a— no encontrar un vínculo entre el texto y el contexto sociopolítico. Algo similar leo en El diablo de las provincias donde el monocultivo y la relación entre el hombre y su entorno natural viene a ser modelado en un contexto de conflictos entre distintos grupos sociales en el país: entre los estratos socioeconómicos, los grupos étnicos, entre otros. Ahora bien, esta es mi lectura y desde ella me pregunto: ¿No hay entonces una voz en esos textos que tiene una agencia política? ¿O es entonces un fantasma que confunde al/a la lector/a? ¿No está respondiendo tu obra a un problema social y político específico? 

JC: Creo que no me he explicado bien. Mi obra no “responde” a un problema social y político específico. No está escrita como una reacción, no es un partido de tenis donde la literatura devuelve los golpes de la actualidad. La ficción, al menos la que a mí me interesa, no se deja imponer la inmediatez de esa actualidad, que es lo que antes he llamado la agenda del periodismo. La ficción propone una temporalidad diferente, que segmenta y derriba los tiempos de la actualidad, la ficción tiene un ritmo propio que funciona desde el anacronismo. Me interesa lo anacrónico. Lo inaudito. Lo que todavía no ha sido escuchado y que de pronto irrumpe desde el pasado bajo el ropaje acústico de lo “nuevo”, desde regiones incluso arcaicas del tiempo. Si eso se puede considerar “esteticismo literario” es algo que me importa poco. Ahora bien, todas mis novelas tienen algo de intervención política, de sabotaje de los discursos dominantes, todas tienen un cierto sentido de urgencia porque intentan captar las fuerzas que determinan la sensibilidad del presente. Eso es indudable y creo que ya me he explayado sobre esa naturaleza política de mi trabajo en otros lugares, pero de ahí a responder a una coyuntura hay un abismo. Una cosa es el presente y otra muy distinta, la actualidad.  

CDVL: No leo tu obra como parte de una agenda política, pero sí como una escritura que tiene una agencia política, que participa en lo político. Leo en tu obra la “intervención política” de la que hablas: ahora bien, justamente la respuesta a la inmediatez es lo que trataba de conceptualizar con la violencia sistémica de Žižek arriba: la intervención política, aquella que señalas de tu obra, es justamente la que se niega jugar ese partido de tenis. El periodismo es un tema que me interesa y la distinción que haces entre presente y actualidad. ¿Está ahí implícita la diferencia entre la política (la institucionalidad, el poder institucional, etc.) y lo político (lo que ocurre abajo, lo que no se ha nombrado institucionalmente, etc.)? ¿Cómo rescatar, reconocer el presente entre tanta actualidad? ¿Vemos la actualidad o el presente? Me interesaría que explicaras mejor esa diferencia.

JC: La literatura es una institución social y como tal no puede suponerse que actúe solo en esa esfera que has llamado “lo político”. La literatura —el estatus social, sensible y cognitivo de la ficción— se entromete en todas partes, dentro y fuera de las instituciones, de hecho, la literatura ha servido muchas veces como una especie de nicho donde se cultivan las formas institucionales. A mí me interesa ese aspecto transversal de la ficción.

Ahora bien, creo que la diferencia entre la actualidad y el presente es de orden ontológico. La actualidad es una especie de simulación o de sustituto del presente. El presente es la experiencia del tiempo como falla, como fractura. Yo tiendo a intuir que la historia humana es impensable sin la lucha por la administración del tiempo. Al final de lo que se trata es de romper el compás. De hacer audibles unos ritmos que se atraviesan y redefinen la sensación del paso del tiempo. La literatura remueve de manera profunda nuestra experiencia de la duración. Y eso, me parece, es lo que explica que la literatura de ficción no pierda su potencial político. 

