Entrevista

El problema de la violencia. Conversación sobre la literatura y la(s) violencia(s) con Juan Cárdenas

Camilo Del Valle Lattanzio

Friedrich-Alexander-Universität Erlangen/Nürnberg

La siguiente conversación, antes de girar en torno al tema de la violencia o las violencias en la literatura colombiana, rodeó este tema y desembocó en un acto performativo de la violencia misma: la violencia del acto hermenéutico de la lectura del texto, la lectura violenta que incomoda o suprime la plurisemántica del texto, la violencia de la lectura que pregunta al texto: ¿qué quieres, qué dices, qué puedes y qué haces? El resultado es el colapso de dos perspectivas que dialógicamente llevó a temas de gran interés al momento de preguntarse por la pregunta misma sobre la violencia en la literatura. En el siguiente debate sobre la violencia, como significante que ha perdido su significado, se arrastra hasta el final una pregunta fundamental para el quehacer literario: ¿qué pueden o no pueden las artes ante un contexto violento o ante cualquier contexto? Conversé por escrito y de forma virtual durante marzo del 2021 con el autor de novelas, ensayista, docente y traductor colombiano Juan Cárdenas (n. 1978, Popayán). Entre sus obras se destacan las novelas Los estratos (2013), Ornamento (2015), El diablo de las provincias (2017) y Elástico de sombra (2020), su libro de ensayos Volver a comer del árbol de la ciencia (2018) y varias traducciones al español de obras de autores como W. Faulkner, Th. Wolfe, Eça de Queiros, N. Hawthorne y Machado de Assis. Hoy en día, trabaja como docente de la maestría de escritura creativa del Instituto Caro y Cuervo (Bogotá).

Camilo Del Valle Lattanzio: Querido Juan, parto de una distinción del filósofo Slavoj Žižek en su libro Violence. Six Sideways Reflections (2008) que me parece fructífera al momento de abordar el tema que nos compete: el de la representación cultural de la/las violencias en Colombia. Me refiero a la diferencia que propone Žižek entre violencia subjetiva y objetiva-sistémica. La primera es aquella que se percibe como quiebre de un punto cero de no-violencia, de la “normalidad”, mientras que la violencia sistémica-objetiva es la inherente a esa “normalidad”, “the counterpart to an all-too-visible subjective violence” (2008: 2). De allí que en la violencia subjetiva se desprenda una urgencia a actuar, una especie de respuesta inmediata a una sintomatología que responde más a un problema sistémico que a uno referente al brote mismo de violencia –premisa que lleva a Žižek a plantear la radicalidad al resistirse a la urgencia haciendo precisamente nada, hipótesis polémica y que llevó a un enfrentamiento filosófico con Simon Critchley. La violencia sistémica se entiende críticamente solo al obstruir la reacción, el momento compulsivo de respuesta a la urgencia del horror. Es por eso que el subtítulo incluye la palabra “sideways”, miradas de soslayo a un evento muy difícil de ver de frente y que exige una acción que para Žižek es justo el problema: la respuesta es reaccionaria, pasiva, impulsiva, compulsiva. Viendo la historia reciente de la literatura colombiana me ha llamado la atención, y sobre todo en tu obra —sobre la que hablaremos en un momento—, una especie de giro en el posicionamiento de las letras ante el fenómeno de la o las violencias en Colombia: el tema no desaparece, pero la representación se ha alejado de la sensacionalista y, yo diría, gore de la segunda mitad del siglo XX y de la así llamada ‘literatura de la Violencia’. ¿Ves también este cambio en la representación de la/las violencias en Colombia como uno hacia una perspectiva de soslayo?  

Juan Cárdenas: De entrada te confieso que suelo rechazar cualquier conversación sobre literatura colombiana o latinoamericana que gire en torno al significante Violencia, que se ha convertido en un eufemismo o en una etiqueta vacía que obtura la complejidad de los fenómenos. En lugar de mostrar la materialidad histórica, las tensiones, la economía política, los agregados de la experiencia colonial/capitalista y las sedimentaciones de todas esas fuerzas en los cuerpos y en el lenguaje, los académicos perezosos y los reseñistas deportivos lo explican todo con esa palabrita: violencia. Lo cierto es que la violencia ya no significa nada. Al menos en latinoamérica, es una palabra que ha perdido cualquier capacidad de tocar ningún objeto, es una entelequia metafísica, un mantra mecánico. Latinoamérica=violencia. Violencia=latinoamérica. Qué conveniente y tranquilizadora ecuación, ¿no? Sobre todo cuando se trata de coagular el trabajo de la crítica y de anular las posibilidades de la ficción para que se ajuste a las agendas del periodismo esclavo de actualidad. 

