Por una intelectualidad militante: poder destituyente, crítica a la articulación populista y desafíos feministas y decoloniales

Entrevista con Verónica Gago

Universidad de Buenos Aires y Universidad Nacional de San Martín, Argentina; Colectivo NiUnaMenos

 

Entrevista realizada por Pierina Ferreti (Universidad de Chile) y Felipe Lagos Rojas (Seattle Central College)

Buenos Aires/Santiago de Chile/Seattle, abril de 2018

 

Las reconfiguraciones del capitalismo a escala global han llevado a muchos intelectuales latinoamericanos a repensar las relaciones de poder y explotación neoliberal en condiciones periféricas. Verónica Gago es sin duda una de las exponentes más importantes en estas nuevas conceptualizaciones, ya desde su participación en el Colectivo Situaciones en la Argentina, y especialmente desde la publicación en 2014 de su investigación La razón neoliberal: economías barrocas y gramática popular, recientemente traducido al inglés y publicado por Duke bajo el título Neoliberalism from Below. Las reflexiones de Gago ofrecen marcos de análisis para realizar un balance crítico del reciente ciclo de gobiernos progresistas, y especialmente de la intelectualidad “populista” que se le asocia. Al mismo tiempo, Gago ha sido una de las principales voceras y activista de las recientes movilizaciones feministas en Argentina, desde su participación en el Colectivo NiUnaMenos.

Pierina Ferreti (PF).: ¿De qué modo lees el ciclo abierto con el 2001 argentino, en términos del estado de la movilización popular, los gobiernos kirchneristas (con sus límites, avances y retrocesos) y el actual gobierno de Macri? Al menos desde La Razón Neoliberal, tus reflexiones han asumido una posición crítica respecto de la resurrección contemporánea de la figura del ‘intelectual comprometido’, resurrección que ha venido de la mano con la “hipótesis populista” en América Latina. ¿Crees que a la intelectualidad “populista” le cabe algún tipo de responsabilidad política en la actual ofensiva restauradora neoliberal en la región?

Verónica Gago (VG).: Esta pregunta sobre lo que se abrió en 2001 es una pregunta que no deja de repetirse. Eso ya me parece un dato a tener en cuenta. Sobre todo, porque durante cierto momento, digamos, de “éxito” del gobierno kirchnerista se intentó postular al 2001 como un momento puramente negativo y catastrófico: se hablaba del 2001 como un infierno y como un tiempo que había que superar y olvidar. El 2001 como trauma o como “estado de naturaleza”. Creo que esto duró relativamente poco y, me parece, por razones de fondo. Primero, porque el 2001 es parte de una secuencia continental de luchas muy importantes que inauguran una agenda antineoliberal desde abajo, con una secuencia de desacatos populares que imponen un quiebre. Luego, porque el ciclo de gobiernos progresistas es inentendible sin esa secuencia anterior que, posteriormente, intenta ser menospreciada para ubicarla simplemente como antesala o pretexto de los cambios electorales.

En aquel momento nombramos, desde el Colectivo Situaciones, aquel poder popular como destituyente: justamente por su capacidad de derribar y vaciar la hegemonía del sistema político de partidos al servicio de las reformas neoliberales, y por abrir una temporalidad de indeterminación radical a partir de la fuerza de los cuerpos en la calle. Quisimos, además, subrayar que cuando esa fuerza se tildaba de espontánea se negaba una trama que estaba siendo pacientemente construida, que sintetizaba una larga elaboración por abajo y que tenía la densidad suficiente como para cuestionar la distinción misma entre lo “social” y lo “político”.

Sin embargo, los gobiernos progresistas de la región necesitaron reponer esa distinción y se clausuraron más o menos rápidamente experimentaciones institucionales que situaban a las organizaciones sociales en un lugar que no era simplemente el de acatar y obedecer.