CDVL: Arriba te refieres al “significante sin contenido” de la violencia como algo que entiendo, siguiendo lo que dices en tu última respuesta, como algo que hace parte de la actualidad: lo que se muestra, se modela mediáticamente del presente. ¿Es entonces la violencia un simulacro? ¿Es la pierna amputada, el cuerpo empalado, el cadáver sin cabeza, simulacro? ¿Dónde tocan estos el verdadero tejido de “ritmos que atraviesan el tiempo”? ¿Dónde marcar la raya entre el espectáculo gore de la actualidad y el dolor en su materialidad afectiva en el presente? O, ¿no es precisamente la violencia que no es all too visible la verdadera violencia en su materialidad ontológica? 

JC: Es una muy buena pregunta y no creo tener una respuesta satisfactoria. Quizá, para entender mejor el fenómeno de los discursos sobre la violencia, hay que asomarse a las artes plásticas, donde se desarrolló en las últimas dos o tres décadas un tipo de arte al que podríamos describir como un “fetichismo de la autenticidad”. Me refiero a la obra de gente que produjo su trabajo siguiendo la estela de artistas como Teresa Margolles o el primer Santiago Sierra. Obras que, jugando contra el lenguaje de farsa conceptual pero aprovechándose del andamiaje escénico del arte contemporáneo, agarran al espectador por la solapa y le dicen: mira la cruda realidad, estas lindas pompas de jabón están hechas con grasa de muerto y cosas así. Un arte que, en ocasiones, cree estar alcanzando una verdad profunda por el mero hecho de mostrar una atrocidad sin mediaciones, a pesar de que todos sabemos de antemano que las cosas nunca vienen sin mediación. Desmontar ese fetichismo de la autenticidad es tan urgente como desmontar una cierta estética del duelo y sus alegorías autocomplacientes, onda Doris Salcedo. O desmontar también ese arte universitario que se ve tanto últimamente en América Latina, como de ejercicios íntimos, de lenguaje privado y sensibilidad IKEA, que ha llenado las galerías de malos imitadores de José Antonio Suárez. En ese sentido, la universidad de Los Andes se ha convertido en una especie de fábrica de personitas con un mundo interior. En fin, por todo esto te vengo insistiendo en la necesidad de cambiar la conversación y dejar de hablar de violencia. Eso siempre implica arrogarse el poder de representar adecuadamente “lo violento” y el arte no debería ceder a esa vana seducción de la representación. A la literatura latinoamericana le conviene mejor ponerse a hablar del mundo del presente, con todos sus desafíos.   

CDVL: Sin embargo parece que el tema de la violencia nos ha dado bastante tela pa’ cortar en esta discusión, sin siquiera haber entrado propiamente en materia… Ahora bien, “el mundo del presente” abarca también el problema de las masacres, los feminicidios, los desplazamientos, etc. que no son un problema del pasado, ni solamente un problema de la actualidad, sino que afecta el presente de muchas personas que viven hoy en América Latina. Eso es lo que, para mí, hace de la obra y el tono de Fernanda Melchor algo actual, contemporáneo. Es por eso que quería hacer hincapié en la urgencia de un posicionamiento que reclama el contexto violento latinoamericano, sin que esto signifique que la literatura esté obligada a actuar, a intervenir, por eso la pregunta: tu obra, para mí como lector, sí responde a un contexto donde la violencia está incluida como un horror que no se puede ignorar. ¿“Cambiar de tema” sería entonces la estrategia? Entre la híper-complejidad de la realidad latinoamericana, ¿es la violencia un evento menor? O, ¿uno entre muchos? Pero negar que los cuerpos están expuestos a la violencia es imposible.