No conozco el texto de Žižek, pero creo entender adónde apunta. Si miramos directamente a la abyección de la “violencia” ya no podemos ver nada, nos convertimos en piedra morbosa, incapaz de simbolizar. Solo podemos ver lo abyecto, lo irrepresentable, el horror, reflejado en el escudo de Perseo. El arte es ese escudo. Creo que por ahí va la cosa. 

Pero déjame que insista en la necesidad de cambiar la conversación. Tenemos que dejar de hablar de “violencia”. Ese significante está muerto. La gorgona tiene mil serpientes en la cabeza y la palabra “violencia” es, siendo generosos, insuficiente para acercarnos a la contemplación del monstruo.

CDVL: Me parece bien comenzar con la resistencia a la pregunta. Estoy de acuerdo con el englobamiento implícito en el uso que se le ha dado a la palabra violencia —sobre todo en el contexto académico. He leído sin embargo últimamente un verdadero interés en resaltar la forma plural de ese “significante vacío”, para así poder darle materialidad a ese complejo fenómeno multicefálico: las violencias y no la violencia. Por otro lado, que el significante haya perdido su significado claro no significa que aquel horror no exista materialmente y que sea de facto un problema que reclama una cierta urgencia política —pensemos en los actuales asesinatos masivos de líderes sociales en Colombia, por solo dar un ejemplo. El problema parece ser uno del nombre y para poder abordarlo habría que nombrarlo. ¿Sería esa la función de la literatura ante ese contexto social: nombrar el horror? ¿Quieres con tu literatura asumir algún tipo de agencia en este terreno?

JC: Más que nombrar hay que describir, creo yo. Pero, ¿describir qué? ¿Qué objeto? Sin duda ese objeto no es la violencia o las violencias. En literatura uno describe y reflexiona sobre ese acto de descripción sin saber muy bien cuál es el objeto, de qué se está hablando. Eso me parece importante aclararlo: nadie sabe en realidad sobre qué habla un texto literario. Nadie sabe a ciencia cierta sobre qué hablan Moby Dick o el Quijote. El decir de la literatura siempre sale chueco, se resbala sobre las cosas y termina diciendo algo más. Es un decir conjetural y alegórico, si se quiere, porque la alegoría es justamente decir otra cosa, un decir que se desdobla: produzco una imagen pero la imagen apunta a más de un lugar. Entonces creo yo que no se trata tampoco de decir que la literatura se acerca a  las violencias como un “tema”, ni con una agenda política muy precisa, ni con una noción muy clara de cuál debería ser su función.   

CDVL: Pero todo esto que dices puede llevar a pensar que se trata solamente de un esteticismo literario —por otro lado, yo no estoy diciendo que la literatura dice solamente algo, estoy tratando de pensar eso que se ha denominado “violencia” y qué rol viene a jugar eso en la literatura. Por otro lado, parto del hecho de que hay una diferencia entre lo político y la política... Vayamos mejor a tu obra: en tu última novela Elástico de sombra escribes sobre una práctica de combate en desaparición en el Cauca colombiano: los macheteros. Hay una clara crítica implícita y explícita a lo que viene a ser denominado el régimen del “Hombre blanco”. La novela remite una y otra vez a problemas muy materiales y tangibles de la sociedad colombiana: el racismo y la resistencia de los pueblos afrocolombianos. Aparece además (por lo menos) una figura política (Francia Márquez) bien reconocible, y es imposible —desde la perspectiva del/de la lector/a— no encontrar un vínculo entre el texto y el contexto sociopolítico. Algo similar leo en El diablo de las provincias donde el monocultivo y la relación entre el hombre y su entorno natural viene a ser modelado en un contexto de conflictos entre distintos grupos sociales en el país: entre los estratos socioeconómicos, los grupos étnicos, entre otros. Ahora bien, esta es mi lectura y desde ella me pregunto: ¿No hay entonces una voz en esos textos que tiene una agencia política? ¿O es entonces un fantasma que confunde al/a la lector/a? ¿No está respondiendo tu obra a un problema social y político específico? 