Para justificar esto jugó un papel la teoría populista de Ernesto Laclau, que se presentó como la amalgama teórica de estos procesos gubernamentales condensados en liderazgos presidenciales que postularon la política como un efecto de hegemonía discursiva. El problema no es el liderazgo en sí (que no es más que una proyección transitoria del imaginario de la multitud), sino la naturaleza de la forma política que la articulación de cierto liderazgo pone en juego, y la disputa epistémica que se anuda ahí. El problema es el tipo de sustitución de la figura colectiva por el liderazgo personal, cuando funciona como expropiación de una plusvalía política producida desde abajo.

El punto tampoco es exigir purismo a los gobiernos llamados progresistas (un decálogo de lo que deberían ser), sino mostrar hasta qué punto su propio modo de ser impide un balance político sobre los efectos concretos que se esconden una y otra vez en nombre de la “soberanía nacional”. La autonomía así entendida ya no es la autonomía de las bases, sino de la articulación discursiva que se hace desde arriba, reponiendo la “autonomía de lo político” como principio estadocéntrico. La sustitución del materialismo plebeyo por las figuras etéreas del pueblo desplaza una serie de problemas que hoy estallan en América Latina como claves incomprendidas del llamado “giro conservador” de la región: violencias territoriales, economías informales-ilegales, conflictos neo-extractivos, explotación financiera de los subsidios sociales, guerra por la “seguridad”, y otros. Son justamente este tipo de conflictos los que hoy está mapeando, visibilizando y en muchos casos protagonizando el movimiento de mujeres, en toda su multiplicidad. Creo que esto no es casual tampoco, ya que hay un acumulado de organización autónoma (diferente en cada país) que hizo que estas cuestiones nunca estuvieran ausentes de espacios que no dejaron de denunciar, por ejemplo, la extensión del modelo del agronegocio y los despojos que se hicieron en nombre del neodesarrollismo como parte de las nuevas violencias.

En esta línea, creo que el ciclo de los gobiernos “progresistas” resituó el lugar de los intelectuales que apoyaban al gobierno como “usina” privilegiada de discurso, como encargados de la llamada “batalla cultural” frente a los medios de comunicación, pero a su vez contribuyendo de algún modo a que las críticas al gobierno fueran catalogadas como chantajes contra el gobierno. En este sentido fue notorio el desplazamiento que se operó de la palabra destituyente que pasó a ser utilizada como una renovación de la idea de “golpe” contra el gobierno progresista. Lo destituyente pasó así de ser una indeterminación de las fuerzas populares a un llamado a la defensa de un gobierno.

Vuelvo al presente y la actualidad de la pregunta por el 2001. Hoy es llamativa la repetición de la referencia al 2001 en una situación bien distinta (justamente por todo lo que produjeron estos 17 años), pero que reabre la interrogación por la dinámica desde abajo y su relación con las instituciones. Pienso por ejemplo en las movilizaciones de diciembre del año pasado contra la reforma previsional, que quisieron poner en acto un “poder de veto” contra el gobierno neoliberal de Mauricio Macri. Al ser aprobada la reforma después de una primera sesión parlamentaria suspendida, muchxs hablan del “fracaso” de aquellas jornadas. Me parece que es más complicado: en diciembre hubo un quiebre del exitismo del gobierno que, por supuesto, se sutura con una intensificación de la represión más cruda que vimos escalar, no casualmente, durante todo el 2017. Pero el mecanismo de lo que alguna vez llamamos “paritarias callejeras” no deja de estar presente, visibilizando también la fuerza de nuevas dinámicas sociales, como las organizadas alrededor de la economía popular.

Algo similar pasa con las masivas movilizaciones feministas, hay un intento voraz del sistema político de hacer una traducción en términos de agenda mediática y de representación, lo que a veces impide pensar modos más interesantes en que lo inapropiable e irrepresentable de estas fuerzas trae como posibilidad de cambio radical.

Felipe Lagos (FL).: La pregunta acerca de la responsabilidad política de las y los intelectuales en los procesos de cambio ha asumido diversas trayectorias en América Latina. En tu caso, desde temprano estuviste asociada al Colectivo Situaciones y a sus reflexiones acerca del “intelectual militante”. ¿Cómo evalúas la historia de estas reflexiones, y en qué estado de avance crees que se encuentran?