JC: ¿Lo que dices entonces es que la contemporaneidad, la actualidad de una obra como la de Fernanda Melchor sí está en el “tema” y no en la forma? ¿Es decir, que es una obra presente porque habla de feminicidios? ¿Y que lo mismo sucede con mis libros, esto es, que son contemporáneos y exploran el presente desde sus “temas” y no desde la forma? Esa es mi preocupación y por eso intento desde el principio de la conversación crear un desvío, sin mucho éxito, claro. Temo que ya no seamos capaces de atender y glosar desde la crítica que lo radicalmente político y actual de un texto es su forma. Mis libros están escritos desde esa convicción, pero eso quizá es porque soy una persona anticuada, anacrónica, un convencido de que el futuro sigue incubándose en algún punto entre 1917 y 1940. La crítica actual, al menos la que se ha educado en los estudios culturales, desdeña por completo la cuestión de la forma. Historiza y crea un contexto social, político, para los temas, pero no es capaz de historizar la forma, no es capaz de leer la forma como un drama histórico. Es válido aceptar la tarea de mirar al horror de nuestro continente cara a cara, es importante tratar de aproximarse a la trayectoria de ese horror, cómo se produjo, quiénes lo detentan, en qué economía política se produce, eso es importante y es algo que mis libros intentan hacer. Lo que me parece lamentable es tratar de hacer todo eso y no plantear al mismo tiempo la necesidad de cuestionar profundamente los procedimientos formales, como si las formas narrativas no fueran también aparatos ideológicos. Para mí pocos escritores han entendido mejor eso que Diamela Eltit. Los libros de Diamela miran al horror cara a cara, le sacan las tripas al horror y se las vuelven a coser delante tuyo, pero en el proceso Diamela te descoyunta también las formas, el lenguaje. No se puede hacer una cosa sin hacer la otra. Si realmente estás cuestionando el feminicidio, la forma de tu libro tiene que decir algo sobre esa violencia, la forma debería interrogarse acerca de esa violencia y mostrar en sus procedimientos ese trabajo crítico. ¿De qué me sirve hacer un libro de gran éxito sobre feminicidios o asesinato de líderes sociales si al final la forma va a reproducir todo el fisiculturismo de la representación tan patriarcal que tenían ciertos libros del Boom, por virtuoso que sea mi ejercicio? ¿No sería eso más bien como una especie de pastiche retro, donde simplemente se mezclan temas nuevos con formas viejas? Bueno, esas son las preguntas que se hacen mis libros, desde su propia praxis. Mis libros vienen de las preguntas que dejaron abiertas las vanguardias hace un siglo. Son libros pasados de moda, anticuados. Pero el futuro, o eso que Robert Smithson llamaba la “futuridad”, también regresa de vez en cuando a sacudirnos.

Finalmente, déjame parafrasear mis propias ideas de más arriba, a ver si logro explicarme mejor: la literatura que hace una exhibición de “nuestras violencias” no es la que suele mirar al horror cara a cara. A lo sumo alimenta todos los prejuicios que el mercado internacional de estereotipos ha creado sobre América Latina. La porno-miseria tiene muchos disfraces, algunos muy sofisticados, sin duda. Entonces no hablemos de “nuestras violencias”, hablemos de las expresiones concretas y locales del horror civilizatorio en el que estamos metidos. ¡¡Es el horror!! ¡¡El horror!! 

CDVL: Precisamente yo no he querido hablar sobre una diferencia entre forma y contenido, forma y “tema”, porque esas diferenciaciones están destinadas a fracasar –ahora bien, la “actualidad” como evento mediático-periodístico es puro tema, pretende ser información y se agota en el tema, en una aparente transparencia al momento de hablar sobre el tema (destinada a patinar sobre la superficie del “tema”). Esta escritura no la consideraría como literatura. Cuando me refería a Melchor me refería en primera instancia a su lenguaje, a su forma si se quiere: lo violento deviene lenguaje o bien en el texto la violencia patriarcal viene a desquebrajarse, y la agencia literaria del texto es una que actúa en el lenguaje mismo, como ámbito político. Por eso los modismos, por eso los insultos, por eso las perspectivas que se cruzan y se contradicen sobre una ‘verdad’ que se escapa constantemente –en el caso de Temporada de huracanes. Leo de forma parecida la estética literaria de Fernando Vallejo y su violencia no en el tema del sicario —por poner La virgen de los sicarios como ejemplo— sino en lo que ocurre con el lenguaje, el insulto, el incendio en el lenguaje. Estamos de acuerdo entonces en la ‘forma’, aunque yo diría que en la literatura no se puede dilucidar bien dónde comienza la forma y dónde el tema. Entonces a eso va mi única pregunta, la pregunta que se ha aplazado hasta este momento: ¿cómo es la agencia del lenguaje literario, o bien, qué puede la literatura como lengua en el entramado de la violencia sistémica en el lenguaje común? ¿Qué puede la forma de tu literatura? ¿Qué contra-violencia puede ejercer este lenguaje?