JC: Creo que no me he explicado bien. Mi obra no “responde” a un problema social y político específico. No está escrita como una reacción, no es un partido de tenis donde la literatura devuelve los golpes de la actualidad. La ficción, al menos la que a mí me interesa, no se deja imponer la inmediatez de esa actualidad, que es lo que antes he llamado la agenda del periodismo. La ficción propone una temporalidad diferente, que segmenta y derriba los tiempos de la actualidad, la ficción tiene un ritmo propio que funciona desde el anacronismo. Me interesa lo anacrónico. Lo inaudito. Lo que todavía no ha sido escuchado y que de pronto irrumpe desde el pasado bajo el ropaje acústico de lo “nuevo”, desde regiones incluso arcaicas del tiempo. Si eso se puede considerar “esteticismo literario” es algo que me importa poco. Ahora bien, todas mis novelas tienen algo de intervención política, de sabotaje de los discursos dominantes, todas tienen un cierto sentido de urgencia porque intentan captar las fuerzas que determinan la sensibilidad del presente. Eso es indudable y creo que ya me he explayado sobre esa naturaleza política de mi trabajo en otros lugares, pero de ahí a responder a una coyuntura hay un abismo. Una cosa es el presente y otra muy distinta, la actualidad.  

CDVL: No leo tu obra como parte de una agenda política, pero sí como una escritura que tiene una agencia política, que participa en lo político. Leo en tu obra la “intervención política” de la que hablas: ahora bien, justamente la respuesta a la inmediatez es lo que trataba de conceptualizar con la violencia sistémica de Žižek arriba: la intervención política, aquella que señalas de tu obra, es justamente la que se niega jugar ese partido de tenis. El periodismo es un tema que me interesa y la distinción que haces entre presente y actualidad. ¿Está ahí implícita la diferencia entre la política (la institucionalidad, el poder institucional, etc.) y lo político (lo que ocurre abajo, lo que no se ha nombrado institucionalmente, etc.)? ¿Cómo rescatar, reconocer el presente entre tanta actualidad? ¿Vemos la actualidad o el presente? Me interesaría que explicaras mejor esa diferencia.

JC: La literatura es una institución social y como tal no puede suponerse que actúe solo en esa esfera que has llamado “lo político”. La literatura —el estatus social, sensible y cognitivo de la ficción— se entromete en todas partes, dentro y fuera de las instituciones, de hecho, la literatura ha servido muchas veces como una especie de nicho donde se cultivan las formas institucionales. A mí me interesa ese aspecto transversal de la ficción.

Ahora bien, creo que la diferencia entre la actualidad y el presente es de orden ontológico. La actualidad es una especie de simulación o de sustituto del presente. El presente es la experiencia del tiempo como falla, como fractura. Yo tiendo a intuir que la historia humana es impensable sin la lucha por la administración del tiempo. Al final de lo que se trata es de romper el compás. De hacer audibles unos ritmos que se atraviesan y redefinen la sensación del paso del tiempo. La literatura remueve de manera profunda nuestra experiencia de la duración. Y eso, me parece, es lo que explica que la literatura de ficción no pierda su potencial político. 

CDVL: Arriba te refieres al “significante sin contenido” de la violencia como algo que entiendo, siguiendo lo que dices en tu última respuesta, como algo que hace parte de la actualidad: lo que se muestra, se modela mediáticamente del presente. ¿Es entonces la violencia un simulacro? ¿Es la pierna amputada, el cuerpo empalado, el cadáver sin cabeza, simulacro? ¿Dónde tocan estos el verdadero tejido de “ritmos que atraviesan el tiempo”? ¿Dónde marcar la raya entre el espectáculo gore de la actualidad y el dolor en su materialidad afectiva en el presente? O, ¿no es precisamente la violencia que no es all too visible la verdadera violencia en su materialidad ontológica? 