VG.: Mi experiencia en el Colectivo Situaciones, que fue a su vez colectiva –porque fue indisociable de la acción con otros colectivos y compañeros y compañeras–, para mí sigue estando presente en términos de premisas afectivas e intelectuales, más allá de la existencia del colectivo como grupo.

Diría que esa presencia tiene que ver con tres cosas, al menos. La exigencia de lo colectivo como parte de la propia forma de investigación: esto es, el desacato al contorno individual del intelectual, académicx, pensadorx, o críticx pero también el desacato al expertise militante que toma lo colectivo como algo evidente, o bien lo reduce en términos de técnica organizativa. Lo colectivo como investigación (que es a la vez autoformación y deseo de composición con otrxs) es bien diferente a lo colectivo como un a priori moral o una exigencia abstracta. La potencia de haber sentido el pensar como una conversación compartida capaz de estimular preguntas radicales, inesperadas, sencillas y a la vez complejísimas para mí, es una marca de verificación sensible, de sensación corpórea, que me acompaña.

Esta experiencia, y este es el segundo elemento, es también una experiencia de la crisis como momento de apertura y temblor; esto es: una cierta forma de vivir y atravesar la crisis que reconoce la capacidad instituyente o constituyente de las dinámicas colectivas de desobediencia. La crisis convierte así en provisional y polémico cada gesto, cada práctica, cada palabra y a la vez abre un horizonte de posibilidades que no eran parte del presente. Eso tiene una potencia política y cognitiva que no es solamente coyuntural.

En este sentido, hay toda una historia de prácticas vinculadas a la investigación militante que me parece que siguen nutriendo muchas experiencias que toman en serio un no saber como momento de apuesta. Quiero decir: experiencias que son animadas por una profunda inquietud de problematización, de ponerse en juego a partir del malestar y de poner en riesgo los consensos a la hora de decidir qué hacer. En el caso de mi experiencia actual por ejemplo en el colectivo NiUnaMenos, donde además está Natalia Fontana, otra compañera del Colectivo Situaciones, veo que esa marca de investigación militante es algo que nosotras podemos aportar de manera muy concreta en una dinámica que es muy distinta también y que, por eso mismo, tiene formas muy interesantes de reactualizarse.

Como tercer elemento, diría que hay un método de mapeo siempre situado de la conflictividad. Esto es un énfasis en la potencia de la situación concreta, es decir, en el modo en que en una lucha muy específica –sea en un sindicato, en un barrio, en una escuela o en un lugar de trabajo– están presentes todos los elementos de su politicidad y de su capacidad de articulación y composición con otros conflictos. A un conflicto nunca le falta “nada” más que desplegar sus propios elementos. Esta es una comprensión y una manera de vivir los conflictos que es contraria a aquellos que sostienen que los conflictos son ininteligibles si no tienen una traducción en el sistema electoral. Nosotrxs hemos discutido mucho contra quienes insisten en esa división entre lo social y lo político, donde lo político funciona siempre como sinónimo de política pensada de arriba hacia abajo y, por tanto, como un modo de expropiación de la potencia propia de las luchas, que son infantilizadas y menospreciadas. Esta discusión reaparece cada vez que la dinámica de fuerzas sociales, populares, desde abajo tiene una aparición desbordante. Y esto es algo que en Argentina sucede con frecuencia.

PF.: La presencia del feminismo en la cartografía del pensamiento crítico latinoamericano no es nueva tampoco, pero sí se ha visto re-visibilizada durante los últimos años. De la mano de Silvia Rivera Cusicanqui, Raquel Gutiérrez y Rita Segato entre muchas otras, se haincorporadounaalternativa(feminista) ala tradicional articulación entre intelectualidad y transformación, en virtud del estatuto teórico y epistemológico alcanzado por la violencia sexo/genérica.