JC: Tampoco tengo una respuesta para esa buena pregunta. Mi único modo de responder, supongo, es ofreciendo lo que aparece en mis textos. Nos queda pendiente discutir el vínculo entre la forma y el lenguaje y en qué medida ciertos usos del lenguaje, aparentemente rompedores, en realidad forman parte de un código muy establecido por la forma pre-existente. Creo que mi referencia a Diamela Eltit o, digamos, para citar otro nombre fundamental, a Marosa di Giorgio, debería bastar para comprender a qué encuentro de fuerzas contrarias aspiro llegar en mis libros: elasticidad y potencia, ligereza y densidad, imagen y concepto. 

Referencias

Žižek, Slavoj (2008): Violence. Six Sideways Refections, New York: Picador.

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“Inequalities”, Vol. 1, No.1, July 2012, Berlin: Lateinamerika-Institut of the Freie Universität Berlin.

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“Violence & (In)Security”, Vol.1, No.2, December 2012, Berlin: Lateinamerika-Institut of the Freie Universität Berlin.

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“Resistance and Social Movements”, Vol. 2, No.1, April 2013, Berlin: Lateinamerika-Institut of the Freie Universität Berlin.

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“Lo Urbano: Current Urban Research in and from Latin America”, Vol. 2, No.2, October 2013, Berlin: Lateinamerika-Institut of the Freie Universität Berlin.

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“Politics, Societies and Cultures in Contemporary Central America”, Vol. 3, No.1, April 2014, Berlin: Lateinamerika-Institut of the Freie Universität Berlin.

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“Asymmetries of Knowledge in Latin America”, Vol. 3, No.2, October 2014, Berlin: Lateinamerika-Institut of the Freie Universität Berlin.

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“Gender and Deviance in Latin America”, Vol. 4, No.1, April 2015, Berlin: Lateinamerika-Institut of the Freie Universität Berlin.

CROLAR Critical Reviews on Latin American Research:

“Sound and dissonance: music in Latin­ American culture”, Vol. 4, No.2, October 2015, Berlin: Lateinamerika-Institut of the Freie Universität Berlin.

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“Science, Technology, Society – and the Americas?”, Vol. 5, No.1, April 2016, Berlin: Lateinamerika-Institut of the Freie Universität Berlin.

CROLAR Critical Reviews on Latin American Research:

“Digitalizing Urban Latin America - A New Layer for Persistent Inequalities?”, Vol. 5,

No. 2, November 2016, Berlin: Lateinamerika-Institut of the Freie Universität Berlin.

CROLAR Critical Reviews on Latin American Research:

“Latin American Public Finance and Taxes in the Digital Era”, Vol. 6, No. 1, June 2017,

Berlin: Lateinamerika-Institut of the Freie Universität Berlin.

CROLAR Critical Reviews on Latin American Research:

“Rethinking Latin American Memories”, Vol. 6, No. 2, November 2017, Berlin:

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CROLAR Critical Reviews on Latin American Research:

“Cultural Production and Political Power in Latin America”, Vol. 7, No. 1, October

2018, Berlin: Lateinamerika-Institut of the Freie Universität Berlin.

CROLAR Critical Reviews on Latin American Research:

“La Región Andina: ¿desarrollo sostenible con desigualdad?”, Vol. 8, No. 1, November

2019, Berlin: Lateinamerika-Institut of the Freie Universität Berlin.

CROLAR Critical Reviews on Latin American Research:

“Protagonists of Latin American Futures”, Vol. 9, No. 1, February 2021, Berlin:

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