JC: Es una muy buena pregunta y no creo tener una respuesta satisfactoria. Quizá, para entender mejor el fenómeno de los discursos sobre la violencia, hay que asomarse a las artes plásticas, donde se desarrolló en las últimas dos o tres décadas un tipo de arte al que podríamos describir como un “fetichismo de la autenticidad”. Me refiero a la obra de gente que produjo su trabajo siguiendo la estela de artistas como Teresa Margolles o el primer Santiago Sierra. Obras que, jugando contra el lenguaje de farsa conceptual pero aprovechándose del andamiaje escénico del arte contemporáneo, agarran al espectador por la solapa y le dicen: mira la cruda realidad, estas lindas pompas de jabón están hechas con grasa de muerto y cosas así. Un arte que, en ocasiones, cree estar alcanzando una verdad profunda por el mero hecho de mostrar una atrocidad sin mediaciones, a pesar de que todos sabemos de antemano que las cosas nunca vienen sin mediación. Desmontar ese fetichismo de la autenticidad es tan urgente como desmontar una cierta estética del duelo y sus alegorías autocomplacientes, onda Doris Salcedo. O desmontar también ese arte universitario que se ve tanto últimamente en América Latina, como de ejercicios íntimos, de lenguaje privado y sensibilidad IKEA, que ha llenado las galerías de malos imitadores de José Antonio Suárez. En ese sentido, la universidad de Los Andes se ha convertido en una especie de fábrica de personitas con un mundo interior. En fin, por todo esto te vengo insistiendo en la necesidad de cambiar la conversación y dejar de hablar de violencia. Eso siempre implica arrogarse el poder de representar adecuadamente “lo violento” y el arte no debería ceder a esa vana seducción de la representación. A la literatura latinoamericana le conviene mejor ponerse a hablar del mundo del presente, con todos sus desafíos.   

CDVL: Sin embargo parece que el tema de la violencia nos ha dado bastante tela pa’ cortar en esta discusión, sin siquiera haber entrado propiamente en materia… Ahora bien, “el mundo del presente” abarca también el problema de las masacres, los feminicidios, los desplazamientos, etc. que no son un problema del pasado, ni solamente un problema de la actualidad, sino que afecta el presente de muchas personas que viven hoy en América Latina. Eso es lo que, para mí, hace de la obra y el tono de Fernanda Melchor algo actual, contemporáneo. Es por eso que quería hacer hincapié en la urgencia de un posicionamiento que reclama el contexto violento latinoamericano, sin que esto signifique que la literatura esté obligada a actuar, a intervenir, por eso la pregunta: tu obra, para mí como lector, sí responde a un contexto donde la violencia está incluida como un horror que no se puede ignorar. ¿“Cambiar de tema” sería entonces la estrategia? Entre la híper-complejidad de la realidad latinoamericana, ¿es la violencia un evento menor? O, ¿uno entre muchos? Pero negar que los cuerpos están expuestos a la violencia es imposible.

JC: ¿Lo que dices entonces es que la contemporaneidad, la actualidad de una obra como la de Fernanda Melchor sí está en el “tema” y no en la forma? ¿Es decir, que es una obra presente porque habla de feminicidios? ¿Y que lo mismo sucede con mis libros, esto es, que son contemporáneos y exploran el presente desde sus “temas” y no desde la forma? Esa es mi preocupación y por eso intento desde el principio de la conversación crear un desvío, sin mucho éxito, claro. Temo que ya no seamos capaces de atender y glosar desde la crítica que lo radicalmente político y actual de un texto es su forma. Mis libros están escritos desde esa convicción, pero eso quizá es porque soy una persona anticuada, anacrónica, un convencido de que el futuro sigue incubándose en algún punto entre 1917 y 1940. La crítica actual, al menos la que se ha educado en los estudios culturales, desdeña por completo la cuestión de la forma. Historiza y crea un contexto social, político, para los temas, pero no es capaz de historizar la forma, no es capaz de leer la forma como un drama histórico. Es válido aceptar la tarea de mirar al horror de nuestro continente cara a cara, es importante tratar de aproximarse a la trayectoria de ese horror, cómo se produjo, quiénes lo detentan, en qué economía política se produce, eso es importante y es algo que mis libros intentan hacer. Lo que me parece lamentable es tratar de hacer todo eso y no plantear al mismo tiempo la necesidad de cuestionar profundamente los procedimientos formales, como si las formas narrativas no fueran también aparatos ideológicos. Para mí pocos escritores han entendido mejor eso que Diamela Eltit. Los libros de Diamela miran al horror cara a cara, le sacan las tripas al horror y se las vuelven a coser delante tuyo, pero en el proceso Diamela te descoyunta también las formas, el lenguaje. No se puede hacer una cosa sin hacer la otra. Si realmente estás cuestionando el feminicidio, la forma de tu libro tiene que decir algo sobre esa violencia, la forma debería interrogarse acerca de esa violencia y mostrar en sus procedimientos ese trabajo crítico. ¿De qué me sirve hacer un libro de gran éxito sobre feminicidios o asesinato de líderes sociales si al final la forma va a reproducir todo el fisiculturismo de la representación tan patriarcal que tenían ciertos libros del Boom, por virtuoso que sea mi ejercicio? ¿No sería eso más bien como una especie de pastiche retro, donde simplemente se mezclan temas nuevos con formas viejas? Bueno, esas son las preguntas que se hacen mis libros, desde su propia praxis. Mis libros vienen de las preguntas que dejaron abiertas las vanguardias hace un siglo. Son libros pasados de moda, anticuados. Pero el futuro, o eso que Robert Smithson llamaba la “futuridad”, también regresa de vez en cuando a sacudirnos.