VG.: Para mí estos nombres de tan queridas y admiradas pensadoras, activistas y amigas –donde sumo también a Suely Rolnik– conforman una constelación muy poderosa que hoy está produciendo, en términos teóricos y políticos, los enunciados más potentes en América Latina. Desde lenguajes, trayectorias y perspectivas diversas diría sin embargo que entre las cuatro se teje un plano común que puede sintetizarse así: una capacidad de conceptualización sensible que condensa prácticas y archivos muy importantes (del anarquismo al feminismo pasando por el exilio, de la experimentación comunal a la vanguardia estética, del esquizoanálisis a la filosofía, de la pregunta por las situaciones de encierro carcelario al racismo y al anticolonialismo, de la reinvención de la imagen como arma crítica a las luchas contra la explotación en nuestro continente) y que tienen un compromiso con la micropolítica como deseo muy profundo de transformación radical. Para el trabajo editorial que hacemos con ellas desde Tinta Limón Ediciones, esto es muy claro y vemos que allí se pone en marcha una suerte de máquina de pensamiento que logra conectar con generaciones muy jóvenes y con experiencias de mucha audacia y creatividad.

En este sentido, las tramas de sus pensamientos son fundamentales para desentrañar las formas contemporáneas de violencia contra las mujeres y los cuerpos feminizados, pero también contra los territorios apropiados por los megaproyectos extractivos, y el continuum de violencias que conectan la escena doméstica con lo que sucede en las cárceles y en otros territorios de despojo y racismo. Esto las convierte, desde mi punto de vista, en fuentes de nutrición para una renovación radical de las narrativas feministas. Tienen en común formas de pensar que son despiadadamente críticas, y proponen prácticas del saber que comunican un estado de revuelta, de insumisión. Creo, a la vez, que son filosofías que conectan con el deseo colectivo que no se traduce inmediatamente en palabra fácil y grandilocuente ni se reduce a un catálogo de categorías y demandas. Además, por sus experiencias vitales, nos enseñan algo que para mí es clave: una alerta a los modos compensatorios con que el poder intenta negar lo que las revueltas dejan abierto en forma de preguntas, su verdadera alteridad epistémica.

Creo que, en estos momentos, frente a toda la coyuntura de declive de gobiernos progresistas y de renovación de las derechas, ellas no se ahorran pensar los límites de ciertas izquierdas. Por eso sus textos son brújulas con intensa afinidad con el movimiento de los feminismos: siguen el ritmo de los desplazamientos que envuelven un pensamiento que es siempre conexión con el saber-del-cuerpo.

FL.: Queremos preguntarte finalmente acerca de la valoración actual que están recibiendo cierta intelectualidad de la izquierda del siglo pasado. Me refiero a José Aricó, René Zavaleta Mercado, José Revueltas y León Rozitchner principalmente. ¿Qué importancia crees que estas lecturas en nuevas claves pueden tener para el pensamiento de las izquierdas latinoamericanas?

VG.: Creo que en el caso de los autores que nombran se encuentra un modo problemático de volver al siglo pasado. Es casi leyendo lo que no se leyó de ellos en su momento, o bien subrayando lo que los volvió también “pensadores menores” en su propia época, lo que hoy los hace capaces de conectar con un deseo de actualidad. Y también creo que es un desplazamiento más radical que considerarlos desde el punto de vista del marxismo “heterodoxo”. Pienso por ejemplo en la lectura de Zavaleta que hacen Luis Tapia y la propia Silvia Rivera Cusicanqui; en la lectura y edición de León Rozitchner que hacen Diego Sztulwark y Cristian Suskdorf o en el uso que propone Susana Draper de la obra de José Revueltas para revisitar el ‘68 mexicano. Después, esto impulsa un interés de traductores y editores al inglés: pienso por ejemplo en el trabajo de Bruno Bosteels con León Rozitchner o de Gayatri Spivak con Zavaleta.

Se trata de usos y lecturas que actualizan y enlazan con una genealogía latinoamericana que, para usar la metáfora minera que Silvia toma de Zavaleta, permite ver todas las temporalidades y vetas de pensamiento que se ponen en juego en las preguntas por la crisis del presente.

PF. / FL.: Queremos agradecerte la disposición a conversar con nosotros, así como invitar a nuestros lectores a seguir con atención las movilizaciones feministas en América Latina, en medio de actual proceso de reestructuración del proyecto neoliberal en la región. ¡Muchas gracias, Verónica!