Finalmente, déjame parafrasear mis propias ideas de más arriba, a ver si logro explicarme mejor: la literatura que hace una exhibición de “nuestras violencias” no es la que suele mirar al horror cara a cara. A lo sumo alimenta todos los prejuicios que el mercado internacional de estereotipos ha creado sobre América Latina. La porno-miseria tiene muchos disfraces, algunos muy sofisticados, sin duda. Entonces no hablemos de “nuestras violencias”, hablemos de las expresiones concretas y locales del horror civilizatorio en el que estamos metidos. ¡¡Es el horror!! ¡¡El horror!! 

CDVL: Precisamente yo no he querido hablar sobre una diferencia entre forma y contenido, forma y “tema”, porque esas diferenciaciones están destinadas a fracasar –ahora bien, la “actualidad” como evento mediático-periodístico es puro tema, pretende ser información y se agota en el tema, en una aparente transparencia al momento de hablar sobre el tema (destinada a patinar sobre la superficie del “tema”). Esta escritura no la consideraría como literatura. Cuando me refería a Melchor me refería en primera instancia a su lenguaje, a su forma si se quiere: lo violento deviene lenguaje o bien en el texto la violencia patriarcal viene a desquebrajarse, y la agencia literaria del texto es una que actúa en el lenguaje mismo, como ámbito político. Por eso los modismos, por eso los insultos, por eso las perspectivas que se cruzan y se contradicen sobre una ‘verdad’ que se escapa constantemente –en el caso de Temporada de huracanes. Leo de forma parecida la estética literaria de Fernando Vallejo y su violencia no en el tema del sicario —por poner La virgen de los sicarios como ejemplo— sino en lo que ocurre con el lenguaje, el insulto, el incendio en el lenguaje. Estamos de acuerdo entonces en la ‘forma’, aunque yo diría que en la literatura no se puede dilucidar bien dónde comienza la forma y dónde el tema. Entonces a eso va mi única pregunta, la pregunta que se ha aplazado hasta este momento: ¿cómo es la agencia del lenguaje literario, o bien, qué puede la literatura como lengua en el entramado de la violencia sistémica en el lenguaje común? ¿Qué puede la forma de tu literatura? ¿Qué contra-violencia puede ejercer este lenguaje?

JC: Tampoco tengo una respuesta para esa buena pregunta. Mi único modo de responder, supongo, es ofreciendo lo que aparece en mis textos. Nos queda pendiente discutir el vínculo entre la forma y el lenguaje y en qué medida ciertos usos del lenguaje, aparentemente rompedores, en realidad forman parte de un código muy establecido por la forma pre-existente. Creo que mi referencia a Diamela Eltit o, digamos, para citar otro nombre fundamental, a Marosa di Giorgio, debería bastar para comprender a qué encuentro de fuerzas contrarias aspiro llegar en mis libros: elasticidad y potencia, ligereza y densidad, imagen y concepto. 

Referencias

Žižek, Slavoj (2008): Violence. Six Sideways Refections, New York: Picador.